Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– Ya me has hablado de ese Plogojowitz.

– Aquí no pronuncies fuerte ese apellido -dijo Adamsberg echando una ojeada a la sala.

– ¿Por qué?

– Ya te lo dije. Peter Plogojowitz es un vampiro, el primero. Vive aquí.

Adamsberg exponía el hecho con naturalidad, como acostumbrado a la creencia de Kisilova. El rostro preocupado de Veyrenc lo sorprendió.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿No entiendes que haya que hablar bajo?

– No entiendo lo que haces. ¿Persigues a un vampiro?

– No exactamente. Persigo al descendiente de un vampiro víctima de un vampiro en todo su linaje desde 1727.

Veyrenc sacudió lentamente la cabeza.

– Sé lo que hago, Veyrenc. Pregunta a Arandjel.

– El que tiene la llave.

– Sí. Es el que impide a Plogojowitz salir de su tumba. Está al final del claro, en la linde del bosque, no muy lejos de la cabaña donde dormiste. Igual sabes de cuál te hablo.

– No -dijo con firmeza Veyrenc, como si rechazara la existencia misma de esa tumba.

– Olvida a Plogojowitz -dijo Adamsberg ahuyentando el equívoco de un manotazo-. Limítate a buscar los apellidos de tus antepasados maternos, o sea los de Zerk. ¿Los conoces al menos?

– Muy bien. Practiqué la genealogía hasta el hartazgo.

– Perfecto. Escríbelos en el mantel. ¿Hasta cuándo puedes remontarte?

– Hasta 1766, con veintisiete apellidos.

– Será suficiente.

– No es complicado de establecer, todos los antepasados se casaron con los del pueblo de al lado. Los más audaces llegaron a seis kilómetros. Imagino que hacían el amor en el puente chico del Jaussène.

– Es la tradición, por lo que parece.

Adamsberg arrancó el trozo de mantel cuando Veyrenc hubo acabado su lista, que no contenía el menor rastro de Paole.

– Escúchame bien, Veyrenc. El asesino de Pierre Vaudel-Plog y de Conrad Plögener pertenece al linaje de Arnold Paole, muerto en 1727 en Medwegya, no lejos de aquí. Zerk no desciende de ningún Paole. O sea que sólo nos quedan dos soluciones para tu sobrino.

– Deja de llamarlo «mi sobrino». También es tu hijo.

– No tengo ganas de decir «mi hijo». Prefiero decir «tu sobrino».

– Ya lo había entendido.

– Una de dos, o tu sobrino cometió los crímenes manipulado por un Paole, o los cometió un Paole que dejó el pañuelito de tu sobrino. En ambos casos, hay que encontrar al descendiente de Arnold Paole.

Danica ponía dos vasitos en la mesa.

– Cuidado -dijo Adamsberg-. Es rakija.

– ¿Y?

– Prueba. Nunca habría muerto en el panteón si hubiera tenido rakija.

– Froissy -dijo Veyrenc con cierta nostalgia al recordar las tres botellitas de coñac-. ¿Y cómo vamos a encontrar un descendiente de Paole?

– Sabemos una cosa de él. Es un Paole quien tiene influencia en tu sobrino y quien lo conoce lo suficiente para poder imitarlo. Busca a alguien en su entorno, una figura paterna de sustitución a quien vea a menudo, a quien admire, a quien tema.

– Tiene veintinueve años. No sé gran cosa de su vida desde que está en París.

– ¿Y su madre?

– Su madre se casó hace cuatro años, vive en Polonia.

– ¿No ves a nadie que corresponda?

– No. Y eso no explica, si no cometió el asesinato, que ante ti se jactara de haberlo hecho.

– Sí -dijo Adamsberg invirtiendo los papeles-. Transformación de Armel en Zerk, para él es un chollo. Pasa de bueno a malo, de débil a poderoso. Si un Paole lo ha manipulado, habrá contado con eso. «El hijo mata al padre.» Es lo que me dijo. Armel es avisado por Mordent, obedece y se fuga, y descubre el periódico. ¿Estás de acuerdo?

– Sí.

– Su cara está en la primera plana de los periódicos, bruscamente se ha convertido en un personaje eminente, un monstruo impresionante, opuesto al comisario Adamsberg. Primero es el estupor. Pero luego es la ocasión. ¡Qué poder nuevo le acaba de caer en las manos! ¡Qué formidable oportunidad de vengarse de su padre! ¿Qué peligro había en interpretar ese papel por un día? Ninguno. ¿Qué ganaba con eso? Mucho: laminar al padre, mostrarle su falta, hacerle sentir vergüenza y culpabilidad. ¿Se plantea la cuestión del pañuelo? ¿De la presencia de su ADN en el lugar del crimen? Ni siquiera. Simple error de análisis según él, que quedará rectificado en poco tiempo. Como lo demuestra el que le hayan dicho que huya, en espera de que todo vuelva a la normalidad. No tiene mucho tiempo, es una suerte, un golpe del destino, quiere aprovecharlo. Presentarse en casa del padre, vestido como lo exige el guión. Hablar como un asesino, convertirse en Zerk, insultar, destruir a ese hijoputa de Adamsberg. Mira, Adamsberg, mira, tu hijo es un criminal, tu hijo te domina y te aplasta. La culpa es tuya, ve a sufrir como sufrí yo. Arrepiéntete, chilla, es demasiado tarde. Y luego irse, la broma ha surtido efecto, el remordimiento y la angustia han penetrado en la cabeza de Adamsberg, el padre está inmovilizado, la venganza está hecha. Tu sobrino no es tan dulce como crees.

– Contigo.

– Sí. Ya está satisfecho, purgado. Pero no se publica ningún desmentido acerca del ADN. Sigue siendo el asesino de Garches. La broma se invierte. Necesitaría a su padre, pero lo ha confesado todo, lo ha reconocido todo. Aterrorizado, Armel se oculta, condenado a huir. Una salida que cualquier hombre un poco hábil y manipulador podía prever. ¿Quién? Un tipo que lo conoce desde hace mucho tiempo, un tipo que lo tiene dominado.

– El jefe del coro -dijo Veyrenc dando un golpe en la mesa con el vaso-. Germain. Lo tiene dominado. Nunca me cayó bien, ni a mi hermana, pero Armel lo encaja todo.

– Explica.

– Armel es tenor, cantaba en el coro de Notre-Dame de La Croix-Faubin desde los doce años. Muchas veces lo acompañé, asistí a los ensayos. El jefe del coro lo sojuzgó. Es su estilo.

– ¿De qué manera?

– Dándole una de cal y otra de arena, alternando alabanzas y humillaciones. Armel se volvió como de plastilina en sus manos. No era su única presa. Germain tenía una buena quincena de personas dominadas. Luego se fue a ejercer en París y, al final, la cosa paró. Se acabó Notre-Dame de La Croix-Faubin. Pero cuando Armel fue a trabajar a París, la cosa volvió a empezar. Cantó el solo en una misa de Rossini y tuvo su éxito. Estaba encantado. A los veintiséis años, volvió a transformarse en cera. Hace dos años, Germain fue procesado por acoso, y el coro se disolvió. El tonto de Armel estaba disgustadísimo.

– ¿Seguía viéndolo?

– Él asegura que no, pero creo que miente. Es posible que el tipo lo invite, le gusta oír a Armel cantar sólo para él. Eso halagaba al niño y sigue halagando al adulto. Armel se siente importante para el padre, y el padre entonces lo posee.

– ¿El padre?

– En el sentido religioso. El padre Germain.

– ¿Conoces su verdadero nombre?

– No. No lo llamábamos de otra manera.

Danglard había salido de la Brigada, se había quitado el traje y yacía en camiseta delante del televisor, tomándose pastillas para la tos una tras otra para tener ocupadas las mandíbulas. Tenía el móvil en una mano, las gafas en la otra, comprobaba cada cinco minutos si lo llamaban. Las quince cero cinco, llamada del extranjero, el 00381. Se enjugó las mejillas con el pañuelo, descifró el texto: «Salido de la tumba. Buscar padre Germain, coro N.-D. Croix-Faubin».

Pero ¿qué tumba, maldita sea? Danglard tecleó rápidamente con las manos húmedas, la garganta anudada de ira y los músculos relajados de alivio: «¿Por qué no avisó antes?».

– Sin cobertura. Desfase horario -contestó Adamsberg-. Entonces he dormido.

Es verdad, pensó Danglard con remordimiento. No se extrajo del sótano hasta las doce y media, remolcado por Retancourt.

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