Crucé la calle y eché un vistazo desde el escaparate de la librería. Carajudío estaba allí, en efecto. Lo reconocí al instante. Algo más viejo de lo que lo recordaba, pues un año en el trullo envejece como cinco en libertad. Debo decir que su cara no era especialmente judía. El apodo se debía a los anteojos de joyero que utilizaba: para tasar la mercancía robada. La nariz no era muy grande, pero tenía un olfato estupendo, sobre todo para los polis. Llevaba escasos segundos allí cuando alzó la vista del libro que tenía en las manos y me miró. Le hice señas para que saliese y, algo renuente, accedió. No éramos lo que se dice amigos, pero contaba con que no hubiera olvidado que fui yo quien encontró al macró que apuñaló a Eva Zimmer el año anterior. Un tipo llamado Horst Wessel. Lo malo era que Wessel, que también era miembro de las SA, había sido asesinado, antes de que pudiera detenerlo, por otro chulo llamado Ali Hohler tras un altercado que se desató a propósito de una puta. Como Hohler era comunista, Goebbels erigió estos escabrosos asuntos en melodrama político e inmortalizó a Horst Wessel en una canción que se oía en todo Berlín, cada vez que las SA organizaban una de esas marchas pendencieras por los barrios comunistas. Naturalmente, Goebbels omitió toda referencia a la relación de los protagonistas con los bajos fondos. Entretanto, Hohler fue detenido por uno de mis colegas y condenado a cadena perpetua. Carajudío se sentía muy ofendido porque Goebbels hubiera plasmado al sórdido asesino de Eva Zimmer en una cantinela nazi que exaltaba el pasado heroico de Horst Wessel.
Doblamos por Friedrichstrasse y nos dirigimos al Siechen, donde invité a un par de Nurembergs y lo observé más atentamente. Tenía el rostro demacrado y anguloso, como un garabato que hubiera dibujado Pitágoras en un pergamino antes de formular su teorema.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Gunther?
– Necesito pedirte un favor, Carajudío. Quiero que alguien entre en la consulta de un médico en el Hospital Estatal. Alguien inteligente, que sepa leer y escribir y no sea codicioso. No quiero que robe absolutamente nada.
– Me parece muy bien, porque yo ya me he retirado. Ya no robo.Y no voy por ahí allanando la propiedad privada. Desde que apuñalaron a Eva ya no me dedico a eso.
– Mira, lo único que quiero es que abras un dossier y copies unos datos. Podría hacerlo una secretaria con una llave, pero yo no tengo llave. Para un hombre con tu experiencia, no puede ser más sencillo. -Bebí un trago de cerveza y dejé que Carajudío se explayase conmigo como la espuma de su vaso intacto.
– ¿No me ha oído, comisario? Estoy retirado. La cárcel me reformó. Cuélguese usted la medalla.
– ¿Qué medalla? No puedo darte ninguna medalla, Carajudío, Pero si haces lo que te pido, si copias unos nombres de unos dossieres del hospital, te daré otra cosa.
– No quiero su dinero, guripa.
– Jamás te insultaría ofreciéndote pasta. No, esto es mucho mejor que el dinero. Hasta es algo patriótico; suponiendo que creas en la República, claro.
– Pues no, qué casualidad. Fue la República la que me mandó al trullo.
– Vale, pues llámalo venganza, si quieres. Venganza por Eva. -Bebí otro sorbo para hacerle esperar.
– Desembuche.
– ¿Te apetece joder a Joey Goebbels?
– Soy todo oídos.
– Joey el Cojo vive en el número tres de la Reichskanzlerplatz. En el apartamento de la esquina, planta baja, lado este. Hay una panda de matones de las SA justo delante, así que ándate con ojo. Pero no tienen visibilidad al otro lado "de la esquina, que es adonde da el baño de Joey, Uno de los soportes del marco de la ventana está roto. Te puedes colar en un abrir y cerrar de ojos. Será coser y cantar para un hombre como tú, Carajudío. Yo mismo me colé por allí hace un par de horas. Es un fanático. ¿Sabes que tiene una fotografía de Hitler en la bañera? De todos modos, el apartamento es propiedad de su esposa, Magda. Estuvo casada con un rico industrial llamado Gunther Quandt, que fue muy generoso en las condiciones de divorcio. Le dejó todas las joyas. De las que te gustan a ti. De esas que puedes vender en Margraf. Claro, con las elecciones a la vista, Goebbels sale mucho de casa. Da mítines y esas cosas. De hecho, casualmente sé que Joey va a dar un mitin mañana por la noche en la sede del Partido Nazi en Hedemannstrasse. Será un discurso importante. Todos son importantes de aquí a finales de julio, pero puede que éste sea el más importante de todos. Asistirá Hitler. Después, Magda ofrecerá una recepción en su honor en el Adlon Hotel. Así que hay tiempo de sobra. -Bebí otro sorbo de cerveza y pensé en pedir unas salchichas. La mañana había sido muy ajetreada-. Bueno, ¿qué me dices? ¿Hay trato? ¿Me copias esos nombres, como te pedí?
– Como ya le he dicho, Gunther, me he reformado. Intento llevar una vida honrada. -Carajudío sonrió y me dio la mano-. Pero es lo que tienen los nazis. Sacan lo peor de la gente.
A la mañana siguiente recibí una lista manuscrita de nombres y direcciones de todo Berlín y alrededores. No era tan útil como una lista de sospechosos, pero se aproximaba. Lo único que tenía que hacer era investigarlos uno a uno.
El Registro de Residentes estaba en el ala de la jefatura que daba a la estación de ferrocarril, en la oficina 359. En este departamento del tercer piso cualquier residente en Berlín podía obtener, de forma bastante lícita, la dirección de cualquier otro vecino de la ciudad. Así lo decidieron las autoridades prusianas con buena intención, pensando que la accesibilidad a la información del Estado contribuiría a reforzar la fe en nuestra frágil democracia. Sin embargo, en la práctica sólo sirvió para que las tropas de asalto nazis y los comunistas averiguasen dónde vivían sus adversarios y tomasen las medidas belicosas oportunas. La democracia tiene también sus inconvenientes.
El Registro de Residentes tenía una parte no accesible para el público, aunque sí para la policía, que denominábamos el Directorio del Diablo, porque estaba organizada en sentido inverso. Sólo con buscar el nombre de una calle y un número, el Directorio proporcionaba el nombre de la persona que residía allí. De este modo, tardé sólo una mañana en anotar los verdaderos nombres de los pacientes junto a las direcciones y los nombres falsos que había copiado Klein Carajudío en la consulta del doctor Kassner. Era una tarea rutinaria que normalmente habría delegado en alguno de mis sargentos. Pero nunca he tenido muchas dotes de mando, ni tampoco de obediencia. Además, si hubiera encomendado esa labor a algún sargento, habría tenido que explicar dónde y cómo conseguí la lista. El Kripo era implacable con los guripas pringados en asuntos sucios. Aunque no se pringasen en beneficio propio, sino por cumplir con su trabajo.
Por el mismo motivo, otra tarea rutinaria de la que me tuve que encargar personalmente fue la verificación de los nombres de la lista. Curiosamente, uno de los nombres que encontré al consultar el Directorio del Diablo no tenía nada de rutinario. Era nada menos que el doctor Kassner. Y esperaba averiguar por qué figuraba su dirección particular en una lista de pacientes que participaban en las pruebas clínicas del Protonsil organizadas por Bayer.
Cuando volví a mi mesa de trabajo, Grund tecleaba en mi antigua Carmen muy despacio, dedo a dedo y con mucha fuerza, como si matase hormigas o tocase las notas introductorias de algún concierto ruso muy poco melodioso para piano.
– ¿Dónde demonios te habías metido? -preguntó.
– ¿Dónde demonios estabas tú? -repliqué.
– Ha llamado Illmann. La chica Schwartz dio negativo en la prueba de sífilis. Y Gennat quiere que vayamos a examinar a una chica que apareció muerta en la Feria de Ganado Municipal. Parece que la mataron de un disparo, pero tenemos que echar un vistazo de todos modos, por si acaso.
Читать дальше