Miró con malevolencia a los numerosos judíos que entraban en la Nueva Sinagoga. Con las luengas barbas, las camisas blancas, los abrigos negros, los sombreros de ala ancha y las gafas, parecían pioneros miopes americanos del siglo XIX.
Caminamos hacia el extremo de la Friedrichstrasse, esquina con Oranienburger, donde se plantaban las putas más especializadas que pretendía encontrar.
– ¿Sabes lo que pienso? -dijo Grund.
– Sorpréndeme.
– Los tipos de la Friedrichstrasse deberían vestir como los demás. Como los alemanes. No como bichos raros. Deberían integrarse más. Así la gente no tendría tantas ganas de meterse con ellos. Es la naturaleza humana, ¿no? El que intenta diferenciarse, el que Se mantiene al margen, está pidiendo a gritos problemas, ¿no? Al menos deberían vestirse como los alemanes normales.
– ¿Quieres decir que deberían llevar una camisa marrón, botas altas, bandolera y un brazalete con la esvástica? ¿O pantalones cortos de piel y camisas de flores? -Me reí-. Sí, ya. Alemanes norma.les, claro.
– Ya sabes a qué me refiero, jefe. Alemanes.
– Sabía lo que era eso cuando estaba en las trincheras, pero ahora no estoy tan seguro.
– Eso es precisamente lo que quiero decir. Esos cabrones han difuminado las cosas. Han hecho menos evidente lo que significa ser alemán. Supongo que por eso les va tan bien a los nazis. Porque nos ofrecen una idea clara de nuestra propia identidad.
Podría haber dicho que esa idea de nuestra propia identidad no me gustaba nada, pero no estaba de humor para discutir de política con él. Otra vez no. Al menos en aquel momento.
En Berlín había putas para todos los gustos. La ciudad ofrecía una amplia carta del erotismo, a veces no tan erótica. Si uno sabía lo que quería y dónde podía encontrarlo, lo más probable es que satisficiese hasta los gustos más peculiares. El que quería acostarse con una vieja -lo que se dice una vieja, una vieja decrépita debía dirigirse a Mehnerstrasse, que, por motivos obvios, se conocía popularmente como la calle de las Viejas. Si prefería una gorda -lo que se dice una gorda, de esas que tienen un hermano gemelo que es un luchador de sumo japonés-, entonces tenía que pasarse por Landwehrstrasse, también llamada la calle de las Gordas. Si su especialidad eran las madres y las hijas, podía solazarse en Gollnowstrasse, la calle del Incesto. Los caballos de carreras, las putas que se dejaban azotar, frecuentaban los salones de belleza y relax de los alrededores de Hallesches Tor. Las embarazadas -lo que se dice embarazadas, no chicas con cojines embutidos en faldas de peto- estaban en Munzstrasse, también conocida como la calle de la Moneda porque, según decían, era un lugar donde se vendía de todo, absolutamente de todo.
A diferencia de Grund, yo evitaba los comentarios morales referidos al negocio del sexo berlinés. ¿Qué cabía esperar de las mujeres en un país con casi dos millones de hombres muertos en la guerra, y otros tantos fallecidos -como mi propia esposa- a causa de la gripe? ¿Qué cabía esperar de un país plagado de inmigrantes rusos desde de la Revolución bolchevique, un país aquejado por la inflación, la depresión y el desempleo? ¿Qué importaban la convención y la moral cuando todo lo demás -el dinero, el trabajo, la propia vida- era tan poco fiable? Era muy difícil no escandalizarse por el comercio que se desarrollaba en el extremo norte de la Oranienburger Strasse. Era muy difícil no sentir el deseo de bombardear desde el aire la ciudad, para purgarla del mercado ilícito de la carne humana, al contemplar la vida de las prostitutas marginales, amacílentas e impávidas, colectivamente conocidas como los guijarros . Quien quisiera cepillarse a una mujer con una sola pierna, un solo ojo, joroba o cicatrices espantosas, debía acudir al extremo norte de Oranienburger Strasse y revolver entre los guijarros . Se ocultaban entre las sombras, a la entrada del desaparecido Nido de Cigüeña, o en la vieja galería de Kaufhaus o, a veces, en el interior de un club llamado la Media Azul, sito en la esquina con Linenstrasse.
Había muchas mujeres con las que podíamos hablar, pero yo buscaba a una en concreto, una puta llamada Gerda y, como no la encontramos en la calle, decidí probar en la Media Azul.
El portero estaba sentado en un alto taburete delante de la taquilla. Se llamaba Neumann y era un tipo al que de vez en cuando lo utilizaba como informante. En tiempos había trabajado para la banda de las Libélulas que operaba desde Charlottenburg, pero ahora no podía acercarse a aquella zona, pues de alguna manera los había traicionado. Neumann no era tan fornido para ser portero de club de alterne, pero tenía una de-esas caras curtidas, de aire criminal, que daban la impresión de que le importaba todo un rábano, lo cual equivale, algunas veces, a un simulacro de bravuconería. Además (casualmente yo lo sabía) tenía un bate de béisbol americano escondido detrás del taburete y no tardaba mucho en utilizarlo.
– Comisario Gunther -dijo con nerviosismo-. ¿Qué le trae por la Media Azul?
– Estoy buscando a una pelandusca.
– ¿No lo son todas, señor? -preguntó Neumann con una amplia sonrisa, que ponía al descubierto los dientes cariados como veinte colillas-. Las tipas que revolotean por aquí.
– Ésta es un guijarro -precisé.
– Nunca hubiera pensado que te gustasen ésas. -Desplegó una espantosa sonrisa de oreja a oreja, disfrutando de la turbación que esperaba Ver en mí.
– No te creas que me incomoda preguntarte por ella, porque no es así -le dije-. Lo único que me incomoda es lo que pensará tu dentista, Neumann. Se llama Gerda.
Los dientes desaparecieron tras los labios finos y resquebrajados, que estaban nerviosos y trémulos, como un pez con un anzuelo en la boca.
– ¿Gerda, como la niña que rescata a su hermano Kay en La reina de las nieves ?
– Exacto. Sólo que ésta no es tan pequeña. Ya no tanto. Además, le falta un brazo y una pierna, aparte de unos cuantos dientes y la mitad del hígado. ¿Está aquí o tengo que llamar a los muchachos del E?
E era el cuerpo de inspectores E, la sección del Departamento IV que se ocupaba de todos los asuntos relativos a la moral o, más frecuentemente, a la falta de moral.
– No, no será necesario, Herr Gunther. Se está divirtiendo ahora, eso es todo. -Sacó un grillo de adiestrador de perros, que llevaba sujeto a una cadena en el cinturón, y lo presionó tres veces, provocando un estrépito considerable-. ¿Qué ha sido de su sentido del humor, comisario?
– Parece que va menguando con cada plebiscito.
Tras los chasquidos del grillo, se abrió desde dentro la puerta del club. En el último peldaño de un empinado tramo de escaleras apareció otro portero, pero éste con muy buena musculatura.
– Dichosos nazis -dijo Neumann riendo entre dientes-. Ya sé lo que quiere decir, comisario. Todo el mundo dice que nos van a cerrar todos los locales en cuanto lleguen al poder.
– Sinceramente, eso espero -comentó Grund.
– Gerda está abajo -dijo Neumann fríamente, lanzando a Grund una mirada de desagrado.
– ¿Cómo consigue bajar las escaleras con una sola pierna y un solo brazo?-preguntó Grund.
– Despacio-· respondió Neumann después de mirarme a mí y luego a Grund, con una sonrisa que bailaba en el maltrecho parque infantil de sus labios. Y soltó una carcajada atronadora, que disfruté tanto como él.
– Te crees muy gracioso, ¿eh? -dijo Grund, al que no le hizo ninguna gracia.
– Olvídelo -dijo Neumann a Grund, empujándole para que traspasase la puerta y bajase al club-. Es allí al fondo.
Gerda no había cumplido todavía los treinta años, aunque no se notaba. Bien podría haber pasado por cincuentona. La encontramos sentada en una silla de ruedas, a escasa distancia de un pequeño escenario donde una intérprete de cítara y una cabaretera competían por ver cuál de las dos aparentaba un mayor grado de aburrimiento. Según mis cálculos, la bailarina habría ganado por un par de tetas mustias. En la mesa, delante de Gerda, había una botella de aguardiente barato, que seguramente habría pagado el hombre que estaba sentado a su lado, un tipo que, visto más de cerca, resultó ser una mujer.
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