Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– ¿Dónde está su linaje? ¿Aquí?

– ¿Bromeas? Antes incluso de que desenterraran a Plogojowitz, toda su familia había huido del pueblo para evitar ser masacrada. Sus descendientes se dispersaron por todas partes, a saber dónde. Vampirejos a diestra y siniestra. Pero algunos pretenden que, si Plogojowitz logra salir de su tumba, todo se reconstituirá en una única y terrible entidad. Otros dicen que una parte de Plogojowitz está aquí pero que reina entero en otro sitio.

– ¿Dónde?

– No lo sé. Todo eso son recuerdos de lo que me contaba mi Dedo. Si te divierte saber más, tendrás que hablar con Arandjel. Es en cierto modo el Adrianus serbio.

– Pero ¿se sabe, Vlad, si hay alguna familia en particular que haya sido objeto de la destrucción de Plogojowitz?

– Pues la suya, te lo acabo de contar. Hubo nueve muertos entre sus allegados. Lo que significa que hubo una epidemia. El viejo Plogojowitz estaba enfermo y transmitió la infección a su familia, que la pasó a sus vecinos. Es tan sencillo como eso. Luego, en medio del terror, se buscó una cabeza de turco, remontándose hasta el primer caso mortal, le plantaron una estaca en el corazón, y así se escribe la historia.

– ¿Y si la epidemia hubiera continuado?

– Ocurrió cantidad de veces. En ese caso, se abre la tumba, imaginando que hay trozos de la criatura nefasta todavía activos, y vuelta a empezar.

– ¿Y si tiraron las cenizas al río?

– Se abre otra tumba, de un hombre o mujer sospechosos de haber robado un resto del monstruo en la hoguera, de habérselo comido y de haberse convertido a su vez en vampir . Y así hasta la extinción de la epidemia. Por eso puede decirse al final: «Y cesaron las muertes».

– Pero las muertes continúan, Vladislav. Un Plögener en Pressbaum y un Plog en Garches. Dos retoños de Plogojowitz, en Austria y en Francia. ¿No se puede tomar otra cosa que no sea rakija ? Esta cosa me devora como un mascadón ¿Una cerveza? ¿Hay cerveza?

– Hay Jelen.

– Muy bien, pues Jelen.

– Pudo suceder otra cosa que desencadenara la venganza. Supón que Plogojowitz no fuera un vampir en 1725. ¿Qué? ¿Qué dirías?

Adamsberg sonrió a la patrona, que le traía la cerveza, y buscó cómo decir «gracias». Consultó el dorso de la mano.

– Hvala -dijo, haciendo gesto de querer fumar, y Danica se sacó de la falda una cajetilla de aspecto desconocido, de la marca Morava.

– Regalo -dijo Vlad-. Pregunta por qué tienes dos relojes, de los que ninguno da la hora exacta.

– Dile que no lo sé.

On ne zna -tradujo Vlad-. Te encuentra atractivo.

Danica volvió al despacho, donde hacía cuentas, y Adamsberg siguió con la mirada su movimiento, sus caderas anchas bajo la falda roja y gris.

– ¿Y si nunca hubiera habido un vampir ? -insistió Vlad.

– Buscaría una historia de familia que conllevara represalias y castigo fatal. Un asesinato ignorado, un esposo traicionado, un hijo ilegítimo, una fortuna malversada. Vaudel-Plog era muy rico y no dejó el dinero a su hijo.

– ¿Lo ves? Busca por ahí, donde haya dinero.

– Están los cuerpos, Vlad. Despachurrados como para que ninguna parcela pueda reconstituirse. ¿Se despedazaba a los vampiros, o se limitaban a la estaca y al fuego?

– Eso lo sabrá Arandjel.

– ¿Dónde está? ¿Cuándo podré verlo?

Un breve intercambio con Danica, y Vlad volvió hacia Adamsberg un poco sorprendido.

– Al parecer, Arandjel te espera mañana para comer y hará col rellena. Sabe que has limpiado y mirado la estela, todo el mundo está al corriente. Dice que no debes jugar con eso sin saber, o morirás.

– Decías que Arandjel no creía en eso.

– O morirás -repitió Vlad, vaciando el vaso y echándose a reír a carcajadas.

33

Un caminito de tierra llevaba a la casa de Arandjel a orillas del Danubio, y los dos hombres avanzaban sin intercambiar palabra, como si un elemento intruso hubiera modificado su relación. A menos que los humos vespertinos de Vladislav lo volvieran callado por la mañana. Ya hacía calor. Adamsberg balanceaba su chaqueta negra en la mano, relajado, dejando que se mitigaran los ruidos de la ciudad y la investigación en el vaho del olvido que ascendía del río y cubría la imagen feroz de Zerk, la atmósfera nerviosa de la Brigada, la amenaza capital que pesaba sobre él, la flecha disparada por la gente de arriba que no iba a tardar en alcanzar su diana. ¿Estaba todavía Dinh en cama? ¿Había conseguido atrasar la muestra? ¿Émile? ¿El perro? ¿El tipo que había pintado a su protectora en bronce? Todos atenuados en la niebla que Kisilova depositaba con suavidad en su mente.

– Te has levantado tarde -dijo por fin Vladislav en tono contrariado.

– Sí.

– No has tomado el desayuno. Adrianus dice que siempre te levantas con el canto del gallo como un campesino, que le llevas cuatro horas de adelanto en la Brigada.

– No he oído el gallo.

– Yo creo que has oído perfectamente el gallo. Creo que te has acostado con Danica.

Adamsberg hizo unos cuantos metros en silencio.

– Plog -dijo.

Vladislav dio una patada a una piedra, vacilante, y se echó a reír suavemente. Con el pelo suelto sobre los hombros, parecía un guerrero eslavo lanzando su montura hacia las tierras del oeste. Encendió un cigarrillo y reanudó el curso de su cháchara natural.

– Vas a perder el tiempo con Arandjel. Vas a enterarte de un montón de cosas muy eruditas, pero nada que pueda hacer avanzar tu investigación, nada que puedas escribir en tu informe. Inepto, como dice Adrianus.

– No pasa nada, no sé escribir informes.

– ¿Y tu jefe, qué dirá? ¿Que te vas a hacer el amor a orillas del Danubio mientras un asesino anda suelto por Francia?

– Siempre piensa más o menos eso. Mi jefe, o no sé quién de allá arriba que maneja a mi jefe, trata de hacerme saltar por los aires. O sea que mejor me informo aquí.

Vladislav presentó Adamsberg a Arandjel, que saludó con la cabeza y trajo inmediatamente la col rellena a la mesa. Vladislav sirvió en silencio.

– Limpiaste la piedra de Blagojević -dijo Arandjel empezando a comer a grandes bocados-. Quitaste el musgo. Despejaste el nombre.

Vladislav traducía simultáneamente, suficientemente rápido como para que Adamsberg tuviera la impresión de estar hablando directamente con el anciano.

– ¿Fue un error?

– Sí. No hay que tocar la tumba, si no puede despertarse. La gente de aquí lo teme, hay quien podría odiarte por haber despejado el nombre. Algunos podrían incluso pensar que él te llamó para convertirte en servidor suyo. Y matarte antes de que siembre muerte en el pueblo. Petar Blagojević busca un sirviente. ¿Entiendes? Es lo que teme Biljana, la mujer que quiso retenerte. «Te atrajo, te atrajo», es lo que dijo, me lo contó.

On te je privukao, on te je privukao -repitió Vladislav en serbio.

– Sí, eso me dijo -admitió Adamsberg.

– No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.

Arandjel hizo una pausa para que la idea penetrara profundamente en la cabeza de Adamsberg antes de servir vino.

– Vlad me dijo anoche lo que te interesaba en la historia de Blagojević. Haz tus preguntas. Pero no te adentres en el lugar incierto.

– ¿Dónde?

– En el lugar incierto. Es el nombre del claro donde reposa. No es el pobre Petar el que puede atacarte, sino un hombre bien vivo. Has de comprender que la seguridad del pueblo cuenta antes que cualquier otra cosa. Come antes de que se enfríe.

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