Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Al llegar al Adlon conduje el vehículo hasta la entrada de servicio, tal como me habían ordenado, y allí estaba Louis Adlon esperando. Max, el portero, cargó las pertenencias de la familia Weiss en un carrito de equipaje y desapareció por el ascensor de servicio. Ni siquiera esperó la propina. Todo era extraño aquella noche. Entretanto, metimos corriendo a los refugiados en otro ascensor de servicio y los condujimos a la mejor suite del hotel. Era algo típico de Louis Adlon, y yo sabía que su significación no pasaría desapercibida para Izzy.

En el interior de la suntuosa suite, los cortinajes de seda cubrían las ventanas y estaba encendida la chimenea. La esposa de Izzy se ocultó en el baño con los hijos, y Adlon sirvió copas para todos. Apareció Max, que empezó a guardar el equipaje. Aunque no se veía nada de lo que ocurría en el exterior, el bullicio sí se oía. Unos soldados de tropas de asalto se acercaron por Wilhelmstrasse entonando «Muerte a los marxistas». Los ojos de Izzy estaban envueltos en lágrimas, pero intentaba sonreír.

– Parece que ya han encontrado a un chivo expiatorio para el incendio -dijo.

– Nadie lo creerá -dije.

– La gente creerá lo que quiera -dijo Izzy-. Y ahora mismo no quieren creer en los comunistas, es evidente.

Tomó el vaso que le ofreció Louis y brindamos los tres. -Por que vengan tiempos mejores -dijo Louis.

– Sí -dijo Izzy-. Pero me temo que esto acaba de empezar. Sólo ha sido un incendio. ¡Ya verán! Esto va a ser la pira funeraria de la democracia alemana. -Me puso la mano en el hombro con un gesto amistoso y paternal-. Ándese con cuidado, mi joven amIgo.

– ¿Yo? -Sonreí-. Bueno, yo no he tenido que esconderme en la embajada china.

– Oh, para mí hace tiempo que la cosa se acabó. Estábamos preparados para algo así. Hace varias semanas que hicimos las maletas.

– ¿Adónde van, señor?

– A Holanda. Allí estaremos a salvo.

Era evidente que estaba cansado. Agotado. Nos dimos la mano y me marché. No volví a verlo.

Subí al tejado y encontré a Frieda, que contemplaba el incendio con algunos clientes y empleados del hotel. Uno de los camareros de la coctelería del hotel había traído una botella de aguardiente para contrarrestar el aire frío nocturno, pero nadie bebía mucho. Todo el mundo sabía lo que significaba el fuego. Parecía una almenara del infierno.

– Me alegra que hayas vuelto -dijo-. Tengo miedo.

– ¿Por qué? -le pregunté mientras la rodeaba con el brazo-. No hay nada que temer. Aquí estás a salvo.

– No me refería a eso. Bernie, soy judía, ¿recuerdas?

– Lo había olvidado. Lo siento. -La acerqué más a mí y le besé la frente. Su pelo y su abrigo olían mucho a humo, casi como si le hubieran prendido fuego. Tosí un poco y dije-: Para que luego digan del famoso aire de Berlín.

– Estaba preocupada por ti. ¿Adónde has ido?

Una fuerte ráfaga de viento frío y amargo nos llenó la cara de humo. ¿Dónde había estado? No lo sabía. Me sentía torpe, confuso, con la mente en blanco. Tragué saliva con cierta dificultad e intenté responder. El humo me molestaba mucho. Era tan denso que ya no veía el fuego. Ni el tejado del Adlon. Ni a Frieda. Al cabo de un minuto respiré profundamente y me dolió la garganta.

– ¿Dónde estás? -pregunté.

Un hombre me miraba a través del humo. Llevaba una bata blanca y un reloj de oro. Se fijó en mi clavícula y luego la palpó con los dedos, como si buscase algo bajo mi nuez de Adán.

Volví la cabeza sobre la almohada y bostecé.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó el hombre de la bata blanca.

– Me duele un poco al tragar -me oí decir-. Por lo demás, todo bien.

Era moreno y atlético, con una sonrisa tan pulcra y ordenada como las púas de un peine. Su castellano no era gran cosa. Parecía inglés, o quizá americano. Tenía un aliento fresco y perfumado, como sus dedos.

– ¿Dónde estoy?

– En el Hospital Británico de Buenos Aires, señor Hausner. Le hemos operado de tiroides. ¿Recuerda? Soy médico. El doctor Pack.

Fruncí el ceño, intentando recordar quién era Hausner.

– Es usted un hombre afortunado. Verá, la tiroides está situada a ambos lados de la nuez de Adán, como dos ciruelas. Una de ellas era cancerígena. Hemos extirpado esa parte de la tiroides. Pero la otra parte estaba bien. Así que la dejamos en su sitio. Eso significa que no tendrá que pasarse el resto de su vida tomando píldoras de tiroxina. Sólo un poco de calcio, hasta que sus análisis de sangre sean satisfactorios. Dentro de unos días le daremos de alta y volverá a trabajar.

Tenía algo adherido al cuello. Intenté tocarlo, para sentir lo que era, pero el médico me lo impidió.

– Son clips para unir la piel en la zona de la herida -me explicó-. No vamos a coserle hasta que estemos seguros de que todo está en orden.

– ¿Y si no lo está? -pregunté con un graznido.

– Noventa y nueve veces de cada cien sale todo bien. Si el cáncer no se ha extendido desde uno de los lados de la tiroides al otro, probablemente ya no lo hará. No, el motivo por el que no le cosemos todavía es que queremos echar un vistazo a la tráquea. A veces, después de extraer la tiroides o una parte de la tiroides, hay un pequeño riesgo de asfixia. -Blandió un par de pinzas quirúrgicas-. Si eso sucede, desabrochamos los clips con las pinzas y volvemos a abrirle. Pero le aseguro, señor, que es algo sumamente improbable.

Cerré los ojos. No quería ser grosero, pero estaba tan drogado que ni me preocupé de la cortesía. Y me costaba recordar hasta mi verdadero nombre. No me llamaba Hausner, de eso estaba seguro.

– Espero que no se haya equivocado de paciente, doctor -me oí susurrar-. Soy otro, ¿sabe? Otro que fui hace mucho tiempo.

La siguiente vez que me desperté ella estaba junto a mí, apartándome el pelo de la frente. Había olvidado su nombre pero no lo hermosa que era. Llevaba un traje ceñido de color marrón habano y manga corta. Daba la impresión de que la habían liado en el muslo de una cubana. Si hubiese tenido fuerzas, me la habría metido en la boca y le habría dado una calada por los dedos de los pies.

– Toma -dijo, mientras me ponía un collar-. Es un collar le-chaim . Por la vida. Para que te recuperes.

– Gracias, cielo. Por cierto, ¿cómo te has enterado de que estaba aquí?

– Me lo dijeron en tu hotel. -Ojeó mi habitación-. Bonita habitación. Te las has arreglado muy bien solo.

Tenía una habitación individual en el Hospital Británico porque no había habitaciones individuales en el Hospital Americano y porque el coronel Montalbán no quería que vieran al doctor George Pack, del Memorial Sloan – Kettering Cancer Center de Nueva York, cerca del Hospital del Presidente Juan Perón, y sobre todo cerca del Hospital de Evita Perón. Pero no podía contárselo a Anna. Era una habitación muy británica. Había en la pared un bonito retrato del rey.

– ¿Pero por qué aquí y no en el Hospital Alemán? -preguntó Anna-. Supongo que te da miedo que te reconozcan, ¿es eso?

– Es porque mi médico es americano y no habla alemán -respondí-. Y porque no habla muy bien español.

– De todos modos, estoy enfadada contigo. No me dijiste que estabas enfermo.

– No estoy enfermo, cielo. Ya no. En cuanto salga de aquí te lo demostraré.

– De todos modos, si yo tuviese cáncer te lo contaría -dijo-. Pensaba que éramos amigos. Y los amigos están para eso.

– Pensé que creerías que es contagioso.

– No soy tonta, Gunther. Sé que el cáncer no se contagia.

– A lo mejor es que no quería correr ese riesgo.

Me di cuenta de que el rey estaba de acuerdo conmigo. Él tampoco tenía muy buena cara. Vestía un uniforme naval con galones dorados suficientes para abastecer a un barco de oficiales ambiciosos. Se apreciaba el dolor en sus ojos y en los tendones de sus finas manos, pero parecía de esas personas que lo aguantan en silencio. Me di cuenta de que teníamos mucho en común.

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