Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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En la noche tumbal, que me…

Era uno de los versos que Danglard solía mascullar, entre mil más. Pero no recordaba el final.

En la noche tumbal, que me…

Ya no sentía la parte inferior de las piernas. Moriría allí, como un vampir, con la boca sellada y los pies atados. De este modo ya no pueden salir. Pero Peter Plogojowitz lo había hecho. Se había reavivado como la llama a partir de una nadería de sus propios escombros. Se había adueñado de Jaichgueit, de la mujer de ese Dante y de las jóvenes colegialas. Había seguido sojuzgando a la familia vampirizada de ese soldado serbio. Familia vengadora de la que descendía sin duda alguna el pirado de Zerk, pero ya no podría enviar texti a Danglard para saberlo. Cabrón de Weill, que le había hecho quitar el GPS. ¿Por qué?

En la noche tumbal, que me consolaste [4] .

Había encontrado el final del verso. Respiraba a pequeñas bocanadas, más dificultosas que hacía un rato. Asfixia más rápida todavía de lo que había pensado. Zerk sabía lo que hacía.

¿Hacía un rato, cuándo? Debía de hacer una hora que Zerk había abandonado el cementerio. No oía la campana de la iglesia para guiarlo. Demasiado lejos del pueblo. Ni podía ver sus relojes, ni siquiera capaces de darles la hora de las meadas de Lucio.

En la noche tumbal, que me consolaste.

Había una continuación en ese poema, algo como los suspiros de la santa y los gritos del hada. Sí, como Vesna.

Una respiración, otra. La suya.

Arnold Paole. Había recordado el nombre del soldado vencido por Peter Plogojowitz. Y eso no lo olvidaría nunca.

36

Danica entró sin llamar en la habitación de Vladislav, encendió la lámpara de la mesilla, sacudió al joven.

– No ha vuelto. Son las tres de la mañana.

Vlad levantó la cabeza, la dejó caer de nuevo en la almohada.

– Es un madero, Danica -masculló sin tomarse el tiempo de pensar-. No actúa como los demás.

– ¿Un madero? -repitió Danica conmocionada-. Dijiste que era un amigo que había sufrido un shock mental.

– Un shock psicoemocional. Lo siento, Danica, se me pasó. Pero es madero. Que ha sufrido un shock psicoemocional.

Danica se cruzó los brazos en el pecho turbada, ofendida, revisitando la noche anterior en los brazos de un policía.

– ¿Y qué pinta aquí? ¿Sospecha de alguien de Kiseljevo?

– Está tras la pista de un francés.

– ¿Quién?

– Pierre Vaudel.

– ¿Por qué?

– Alguien de aquí podría haberlo conocido hace tiempo. Déjame dormir, Danica.

– ¿Pier Vaudel? No me suena -dijo Danica mordisquaéandose la uña del pulgar-. Pero no recuerdo los nombres de los turistas. Habría que mirar en el registro. ¿Cuándo fue? ¿Antes de la guerra?

– Mucho antes, creo. Danica, son las tres de la mañana. ¿Qué haces exactamente en mi habitación?

– Ya te lo he dicho. No ha vuelto.

– Ya te he contestado.

– No es normal.

– Nada es normal con un madero, eso lo sabes.

– Aquí no hay nada que hacer por las noches, ni siquiera para un policía. No se dice «madero», Vladislav, se dice «policía». No te has convertido en un joven muy educado. Pero tu Dedo tampoco lo era.

– Deja a mi Dedo, Danica. Y deja los convencionalismos. Tú tampoco los respetas tanto.

– ¿Qué quieres decir?

Vlad hizo un esfuerzo y se sentó en la cama.

– Nada. ¿Tanto te preocupa?

– Sí. ¿Lo que venía a hacer aquí era peligroso?

– No tengo ni idea, Danica, estoy cansado. No conozco el caso, me importa un rábano, sólo he venido a traducir. Hubo un asesinato cerca de París, una cosa bastante horrible. Y otro antes en Austria.

– Si hay asesinatos -dijo Danica atacando profundamente su uña-, puede decirse que hay peligro.

– Sé que en el tren pensaba que lo seguían. Pero todos los maderos son un poco así, ¿no? No miran a los demás como nosotros. Igual ha vuelto a casa de Arandjel. Creo que tenían montones de cosas divertidas que contarse.

– Eres idiota, Vladislav. ¿Cómo quieres que hable con Arandjel? ¿Con las manos? No sabe ni una palabra de inglés.

– ¿Cómo lo sabes?

– Son cosas que se sienten -replicó Danica incómoda.

– Bien -dijo Vlad-. Ahora déjame dormir.

– Los policías -dijo Danica atacando los dos pulgares a la vez- los matan los asesinos cuando se acercan a la verdad, ¿no, Vladislav?

– Si quieres mi opinión, se aleja de ella a marchas forzadas.

– ¿Por qué? -preguntó Danica soltando sus pulgares brillantes de saliva.

– Si sigues comiéndote las uñas, un día te comerás un dedo entero. Y al día siguiente lo buscarás por todas partes.

Danica sacudió la masa de su pelo rubio, impaciente, y reanudó su labor de recorte.

– ¿Estás seguro de que se aleja? ¿Por qué?

Vlad se rió suavemente y puso las manos sobre los hombros torneados de la patrona.

– Porque cree que el francés y el austriaco asesinados son Plogojowitz.

– ¿Y eso te hace reír? -dijo Danica levantándose-. ¿Te hace reír?

– Eso hace reír a todo el mundo, Danica, hasta a los maderos de París.

– Vladislav Moldovan, no tienes más cerebro que tu Dedo Slavko.

– Entonces eres como los demás, ¿eh? Ti to verujé? ¿Tú no entras en el lugar incierto? ¿No vas a saludar la tumba del viejo Peter?

Danica le tapó la boca con la mano.

– Cállate, por el amor de Dios. ¿Qué tratas de hacer? ¿Atraerlo? No sólo no eres educado, Vladislav, eres tonto y presuntuoso. Y eres más cosas que el viejo Slavko no era. Egoísta, perezoso, cobarde. Si Slavko estuviera todavía aquí habría buscado a tu amigo.

– ¿Ahora?

– ¿No irás a dejar a una mujer sola salir en la noche?

– No vamos a ver nada en la noche, Danica. Despiértame dentro de tres horas, será el amanecer.

A las seis de la mañana, Danica había aumentado el grupo de búsqueda con el cocinero Bosko y su hijo Vukasin.

– Conoce los caminos -les explicó Danica-. Iba a pasearse.

– Puede haberse caído -dijo sobriamente Bosko.

– Vosotros id hacia el río -dijo Danica-, Vladislav y yo iremos hacia el bosque.

– ¿Y su móvil? -preguntó Vukasin-. ¿Vladislav tiene el número?

– Ya he probado -dijo Vlad que todavía parecía divertirse-, y Danica ha insistido desde las tres hasta las cinco de la mañana. Nada. Está fuera de cobertura o sin batería.

– O en el agua -dijo Bosko-. Hay un mal paso junto a la piedra grande, si no se conoce. Las tablas se mueven, el sitio no es bueno. Unos cabezas de chorlito, estos extranjeros.

– ¿Y al lugar incierto? ¿Nadie va? -preguntó Vlad.

– Guarda tus diversiones, hijo -dijo Bosko.

Y, por una vez, el joven se calló.

Danica estaba conmocionada. Eran las diez de la mañana y servía el desayuno a los tres hombres. Tenía que admitir que sin duda tenían razón. No se había encontrado ni rastro de Adamsberg. No se había oído ni una llamada, ningún quejido. Pero el suelo del viejo molino había sido pisoteado, eso era seguro, la capa de excrementos de pájaros estaba movida. Y las huellas seguían por la hierba hasta la carretera, donde unas marcas de neumáticos habían quedado bien visibles en la corta porción de tierra.

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