Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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Con el cigarrillo colgando del labio, en la actitud del padre, caminó hacia el túmulo. En el suelo, medio invadidos de hierba, estaban alineados una treintena de gruesos troncos que cubrían la superficie de un largo rectángulo. Sobre ese espesor de madera rugosa habían colocado otras tantas piedras, como si los leños pudieran haber salido volando. Una gran piedra gris se alzaba al final del rectángulo, estriada, groseramente tallada y grabada en toda su altura. Nada que ver con ruinas y todo que ver con una tumba, pero una tumba prohibida, a juzgar por la determinación de la mujer. Un personaje sagrado, tabú, estaba enterrado aquí, lejos de los demás, fuera del cementerio, una madre soltera muerta de parto, un actor desgraciado, un niño no bendecido. Alrededor de la tumba, los vástagos de las ramas estaban cortados formando un marco desagradable de troncos nacientes y podridos.

Adamsberg se sentó en la hierba tibia y raspó pacientemente el musgo que cubría la estela gris con la ayuda de láminas de corteza y palitos. Estuvo una hora placenteramente absorto en su labor, rascando suavemente la piedra con las uñas, pasando una ramita más fina en el hueco de las letras. A medida que despejaba la inscripción, comprendía que los caracteres le resultaban extraños y que la larga frase estaba escrita en cirílico. Sólo las cuatro últimas palabras estaban escritas en alfabeto latino. Se enderezó, frotó una última vez la piedra con la mano y retrocedió un paso para leer.

Plog, habría dicho Vladislav, y en ese caso habría significado «tocado», «encontrado». De un modo u otro, la habría descubierto. Ese día o el siguiente, sus pasos lo habrían llevado hasta allí, se habría sentado frente a esa piedra, delante de la raíz de Kisilova. No entendía el largo epitafio en serbio pero las cuatro palabras en alfabeto latino eran muy comprensibles y le bastaban ampliamente: «Petar Blagojević – Peter Plogojowitz». Luego venían las fechas de nacimiento y muerte, «1663-1725». Sin cruz.

Plog.

Plogojowitz , como Plogerstein, Plögener, Plog y Plogodrescu. Aquí yacía el origen de la familia víctima. El patronímico original: Plogojowitz o Blagojević. Luego el apellido había sido deformado o adaptado según los países a los que los descendientes dispersados habían ido a parar. Aquí yacía la raíz de la historia y la primera de las víctimas, el antepasado exiliado, a quien estaba prohibido hacer visita u ofrenda, expulsado al linde del bosque. Sin duda asesinado también, pero ¿por quién? La caza mortal no había finalizado, y Pierre Vaudel, descendiente de Peter Plogojowitz, la temía aún. Hasta poner en guardia a otra de las descendientes del difunto, Frau Abster-Plogenstein, con ese КИСЕЉЕВО lanzado como una señal de alerta. «Guarda nuestro reino, resiste siempre, fuera del alcance de todo mal queda Kisilova.»

Nada que ver con un mensaje de amor, por supuesto. Era una advertencia imperiosa, un ruego para que los Plogojowitz estuvieran protegidos y que cada uno pusiera de su parte. ¿Sabía Vaudel del asesinato de Conrad Plögener? Seguramente. Sabía por tanto que la vendetta se había reanudado, suponiendo que se hubiera interrumpido. El viejo temía que lo mataran, había redactado su testamento después del crimen de Pressbaum, apartando en lo posible al hijo de su descendencia. Josselin se había equivocado en un punto, los enemigos de Vaudel no tenían nada de imaginario. Tenían efectivamente cara y nombre. También ellos debían de haber echado raíces en ese sitio, en las dos primeras décadas del siglo XVIII. O sea hacía casi trescientos años.

Adamsberg se sentó en los troncos, se hundió las manos en el pelo, anonadado. Trescientos años después proseguía una guerra de clanes que alcanzaba cimas de crueldad. ¿Con qué objeto? ¿Por qué razón? Un tesoro oculto, habría respondido un niño. Poder, potencia, dinero, habría dicho un adulto, lo cual venía a ser lo mismo. ¿Qué hiciste, Peter Blagojević-Plogojowitz, para legar esa suerte a tus descendientes? ¿Y qué te hicieron? Adamsberg pasó sus dedos por la piedra, que el sol había calentado, murmurando sus preguntas, dándose cuenta de que, si el sol daba en su rostro y en el dorso de la piedra, era que ésta no había sido erigida al este, hacia Jerusalén. Estaba invertida, plantada al oeste. ¿Un asesino? ¿Mataste a los habitantes del pueblo, Peter Plogojowitz? ¿O a una de sus familias? ¿Saqueaste la región, devastaste, aterrorizaste? ¿Qué hiciste para que Zerk luche aún contra ti, con sus costillas pintadas en blanco sobre su torso?

¿Qué hiciste, Peter?

Adamsberg copió minuciosamente la larga inscripción, aplicándose en reproducir las extrañas letras lo mejor que podía.

Пролазниче, продужи својим путем, не осврћи се и не понеси нищта одавде. Ту лежи проклетник Петар БЛагојевић, умревщи лета господњег 1725 у својој 62 години. Нека би му клета дума нащла покоја.

32

Su habitación de techo alto estaba sobrecargada de viejas alfombras de colores; la cama, cubierta con un edredón azul. Adamsberg se dejó caer en ella, con las manos cruzadas detrás de la nuca. El cansancio del viaje le pesaba en los miembros, pero sonreía con los ojos cerrados, feliz de haber extirpado la raíz de los Plog e incapaz de comprender su historia. No tenía fuerzas para hablar de ello con Danglard, le mandó dos breves mensajes de texto; texti, se empeñaba en decir Danglard cuando empleaba el término en plural. «El antepasado es Peter Plogojowitz.» Y añadió: «†l725».

Danica, que, bien mirada, era redondita y guapa, y no debía de tener más de cuarenta y dos años, llamó a la puerta, despertándolo después de las ocho, según sus relojes.

– Večera je na stolu -dijo con una gran sonrisa, completando con gestos que significaban «venir» y «comer».

El lenguaje de los signos cubría fácilmente lo esencial de las funciones vitales.

La gente no paraba de sonreír, allí en Kisilova, y de ese lugar singular venía quizá el «carácter feliz» del tío Slavko y de su sobrino Vladislav. Descendencia que le hizo pensar en su propio hijo. Envió algunos pensamientos al pequeño Tom, que estaba en alguna parte en Normandía, y cayó del edredón. Enseguida había tomado cariño a ese edredón azul pálido ribeteado con cordón de pasamanería y gastado en las esquinas, más atractivo que el rojo vivo que le había regalado su hermana. Ése olía a heno o a diente de león, incluso quizá a burro. Cuando bajaba la escalerita de madera, su portátil vibró en su bolsillo trasero, como un grillo nervioso que le hiciera cosquillas en la piel. Consultó la respuesta de Danglard. Una respuesta clara: «Inepto».

Vladislav lo esperaba en la mesa, con los cubiertos plantados verticalmente en sus puños. Dunajski zrezek, escalope vienesa, dijo impaciente señalando la fuente. Se había puesto una camiseta blanca, y su tocado de pelo negro era todavía más vistoso. Se detenía en las muñecas, como ola que muere, dejando sus manos lisas y pálidas.

– ¿Ha visto paisaje? -preguntó el joven.

– El Danubio y la linde del bosque oscuro. Una mujer vino para impedir que fuera allí. Hacia el bosque.

Buscó el rostro de Vlad, que comía cabizbajo mirando el plato.

– Pero fui igualmente -insistió Adamsberg.

– Formidable.

– ¿Qué quiere decir? -dijo Adamsberg poniendo en la mesa la hoja en la que había copiado la inscripción grabada en la estela.

Vlad cogió la servilleta, se secó lentamente los labios.

– Gilipolleces.

– Ya, pero ¿cuáles?

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