Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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– ¿Qué sabe sobre el trabajo que hacemos aquí? -preguntó.

– Sólo sé que están trabajando en una nueva Bala Mágica -respondí-. No soy doctor en medicina. Soy ingeniero químico. Mi fuerte son los colorantes. Explíqueme las cosas como a cualquier lego culto.

– Bueno, como probablemente sabrá, los fármacos de sulfa son agentes antimicrobianos sintéticos que contienen sulfonamidas. Uno de esos fármacos, llamado Protonsil, fue sintetizado por Josef Klarer en Bayer y probado en animales por el doctor Domagk. Con éxito, por supuesto. Desde entonces estamos probándolo en un grupo reducido de pacientes externos que padecen sífilis y gonorrea. Pero, con el tiempo, esperamos que el Protonsil sea efectivo en el tratamiento de una amplia gama de infecciones bacterianas del organismo. Curiosamente, no tiene ningún efecto en el tubo de ensayo. Su acción antibacteriana sólo opera en el interior de los organismos vivos, lo que nos lleva a sospechar que el fármaco se metaboliza adecuadamente en el interior del cuerpo, o eso esperamos.

– ¿En cuántas personas lo están probando? -pregunté.

– Bueno, acabarnos de empezar. Por ahora hemos administrado Protonsil a cincuenta hombres y veinticinco mujeres, aproximadamente; para ellas hay una clínica aparte, claro, en el Charité. Algunos pacientes acaban de contraer una enfermedad venérea y otros la padecen desde hace tiempo. Esperamos probar el fármaco en unos mil quinientos o dos mil voluntarios a lo largo de dos o tres años.

Asentí, deseando que Illmann hubiera venido conmigo. Al menos él podría haber formulado alguna pregunta pertinente; incluso alguna impertinente.

– Hasta ahora -continuó Kassner-los resultados han sido muy alentadores.

– ¿Puedo ver el aspecto del fármaco?

Abrió el cajón de la mesa, sacó un frasco y vertió varias píldoras azules en mi mano enguantada. Eran exactamente iguales que la que encontré cerca del cadáver de Anita Schwartz.

– Por supuesto, la píldora no tendrá este aspecto cuando concluyan las pruebas. La profesión médica es muy conservadora y prefiere las píldoras blancas. Por el momento son azules para distinguirlas del resto de los fármacos que utilizamos.

– ¿Y sus apuntes sobre el grupo de estudio? ¿Puedo ver algún caso?

– Por supuesto. -Kassner se volvió hacia un archivador de madera que no tenía llave. Levantó la cubierta frontal y abrió la gaveta superior-. Aquí hay un dossier que contiene unos escuetos apuntes sobre todos los pacientes que han sido tratados con Protonsil hasta la fecha. -Abrió el dossier y me lo entregó.

Saqué los quevedos de mi padre. Un detalle simpático pensé, y me los coloqué en el puente de la nariz. Ahí estaba mi lista de sospechosos, me dije. Con aquellos nombres muy bien habría podido resolver el caso en menos de lo que se tarda en curar la sífilis. ¿Pero cómo iba a retener semejante lista de nombres? No podía memorizarla. Tampoco podía pedírsela prestada. Sin embargo, un nombre mellamó la atención. O tal vez no era el nombre

– Behrend-, sino la dirección. La Reichskanzlerplatz, en el extremo oeste de la ciudad, cerca de Grunewald, era sin duda una de las zonas más selectas de la ciudad. Y por algún motivo me sonó familiar.

– Como probablemente sabrá -continuó diciendo Kassner-, el problema del Salvarsan es que es un poco más tóxico para el microbio que para el huésped. No se presenta ese problema con el Protonsil Rubrum. El hígado humano lo procesa de forma bastante efectiva.

– Excelente -murmuré, mientras continuaba revisando la lista. Pero cuando vi dos Johann Muller, un Fritz Schmidt, un Otto Schneider, un Johann Meyer y un Paul Fischer, empecé a sospechar que la lista no era lo que yo esperaba. Eran cinco de los apellidos más frecuentes de Alemania-. Dígame, doctor. ¿Los nombres son auténticos?

– A decir verdad, no lo sé -reconoció Kassner-. No les pedimos el carné de identidad, pues si no, no se presentarían voluntarios para la prueba clínica. La confidencialidad del paciente es importante en las enfermedades morales.

– Sobre todo teniendo en cuenta que los nacionalsocialistas no paran de hablar sobre la limpieza moral en esta ciudad -dije. -Pero las direcciones son auténticas. Pedí que las pusieran para mantener correspondencia con nuestros pacientes durante un tiempo y hacer un seguimiento de su estado.

Le devolví el dossier y observé cómo lo dejaba en la gaveta superior del archivador.

– Bueno, muchas gracias por su tiempo-le dije, cuando me levantaba-. Elaboraré un informe provisional favorable para el Sindicato de la Industria Colorante sobre el trabajo que desarrollan aquí.

– Le acompaño al coche, Herr Doctor.

Salimos. Carl Mirow arrojó el cigarrillo y abrió la pesada puerta del coche. Si el doctor Kassner tenía alguna duda acerca de mi identidad, se disipó de inmediato al ver al chófer uniformado y una limusina tan grande como un HeinkeI.

Carl me llevó a Dragonerstrasse y me dejó delante de mi edificio. Se alegró de perderme de vista y, sobre todo, de perder de vista la Dragonerstrasse, que no era un sitio apropiado para un chófer con un Mercedes-Benz 770. Subí a mi apartamento, me cambié de ropa y volví a salir. Entré enmi coche y me dirigí hacia el oeste de la ciudad. Tenía una comezón repentina que quería calmar.

El número tres de Reichskanzlerplatz era un moderno edificio de apartamentos, situado en el barrio residencial más rico de Berlín. Algo más al oeste estaban el hipódromo de Grunewald y el estadio de atletismo, donde algunos berlineses esperaban que se celebrasen los Juegos Olímpicos de 1936. A mi difunta esposa le gustaba mucho esta zona. Al sur del hipódromo estaba el restaurante Seechsloss donde le pedí que nos casásemos. Aparqué y me dirigí a un quiosco a comprar cigarrillos y acaso cierta información.

– Déme unos Reemtsmas, el New Berliner , el Tempo y The Week -dije. Le mostré mi placa de identidad-. Nos han informado de que ha habido un tiroteo por esta zona. ¿Ha visto algo?

– Sería un tubo de escape -dijo el quiosquero, que iba vestido de traje, con sombrero austríaco y bigotito hitleriano-. Pero yo llevo aquí desde las siete de la mañana y no he oído nada.

– Ya me figuraba, pero quería asegurarme -dijo-. De todos modos, habrá que comprobarlo.

– No suele haber problemas por aquí- dijo-. Aunque podría haberlos.

– ¿A qué se refiere?

Señaló el lado opuesto de la Reichskanzlerplatz, en la intersección con Kaiserdamm.

– ¿Ve aquel coche?-Señalaba un Mercedes-Benz verde oscuro, aparcado justo delante del número tres.

– Sí.

– En ese coche hay cuatro hombres de las SA-dijo. Señalando al norte, hacia Ahorn Allee, añadió-: Y otro camión lleno de SA por allí.

– ¿Cómo sabe que son de las SA?

– ¿No se ha enterado? Han levantado la prohibición de los uniformes.

– Ah, claro, era hoy. Menudo poli estoy hecho. Ni siquiera me había dado cuenta. ¿Y quién vive por ahí? ¿Ernst Rohm? -Ernst Rohm era el líder de las SA.

– No, no. Aunque viene a veces de visita por aquí. Le he visto entrar ahí en alguna ocasión. En el apartamento del bajo, en la esquina del número tres. La propietaria es la señora Magda Quandt.

– ¿Quién?

– Para ser un guripa que lee tantos periódicos como usted, no está muy informado-dijo el quiosquero con una sonrisa.

– ¿Yo? Sólo miro las fotografías. Pero haga el favor de educarme un poco. -Le entregué un billete de cinco-. Quédese el cambio.

– Magda Quandt. Se casó en diciembre pasado con Josef Goebbels. Lo veo todas las mañanas. Sale a comprar todos los periódicos.

– Supongo que sale a ejercitar el pie deforme.

– No está tan mal.

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