Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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– Me fío de su palabra. -Me encogí de hombros-. Bueno, ya entiendo por qué se casó con ella. Bonito edificio. No me importaría nada vivir ahí. -Hice un gesto de contrariedad-. Lo que no entiendo es por qué se habrá casado ella con un tipo así.

Dejé los periódicos en el coche, crucé al otro lado de la plaza y eché un vistazo por la ventanilla del coche aparcado delante del número tres, El quiosquero tenía razón. Estaba lleno de camisas marrones nazis que me miraron con suspicacia cuando pasé por delante. Aparte de unos payasos que había visto en un viejo Ford T unas navidades en el circo, habría sido difícil imaginar mayor estupidez dentro de un coche. En aquel momento me vino todo a la mente. Recordé por qué me sonaba la dirección cuando la vi en el dossier de Kassner. Uno o dos meses antes, otro equipo de homicidios de Alex se había reunido allí con Goebbels para verificar la coartada de un hombre de las SA.

El edificio tenía portero propio, por supuesto. Todos los edificios bonitos de apartamentos en el oeste de la ciudad tenían portero. Probablemente habría algún hombre armado de las SA en el vestíbulo, haciéndole compañía, para garantizar la seguridad de Goebbels. Sin duda lo necesitaba. Los comunistas ya habían atentado varias veces contra la vida de Hitler. No me extrañaba nada que quisieran asesinar a Goebbels. Personalmente, no me hubiera importado darle un guantazo al pequeño sátiro.

Naturalmente, me habían llegado rumores. A pesar de la pezuña hendida y su diminuta estatura, era un tipo bastante mujeriego. En Alex se decía que no era sólo el pie de Goebbels lo que parecía una maza; aunque era corto de estatura, al parecer estaba muy bien dotado en otros aspectos; Goebbels era lo que los macrós habrían llamado un Breslauer, por la salchicha gigante del mismo nombre. Sin embargo, pese a lo poco que me gustaba, me costaba imaginar a Joey el Cojo arriesgándose a ir a cara descubierta a la clínica de urología de Friedrichschain. A no ser que acudiese como paciente privado, fuera de las horas normales de consulta, cuando no había nadie por allí.

Doblé la esquina de apariencia rústica del edificio y me detuve debajo de lo que debía de ser la ventana del baño de Joey. Estaba entreabierta. Miré por encima del hombro hacia atrás. El coche de las tropas de asalto estaba fuera de mi vista. El camión no se veía por ningún lado. Volví a mirar la ventana de cristal esmerilado. Si apoyaba el pie en la juntura horizotal del enladrillado de la planta baja, parecía que podía trepar por la fachada del edificio y acceder a la parte inferior de la ventana. Probé una vez, sólo el tiempo suficiente para comprobar que el baño estaba vacío, y bajé de nuevo a la acera desierta. Aguardé un instante. Ningún soldado de las tropas de asalto vino a apalearme. Menuda seguridad de pacotilla.

La segunda vez, trepé por la fachada y me deslicé rápidamente por la ventana abierta de1baño. Algo jadeante, me senté en el retrete y, mientras esperaba a ver si detectaban mi intrusión, examiné más a fondo la ventana y vi que el marco estaba roto en el alféizar donde enganchaba el pestillo. Aunque la ventana pareciese cerrada, habría sido relativamente sencillo abrirla desde fuera.

Era un cuarto de baño amplio, con un lavabo redondo y las paredes alicatadas con azulejos de color rosa. Había una generosa cantidad de polvos de talco en la alfombrilla. La bañera empotrada era tan honda como una puerta de coche, con una ducha de teléfono por si a Magda le apetecía lavarse la cabeza. Junto a la jabonera encajada en la pared, había una pequeña fotografía enmarcada de Hitler, como si el devoto de Joey tuviera presente a su querido líder hasta en su aseo diario. En sentido perpendicular al baño había un taburete con una pila de toallas suaves y esponjosas, y una mesa a juego con una esponja y una estatua de anticuario que representaba a una señora desnuda. Sobre la mesa había un armario grande con espejo, que, como es natural, abrí. La mayor parte de los estantes eran de Magda. Usaba perfume Joy, Kotex, Nívea, champú Wella, Wellapon, Kolestral y Blondor. En aquel momento la recordé, Recordé las fotos de boda en las revistas. Una boda de invierno. La risueña pareja feliz, cogida por el brazo, en la nieve, acompañada.de varios hombres de las SA -probablemente los mismos patanes negligentes que estaban allí fuera en el coche-y, por supuesto, el propio Hitler. Me pregunto qué habría dicho Hitler si hubiera sabido que la hermosa cabellera rubia, absolutamente aria, de Magda era teñida.

Joey sólo disponía de un estante en el armario. A fin de cuentas parecía que teníamos algo en común. Joey se afeitaba con maquinilla Schick y crema Mennen, y se lavaba los dientes con pasta Colgate. Un bote de crema Anzora para el cabello explicaba que Joey llevase siempre el pelo oscuro tan bien peinado. Al lado, entre una caja de pastillas laxantes Beechams y una colonia Acqua di Parma, había un frasco que contenía unas píldoras azules. Lo abrí y cogí una pastilla. Era la misma píldora que había visto en la consulta de Kassner esa misma mañana. Protonsil. Decidí que había llegado el momento de marchar, no sin antes utilizar el retrete de Joey sin tirar de la cadena. Fue mi modo de agradecerle lo que había escrito sobre mí en su periódico.

Salí por la ventana, volví al coche y me alejé. En Alemania había secretos que convenía guardar a toda costa. No dudé ni un instante que la sífilis de Joey era uno de ellos.

Había nueve cuerpos de inspectores en la jefatura de Alex. El cuerpo A se ocupaba de los asesinatos y el C investigaba los hurtos. Gunther Braschwitz era el jefe del C y estaba especializado en robos con allanamiento de morada. Tenía un hermano menor, Rudolf, que estaba en la policía política, pero no se lo tomábamos en cuenta. Braschwitz era un tipo muy elegante, gran bebedor de champagne. Usaba bombín, bastón con una espada incorporada, a la que a veces se veía obligado a recurrir y, en invierno al menos, llevaba polainas encima de las botas. Conocía a todos los mamparas-los ladrones profesionales de viviendas- y, según decían, al examinar cada caso de robo con allanamiento, era capaz de averiguar quién lo había cometido.

– Klein Carajudío -dije-. ¿Lo has visto últimamente?

– ¿Carajudío? Asegura que se ha vuelto honrado-dijo Braschwitz-. Ha conseguido un trabajo en Heilbronner, en Mohrenstrasse.

– ¿El anticuario?

– Exacto, Ese Carajudío siempre ha tenido buena vista. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Ha vuelto a las andadas?

– No. Pero conoce a una persona que estoy buscando. Un amigo de la viuda que tenía como pareja. Eva Zimmer. -Era una media verdad, pero no quería que Braschwitz me hiciera demasiadas preguntas.

– Pobre Eva -dijo Braschwitz-. Era una buena viuda , la pobre.

Una viuda era alguien que ayudaba a un mampara a despachar sus bienes adquiridos de modo fraudulento. Algunas, como Eva Zimmer, eran actrices profesionales. Se vestían de negro y, con una historia triste muy bien ensayada, intentaban vender oro, plata o joyas robadas a los orfebres minoristas. Hasta el momento en que detuve a Carajudío, Eva y él tenían una de las mejores sociedades de Berlín. Sabía que Carajudío había salido de la cárcel de Tegel seis meses antes, pero no me constaba lo que hacía desde entonces.

Cuando Braschwitz me dijo lo que sabía sobre Carajudío, llaméal Adlon y pregunté a Frieda qué podía decirme sobre Josef Goebbels. Goebbels era cliente habitual del Adlon y Frieda podía proporcionarme información que me parecía útil como cebo para Klein.

Fui caminando a Heilbronner, pero el encargado me dijo que Klein no estaba. A

– Es su hora de comer -dijo-. Seguramente lo encontrará allí enfrente, en la librería Gsellius. Suele ir ahí a la hora del almuerzo.

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