Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Compré tabaco, un ejemplar del Prensa , otro del Argentisches Tageblatt , el único diario en lengua alemana que se podía leer, en el sentido de que no lo marcaba a uno como nazi. Pero el principal motivo por el que entré en la estación era la cuchillería. La mayor parte de los modelos eran para los turistas: cuchillería con mango de hueso para inspectores colegiados y contadores públicos con veleidades de gauchos, o de bailarines de tango pendencieros. Algunos de los cuchillos menos espectaculares parecían adecuados para lo que tenía en mente. Compré dos: un estilete largo y fino, para meterlo por el ojo de la cerradura y accionar el resbalón dentro de la caja; y otro algo mayor para apalancar la ventana. Me metí el grande debajo del cinturón, en la zona baja de la espalda, al estilo gaucho, y me guardé el estilete en el bolsillo superior de la chaqueta.

– Me gusta estar bien armado cuando viene mi hermana a cenar -le dije al dependiente, con una sonrisa benévola, cuando me fulminó con la mirada.

Se habría sorprendido más si hubiera visto mi pistolera.

Pasó media hora. Cuarenta y cinco minutos se convirtieron en una hora. Empezaba a maldecir a Anna cuando apareció por fin, ataviada con un conjunto de ropa antigua suministrado por Edith Head. Una bonita camisa de cuadros escoceses, unos vaqueros ceñidos, una chaqueta de tweed bien cortada, zapatos bajos y un bolso grande de piel. Y, aunque demasiado tarde, me percaté de mi error. Decirle a una mujer como Anna que viniera vestida con ropa vieja era como decirle a Berenson que enmarcase un magnífico cuadro con leña cochambrosa. Supuse que probablemente se habría cambiado de modelito varias veces para asegurarse de que la ropa vieja que llevaba era la mejor que podía elegir. No es que importase mucho lo que llevase puesto. Anna Yagubsky estaba guapísima aunque vistiese medio disfraz de caballo.

– ¿Vamos a coger un tren? -preguntó, mirando el tren de Belgrano con incertidumbre.

– Se me ha pasado la idea por la cabeza. Pero éste no. Me han dicho que es más cómodo el tren del paraíso. No, quedé aquí con usted para que no me pasase desapercibida en la calle oscura. Pero ahora que vuelvo a verla, creo que no me pasaría desapercibida ni en un éxodo.

Se sonrojó un poco. La saqué de la estación. Al salir de aquella inmensa catedral retumbante, nos encaminamos hacia el este, a través de una doble fila de trolebuses aparcados, y llegamos a una plaza grande y abierta dominada por una torre de ladrillo rojo con un reloj que acababa de dar la hora. Bajo las acacias, la gente tocaba instrumentos musicales y los amantes se citaban en los bancos. Anna me cogió del brazo. Habría parecido una escena romántica si no nos dispusiésemos a entrar ilegalmente en un edificio público.

– ¿Qué sabe sobre el Hotel de Inmigrantes? -le pregunté mientras cruzábamos Eduardo Manero.

– ¿Es allí adonde vamos? Me lo barruntaba. -Se encogió de hombros-. Fue un Hotel de Inmigrantes desde mediados del siglo pasado. Mis padres le podrían contar algo más. Se alojaron allí al principio, cuando llegaron a Argentina. Antiguamente, cualquier inmigrante pobre que llegaba al país podía alojarse en el hotel de forma gratuita durante cinco días. Después, en la década de 1930, sólo acogían a los inmigrantes que no fueran judíos. No sé cuándo lo cerraron exactamente. Lo leí en la prensa el año pasado, creo.

Nos acercamos a un edificio de cuatro plantas, de color miel, casi tan grande como la estación de ferrocarriL Como estaba rodeado por una valla, parecía más una prisión Hue un hotel, y pensé que aquello probablemente se acercaba más a su auténtico fin, La valla no medía más de un metro ochenta pero estaba coronada por un alambre de espino. Seguimos andando hasta encontrar una verja. Había un letrero que decía «Prohibida la entrada» y, debajo de él, un enorme candado Eagle que debía de llevar allí desde que se construyó el hoteL

Al ver el enorme cuchillo de gaucho en mi mano, Anna abrió los ojos como platos.

– Esto es lo que pasa por hacer preguntas a quien no quiere responder -dije-. Cierran con llave las respuestas. -Abrí el candado.

– ¡Uy! -exclamó Anna, estremeciéndose.

– Por suerte para mí, usan candados malos que puede abrir hasta una rata con un mondadientes. -Empujé la puerta y entramos en un patio de recepción cubierto de hierba y jacarandás. Una ráfaga de viento trajo hasta mis pies una hoja de periódico. La recogí. Era una página de El laborista, un periodicucho pro peronista, con fecha de dos meses antes. Esperaba que aquélla fuese la última vez que alguien hubiera pisado aquel lugar. Eso parecía, desde luego. No había luces en ninguna de las más de cien ventanas, y sólo el tráfico lejano que circulaba por Eduardo Manero y un tren que entraba en las cocheras perturbaban la quietud del hotel abandonado.

– Esto no me gusta nada -reconoció Anna.

– Pues lo siento -dije-, pero mi castellano no llega para el lenguaje jurídico y burocrático que suelen usar en los documentos oficiales. Si encontramos algo, necesitaremos esos preciosos ojos que tienes para leerlo.

– Y yo que pensaba que sólo quería compañía. -Echó un vistazo alrededor con nerviosismo-. Sólo espero que no haya ratas. Ya me llega con las que hay en el trabajo.

– Tranquilícese, haga el favor. Por el aspecto de este lugar, hace tiempo que no viene nadie por aquí.

La puerta principal olía intensamente a pis de gato. Las ventanas de cristal esmerilado estaban cubiertas de telarañas y sal del estuario. Una araña bastante grande se escabulló cuando mis zapatos perturbaron su vaporoso descanso. Forcé otro candado con el cuchillo grande y empecé a descerrajar la cerradura cilíndrica de la puerta con el estilete.

– ¿Siempre lleva una cubertería completa en los bolsillos? -preguntó.

– O eso o un juego de llaves -le dije, mientras hurgaba el mecanismo de la cerradura.

– ¿Qué hacía durante los ensayos del coro? Parece que tiene bastante práctica.

– Antes era policía, ¿se acuerda? Hacemos todo lo que hacen los criminales, pero por mucho menos dinero. Y en este caso, por ningún dinero en absoluto.

– El dinero es muy importante para usted, por lo que veo.

– Seguramente porque no tengo mucho.

– Bueno, pues en eso ya tenemos algo en común.

– Tal vez pueda mostrarme su gratitud cuando todo esto acabe.

– Claro. Le escribiré una bonita carta en mi mejor cuaderno. ¿Qué le parece?

– Si ocurre este milagro y encuentra a sus tíos, puede escribir al arzobispo local para aportarle pruebas de mi heroica virtud. Es posible que me canonicen dentro de cien años. San Bernardo. Si lo hicieron una vez, pueden volver a hacerlo. Joder, hasta lo hicieron con un perro pulgoso. Por cierto, ése es mi verdadero nombre. Bernhard Gunther.

– Supongo que usted tiene virtudes muy perrunas -dijo Anna,

Acabé de descerrajar la cerradura.

– Claro. Me encantan los niños y soy leal a mi familia, cuando la tengo. Pero no me cuelgue un barrilillo.de coñac en el cuello, a no ser que quiera que me lo beba.

Intentaba soltar bravuconerías para que no se asustase. A decir verdad, yo estaba tan nervioso como ella. O puede que más. Cuando uno ha visto tantas personas asesinadas, sabe lo fácil que es morir asesinado.

– ¿Ha traído las linternas?

Abrió el bolso y sacó un faro de bicicleta y una pequeña dinamo manual que había que presionar para que diera luz. Cogí el faro.

– No lo encienda hasta que estemos dentro -le dije. Abrí la puerta y asomé la boca hacia el interior del hotel. No la boca de mi cara, sino la de mi pistola.

Entramos. Nuestras pisadas resonaban en el suelo de mármol barato, como dos fantasmas que no saben por qué parte del edificio prefieren rondar. Había un fuerte olor a moho y humedad. Encendí el faro, que iluminó un vestíbulo de doble altura. No había nadie. Guardé la pistola.

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