– Parece lógico, creo. -La Feria de Ganado estaba a pocos metros de donde encontramos a la chica Schwartz, en el parque de Priedrichschain.
Llegamos en pocos minutos. Los días de mercado eran los miércoles y sábados, así que el lugar estaba cerrado y desierto. Pero el restaurante estaba abierto y algunos de los clientes -sobre todo carniceros al por mayor procedentes de Pankow, Weissensee y Petershagen- declararon haber visto a tres hombres persiguiendo a la chica en los rediles. Un dato demasiado impreciso para anotarlo. El cadáver estaba en el matadero. Aparentaba unos veinte años. Le habían disparado en la cabeza a quemarropa. Había un cerco marrón alrededor del orificio de bala. Faltaba la ropa de cintura para abajo y, por el olor de la chica, lo más probable era que la hubieran violado. Pero nada más. No habían practicado ninguna operación quirúrgica en esta pobre criatura.
– Circunstancias que levantan sospechas -dijo Grund al cabo de un rato.
Me hubiera sorprendido que no lo hubiese dicho. -Qué chochito tan mono -comentó.
– Pues nada, adelante, échale un polvo, hale. Espera, que me doy la vuelta.
– Sólo era un decir -dijo-. Pero mira ese chochito. Está casi todo afeitado. No es algo muy común, que digamos. Así pelado. Igual que el de una niña.
Rebusqué en su bolso, que un agente de la Schupo había encontrado a poca distancia del cadáver, y encontré un carné del partido comunista. Se llamaba Sabine Farber, Trabajaba en la sede del KDP cerca de su lugar de residencia. Vivía en Pettenkofer Strasse, junto a Lichterfelde, unos cien metros al este de donde la asesinaron. Me formé una idea bastante clara de lo ocurrido.
– Esos putos nazis -dije con notorio desagrado.
– Ya me estoy hartando -dijo, frunciendo el ceño-. ¿Se puede saber de dónde sacas esa conclusión? ¿De dónde sacas que han sido los nazis? Ya has oído las descripciones que nos han dado los carniceros. Ninguno ha dicho que hubieran visto camisas marrones o esvásticas. Ni un bigote de cepillo de dientes. ¿Cómo sabes que son nazis?
– No es nada personal, Heinrich. -Le lancé el carné del partido de Sabine Farber-. Pero no creo que fuesen testigos de Jehová, intentando convertirla.
Miró el carné y se encogió de hombros, como si sólo concediese vagamente la posibilidad de que tuviera razón.
– Venga -le dije-. Tiene huellas por todas partes. Supongo que los tres hombres que vieron los carniceros eran soldados de tropas de asalto vestidos de paisano para no llamar la atención. Seguramente la esperaron a la salida de la sede del KPD en Bülow Platz. Hace buen día, así que probablemente decidió volver a casa a pie y no se dio cuenta de que la seguían. No se dio cuenta de que esperaban una buena ocasión para agredirla. Cuando los vio, entró aquí corriendo con la esperanza de escapar. Pero la acorralaron e hicieron lo que hacen las valientes tropas de asalto cuando se enfrentan a una terrible amenaza como el bolchevismo internacional. ¿Heinrich?
– Supongo que tienes razón en parte -dijo-. Más o menos.
– ¿Con qué parte no estás de acuerdo? -pregunté.
Grund no respondió. Volvió a guardar el carné de Sabine Farber en el bolso y miró a la chica.,
– ¿Qué dice Hitler? -pregunté-. La fuerza no está en la defensa sino en el ataque, ¿no? -Encendí un cigarro-. Siempre me he preguntado qué querrá decir eso. -Dejé que el humo me carbonizase los pulmones por un instante y luego añadí-: ¿Crees que éste es el tipo de ataque al que se refiere Hitler? ¿Tu gran líder?
– Claro que no -musitó Grund-. Sabes que no.
– ¿Entonces qué? Dímelo. Me gustaría saberlo.
– Déjalo ya, ¿quieres?
– ¿Que lo deje yo? -Me reí-. No soy yo quien tiene que dejarlo, Heinrich, sino la gente que hizo esto. Tus amigos. Los nacionalsocialistas.
– ¿Y tú qué sabes?
– No, en eso tienes razón, no lo sé. Para saberlo se necesita a un hombre como Adolf Hitler. Debería ser detective en este caso. Oye, no sería mala idea. Desde luego, prefiero que sea poli a que se convierta en el próximo canciller de Alemania. -Sonreí-.Y apuesto que tendría un índice de resolución muy superior al mío. ¿Quién mejor que él para resolver los crímenes de una ciudad, si es él quien instiga la mayoría?
– Dios, ojalá no te hubiera escuchado, Gunther. -Grund hablaba apretando los dientes. Debí actuar con más cautela al ver el color de su rostro en aquel instante. Al fin y al cabo era boxeador.
– Pues no me escuches -le dije-. Me vuelvo a Alex para decirles a los de Política que este caso es suyo. Tú quédate aquí a ver si encuentras mejores testigos que esos fabricantes de salchichas. No sé, quizá tengas suerte. A lo mejor ellos también son nazis. Desde luego, feos son un rato. ¿Quién sabe? Hasta puede que te den las descripciones de tres judíos ortodoxos.
Supongo que fue la mueca sarcástica lo que le hizo perder los estribos. Apenas alcancé a ver el puñetazo. Ni me di cuenta. Estaba sonriendo como Torquemada cuando, de repente, aparecí tumbado en el suelo de adoquines como una vaquilla, con la sensación de que me había partido un rayo. Con la vista algo nublada vislumbré a Grund, que estaba de pie sobre mí con los puños apretados, como Firpo mirando con desdén a Dempsey en el suelo, y me gritaba algo. Sus palabras sonaban tenues en mis oídos. Lo único que oía era un ruido agudo e intenso. Después Grund se largó, ahuyentado por un par de agentes, mientras su sargento se agachaba y me ayudaba a levantarme.
Se me despejó la cabeza y moví la mandíbula poco a poco. -El muy cabrón me ha zurrado -dije.
– Pues sí -dijo el poli, buscando mis ojos como un árbitro que duda si la pelea debe continuar-. Lo hemos visto todo, señor.
Por su tono supuse que daba por hecho que yo iba a tomar medidas disciplinarias contra Grund. Pegar a un agente superior era una infracción grave en el Kripo. Casi tan grave como pegar a un sospechoso.
– No, no han visto nada -dije, negando con la cabeza.
El poli era mayor que yo. Probablemente le faltaba poco para jubilarse. Tenía el pelo de color acero pulido y una cicatriz en el centro de la frente, una cicatriz como de bala.
– ¿Cómo dice, señor?
– Que no ha visto nada, sargento. Ninguno de ustedes ha visto nada. ¿Entendido?
– Si usted lo dice, señor -dijo el sargento después de reflexionar unos instantes.
Tenía sangre en la boca pero no había ningún corte. -No hay heridas -dije, y escupí en el suelo.
– ¿Qué pasó? -me preguntó.
– La política -dije-. La protagonista de todo lo que ocurre en Alemania últimamente. La dichosa política.
No volví directamente a Alex. Preferí pasarme antes por el apartamento de Kassner en Donhoff Platz, que no quedaba precisamente de camino, pues estaba en el extremo este de Leipziger Strasse. Paré en el lado norte de unos jardines ornamentales. Las estatuas de bronce de dos estadistas prusianos me miraban a través de un seto de ligustro. Un niño pequeño, de paseo con su madre, contemplaba las estatuas, acaso preguntándose quiénes eran. Yo me devanaba los sesos, pensando cómo habría llegado la dirección privada del doctor Kassner a la lista de nombres que me proporcionó Klein el Judío. Sabía que Kassner estaría aún en el hospital, así que no tenía idea de lo que pretendía averiguar. Pero soy así de optimista. No queda más remedio, para ser detective. Y a veces hay que hacer lo que dice el instinto.
Caminé hasta el portal negro lacado para echar un vistazo más de cerca. Había tres timbres. En uno ponía claramente Kassner. Junto a la puerta había dos macetas de hierro fundido con geranios. Toda la zona irradiaba respetabilidad. Llamé al timbre y esperé. Al cabo de unos instantes, oí una llave que giraba en la cerradura. De pronto se abrió el portal y apareció un joven veinteañero. Me quité el sobrero, inocentemente.
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