Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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– Y hablando de riesgos -dije bruscamente-. Lo que te dije iba en serio, cielo. No puedes contar nada de lo que ocurrió. Ni hacer preguntas sobre lo que averiguamos de la Directiva 11.

– No creo que hayamos averiguado gran cosa -dijo-. No estoy tan segura de que seas el gran detective del que me habló mi amigo.

– Pues ya somos dos. En cualquier caso, éste es un tema en el que la gente de este país no quiere que se hurgue, Anna. Llevo mucho tiempo en este negocio y sé reconocer un gran secreto a la legua. No te lo dije antes, pero, cuando mencioné la Directiva 11 a una persona de la SIDE, empezó a retorcerse como una vara de adivinación. Prométeme que no se lo dirás a nadie. Ni siquiera a tus padres ni a tu confesor rabino.

– De acuerdo -dijo malhumorada-. Te lo prometo. No diré nada. Ni siquiera en mis oraciones.

– En cuanto salga de aquí me pondré de nuevo en marcha. A ver qué averiguamos. Mientras, respóndeme a esta pregunta. ¿Qué eres? ¿Católica judía? ¿O judía católica? No sé muy bien cuál es la diferencia. A no ser que te arroje al estanque del pueblo.

– Mis padres se convirtieron al salir de Rusia -dijo-. Porque querían integrarse bien al llegar aquí. Mi padre dijo que ser judío llamaba la atención, que era mejor pasar desapercibido como cualquier otra persona. -Hizo una mueca de contrariedad-. ¿Por qué? ¿Tienes algo contra los católicos judíos?

– Todo lo contrario. Si te remontas en el tiempo, descubrirás que todos los católicos son judíos. Ésa es la grandeza de la historia. Si uno se remonta lo suficiente en el tiempo, hasta Hitler es judío.

– Supongo que eso lo explica todo -dijo, y me besó tiernamente.

– ¿Y eso a qué viene?

– Eso era en lugar de las uvas. Para que te ayude a recuperarte pronto.

– Me ayudará, sin duda.

– Y esto también. Me he enamorado de ti. No me preguntes cómo, porque eres demasiado mayor para mí, pero así es.

Recibí otras visitas, pero ninguna tan maravillosa como Anna Yagubsky, y ninguna me hizo sentir tan bien. Vino a verme el coronel. También Pedro Geller. Y Melville del Richmond Café, que tuvo la amabilidad de ganarme al ajedrez. Era todo muy civilizado y corriente, como si formase parte de una comunidad en lugar de ser un exiliado. Hubo sólo una excepción muy alta y con una cicatriz en la cara.

Medía uno noventa y pesaba unos ciento veinte kilos. Tenía el pelo espeso y oscuro, peinado hacia atrás desde una frente ancha y rugosa, como una boina francesa. Sus orejas eran enormes, como las de un elefante indio, y tenía la mejilla izquierda cubierta de schmisses, cicatrices muy del gusto de los estudiantes alemanes, para quienes un sable de duelo era un entretenimiento mucho más atractivo que un librito de poesía. Vestía una americana de color marrón claro, unos pantalones de franela muy holgados, camisa blanca y una corbata de seda verde. Sus zapatos eran robustos, muy lustrosos, y probablemente contenían una grabación magnetofónica de una plaza de armas. En la mano izquierda tenía un cigarrillo. Supuse que rondaría los cuarenta y pocos. Cuando empezó a hablar en alemán, observé que tenía un fuerte acento vienés.

– Veo que está despierto -dijo.

– ¿Quién es usted? -pregunté, mientras me incorporaba en la cama.

Cogió con sus manazas las pinzas quirúrgicas, las mismas pinzas que abrirían los clips del cuello en caso de que sufriese algún percance en la tráquea, y se puso a jugar al cangrejo con ellas.

– Otto Skorzeny -respondió. Su voz sonaba casi tan ronca como la mía, como si se gargarizase con un electrolito.

– Qué alivio -dije-. Hasta ahora casi todas las enfermeras eran bastante guapas.

– Ya me he dado cuenta -dijo entre risas-. A lo mejor yo también debería ingresar aquí. Todavía me molesta una vieja herida de guerra que sufrí en el cuarenta y uno. Me bombardearon con un cohete Katiuska y me enterraron vivo durante un rato.

– Tengo entendido que es la mejor manera, a la larga.

Volvió a reírse. Sonaba como un sumidero que se vacía.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Otto? -Le llamé Otto porque llevaba abrochados los tres botones de la chaqueta y tenía algo prominente debajo de la axila derecha. Y no pensé que fuera la tiroides.

– Me han dicho que anda por ahí haciendo preguntas sobre mí. -Sonrió, pero era más un modo de estirarse la cara que nada agradable.

– ¿Ah, sí?

– En la Casa Rosada.

– Una o dos, quizá.

– No es muy recomendable, amigo. Sobre todo para un hombre de su posición. -Apretó las pinzas c~n un gesto muy significativo-. ¿Para qué es esto?

– Son pinzas quirúrgicas -respondí, pensando que sería mejor no contárselo en detalle.

– ¿Para extraer uñas de los pies que crecen hacia dentro y cosas así?

– Supongo.

– En una ocasión vi cómo la Gestapo le arrancaba a un hombre las uñas de los pies. Fue en Rusia.

– Me han dicho que es un país fascinante.

– Los cabrones de los rusos aguantan el dolor como nadie -dijo con verdadera admiración-. En una ocasión vi cómo un soldado ruso, al que le habían amputado los dos brazos a la altura del codo una o dos horas antes, se levantó del colchón para ir solo a la letrina.

– Más que pinzas, debían de ser unos buenos alicates.

– Bueno, aquí me tiene. ¿Qué es lo que quiere saber? Y no me venga con ese rollo del pasaporte. O certificado de buena conducta, o lo que sea. ¿Qué quiere saber exactamente?

– Estoy buscando a un asesino.

– ¿Sólo eso? -Skorzeny se encogió de hombros-. Todos lo somos, supongo. -Dejó el cigarro en el cenicero que había en la mesa de noche-. Si no, no estaríamos aquí en Argentina.

– Sí, pero el hombre que busco asesinó a niñas. Chicas jóvenes, al menos. Las destripó como a cerdos. Al principio pensé que alguno de nuestros viejos camaradas había desarrollado un gusto por el crimen psicopático. Ahora sé que es algo totalmente distinto. También hay un caso de desaparición de una chica que puede guardar relación con eso o no. Puede que haya muerto. O que la hayan secuestrado.

– ¿Y pensó que yo podría tener algo que ver con eso?

– El secuestro era uno de sus fuertes, que le llevó a la fama, creo recordar.

– ¿Se refiere a Mussolini? -Skorzeny sonrió-. Eso fue una misión de rescate. Hay mucha diferencia entre sacar del fuego los huevos del Duce y secuestrar a una colegial.

– Ya lo sé. De todos modos me sentí obligado a mirar debajo de todas las piedras. Tenía orden de hacerlo, en cualquier caso.

– ¿Quién le dio la orden?

– No puedo decírselo.

– Me cae bien, Hausner. Tiene cojones. A diferencia de casi todos nuestros camaradas. Yo aquí, intimidándolo discretamente…

– ¿Eso pretende?

– … y usted se niega a que lo intimide, maldita sea.

– Por ahora.

– Podría empezar a quitarle esos clips con las pinzas -dijo-. Apuesto que son para eso. Pero prefiero tener de mi parte a un hombre como usted. En este país no abundan los aliados, los hombres en los que se pueda confiar.

Asintió, como si se diese la razón. Por su cara, y la reputación que tenía, probablemente era lo más sensato que podía hacer. -Sí, me vendría bien tener de mi parte a una buena persona como usted en Argentina.

– Cualquiera diría que me está ofreciendo un trabajo, Otto.

– A lo mejor es que sí.

– Últimamente todo el mundo me ofrece trabajos. A este paso me van a nombrar empleado del año.

– Si permanece con vida, claro.

– ¿Cómo dice?

– No quiero que se vaya de la lengua en nuestro negocio -dijo-. Si se le va la lengua, a mí se me irá la mano.

Lo dijo de un modo que me resultó gracioso. Pero era indudable que lo decía en serio. Por lo que sabía de Otto Skorzeny -coronel de las Waffen-SS, Cruz de Caballero, héroe del Frente Oriental, el hombre que rescató a Mussolini de la custodia británica- habría sido un grave error no tomarlo en serio. Un error garrafal.

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