– ¿Quiere apartarme del caso, verdad? -pregunté.
– Nadie quiere apartarte del caso, Bernie -dijo Gennat-. Eres uno de los mejores detectives que tenemos. Bien lo sé yo, que al fin y al cabo te formé.
– Pero creemos que será útil incluir a Arthur en el equipo -dijo Izzy-, para que se ocupe de los aspectos más finos de las relaciones públicas.
– ¿Quiere decir que se ocupará de hablar con cabrones como Otto Schwartz y su esposa? -dije.
– Exacto -dijo Izzy-. No podría haberlo dicho mejor.
– Bueno, agradecería cualquier ayuda en ese aspecto -dije, sonriendo a Nebe-. Supongo que tendré que esforzarme para ocultar mis prejuicios cuando hable contigo, Arthur.
– Como los dos estamos del mismo bando… -dijo Nebe con su astuta sonrisa. Parecía imposible provocarle.
– Sí, claro -murmuré.
– Si no te importa, podrías contarnos lo que has descubierto hasta ahora.
No les conté todo, pero casi. Les conté lo de la autopsia y la pastilla de Protonsil y los quinientos marcos y que Anita Schwartz hacía la calle y que empezaba a sospechar que su asesino más probable era un putero que tenía sífilis y quería ajustar cuentas con una puta y probablemente escogió a Anita Schwartz porque su discapacidad la convertía en víctima fácil, y que, en cuanto hablase con el doctor Kassner en la Clínica Urológica del Hospital Estatal, podría obtener una lista de posibles sospechosos. No mencioné que ya la tenía. Y desde luego no mencioné lo que había descubierto sobre Joey el Cojo.
– No conseguirás sonsacarle nada a un médico -dijo Gennat-, ni siquiera con una orden judicial. Se escudará en ese gordo privilegio de la confidencialidad entre médico y paciente y te dirá que te vayas a tomar por culo. -Esto sonó muy bien en boca de un hombre cuyo grueso trasero habría sido la envidia de un acorazado de bolsillo-. Y estará en su derecho. Como sin duda sabrás.
– Normalmente estaría de acuerdo con usted, señor -dije, mientras me levantaba y me inclinaba con una leve reverencia-. Pero creo que olvida una cosa.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué es?
– Creo que olvida que Arthur no es el único policía de Alex que puede hacerse pasar por un puñetero príncipe azul. Yo también. Al menos, si la causa lo merece.
Llamé a la Clínica Urológica para averiguar a qué hora cerraban y me dijeron que a las cinco de la tarde. A las cuatro y media llené un termo y me desplacé en coche a la casa de Kassner en Donhoff Platz. Al llegar, apagué el motor, me serví un café y me puse a leer la prensa que había comprado en Reichskanzlerplatz. Eran del día anterior, pero no importaba gran cosa. En Berlín las noticias eran siempre iguales. Investidura de cancilleres alemanes. Derrocamiento de cancilleres alemanes. Y, entretanto, seguían engrosándose las filas del paro. Y Hitler recorría el país en su Mercedes-Benz diciéndole a la gente que él era la solución de todos los problemas. Comprendo a las personas que creyeron en él. La mayor parte de los alemanes sólo querían forjarse una esperanza de futuro. Conseguir un empleo. Tener un banco solvente. Un gobierno eficaz. Buenas escuelas. Calles seguras. Buenos hospitales. Unos cuantos polis honestos.
A las seis y media apareció el doctor Kassner en un flamante Horch negro. Salí del coche y lo seguí hasta el portal. Al reconocer mi cara sonrió, pero la alegría desapareció de su cara al ver mi traje barato y mi placa del Kripo en la mano.
– Comisario Gunther -dije-. De la jefatura de Alex.
– ¿Así que no es el doctor Duisberg del Sindicato de la Industria Colorante?
– No, señor. Soy detective de homicidios. Estoy investigando el asesinato de Anita Schwartz.
– Me pareció muy joven para estar en el consejo de administración de una compañía tan importante. Bueno, será mejor que entre, supongo.
Subimos a su apartamento. Era un lugar moderno. Mucho nogal blanqueado, piel de color crema y bronces de señoras desnudas de puntillas. Abrió un mueble bar tan grande como un sarcófago y se sirvió una copa. No me ofreció ninguna. Los dos sabíamos que no me la merecía. Se sentó y dejó la copa en un posavasos de madera festoneado, en una mesita de café festoneada. Cruzó las piernas y, sin mediar palabra, me invitó a que tomase asiento.
– Bonita casa -dije, mintiendo-. ¿Vive solo?
– Sí. ¿A qué viene todo esto, comisario?
– Hace unos días apareció muerta una chica en el parque de Friedrichschain. La asesinaron.
– Sí, leí la noticia en el Tempo. Fue algo espantoso. Pero no veo…
– Encontré una de sus píldoras de Protonsil cerca del cadáver.
– Ah, entiendo. Y cree que alguno de mis pacientes podría ser el presunto asesino.
– Es una posibilidad que quisiera explorar, señor.
– Podría ser una mera coincidencia. Se le podría haber caído la pastilla a alguno de mis pacientes que hubiera salido a pie de la clínica varias horas antes de que apareciese el cadáver.
– Eso no cuela. La pastilla no llevaba mucho tiempo allí. Había llovido por la tarde. Las pastilla apareció en perfectas condiciones. y aparte está la chica. Era una prostituta juvenil.
– Señor, qué escándalo.
– Una teoría que estoy investigando es que el asesino podría haber contraído una enfermedad venérea a través de una prostituta.
– Lo cual le dio motivos para matar a alguna. ¿Es eso?
– Es una posibilidad que quisiera explorar.
– ¿Ya qué viene la estúpida pantomima de.la clínica? -preguntó Kassner pensativo, después de beber un sorbo.
– Quería ver la lista de los pacientes que trata con Protonsil.
– ¿No podía habérmelo pedido legítimamente?
– Sí, pero entonces no me la hubiera enseñado.
– Así es, en efecto. Habría sido poco ético. -Sonrió-. ¿Y usted qué es, un memorión o qué? ¿Esperaba recordar todos los nombres de la lista?
– Algo así. -Me encogí de hombros.
– Pero había bastantes más nombres de los que podía retener. Por eso ha venido aquí. Ya mi casa, en lugar de la clínica, porque esperaba que así fuera más fácil que yo olvidase mi deber de confidencialidad entre médico y paciente.
– Sí, algo así.
– Mi principal deber, comisario, es para con mis pacientes.
Algunos están gravemente enfermos. Suponga por un instante que le revelo sus identidades. Y suponga que después interroga a alguno. O a todos. Pensarían que hemos traicionado su confianza. No volverían a la clínica para completar el tratamiento. En cuyo caso seguirían infectando a la gente por ahí. Etcétera, etcétera. -Se encogió de hombros-. ¿Entiende lo que quiero decir? Lamento que haya habido un asesinato. Pero debo tener en cuenta el panorama general.
– Éste es mi panorama general, doctor Kassner. La persona que mató a Anita Schwartz es un psicópata. La mutiló de una forma espantosa. Las personas que matan así suelen reincidir. Quiero encontrar a este maníaco antes de que eso ocurra. ¿Está preparado para que recaiga sobre sus hombros el cargo de conciencia de otro crimen?
– Lo que dice es muy sensato, comisario. Es un dilema, ¿no le parece? Lo mejor sería llevar el caso al Comité Prusiano de Ética Médica y que ellos decidan.
– ¿Cuánto tiempo llevaría ese proceso?
– Una o dos semanas -respondió Kassner con la mirada imprecisa-. Quizá un mes.
– ¿Y qué cree que decidirían?
– No me gusta anticiparme a las resoluciones del comité -dijo Kassner con un suspiro-. Seguro que ocurre lo mismo en la policía. Hay que observar el debido procedimiento. Aunque no parece que usted lo haya respetado mucho. Me pregunto qué pensarían sus superiores si supieran cómo me ha tratado. No obstante, supongamos que el comité rechaza su solicitud. Es una posibilidad realista, creo yo. ¿Qué haría entonces? Supongo que intentaría interrogar a todas las personas que entrasen en la clínica. Debe tener en cuenta que las que se someten a las pruebas clínicas sólo son un pequeño porcentaje. La gran mayoría de mis pacientes, y me refiero a la gran mayoría, comisario, sigue tratándose con Neosalvarsan. ¿Y qué ocurriría entonces? Espantaría a la gente, claro, y tendríamos una epidemia de enfermedades venéreas en Berlín. Tal como están las cosas ahora, apenas logramos controlar la enfermedad. Hay decenas de miles de personas que padecen sífilis en esta ciudad. No, comisario, lo que le sugeriría es que siguiese otra línea de investigación. Sí, señor, creo que sería lo mejor para todos los implicados.
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