Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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Adamsberg obedeció y vació tres cuartas partes del plato antes de tomar la palabra.

– Ha habido dos asesinatos terribles, en Francia y en Austria.

– Estoy al corriente. Vlad me lo ha contado.

– Creo que las dos víctimas pertenecían a la descendencia de Blagojević.

– Blagojević no tiene descendencia conocida bajo ese nombre. Todos los miembros de la familia abandonaron el pueblo bajo el nombre austriaco de Plogojowitz para que la gente de aquí no los encontrara jamás. Pero la cosa se supo, por el viaje que hizo un kiseljeviano a Rumanía en 1813. Él fue quien añadió el apellido Plogojowitz en la estela. Los actuales descendientes de Blagojević, si es que hay, son todos Plogojewitz. ¿Cuál es tu idea?

– Las víctimas no sólo fueron asesinadas, sus cuerpos fueron aniquilados. Ayer pregunté a Vladislav cómo se mata a un vampiro.

Arandjel asintió varias veces, empujó el plato y se lió un grueso cigarrillo.

– El objetivo no es tanto matar al vampiro como hacer que no vuelva nunca más. Que quede bloqueado, impedido. Existen muchísimas maneras de hacerlo. Se cree que la más corriente es la que consiste en atravesar el corazón. Pero no. Por todas partes, lo más importante son los pies.

Arandjel soltó un humo denso y habló bastante rato con Vladislav.

– Voy a hacer el café -dijo Vladislav Plogerstein. Arandjel te ruega que disculpes la ausencia de postre, es que cocina sus comidas solo y no le gusta el dulce. Tampoco la fruta. No le gusta que el jugo se le derrame por las manos y queden pegajosas. Pregunta qué te ha parecido la col rellena, porque sólo te has servido una vez.

– Estaba deliciosa -dijo Adamsberg sinceramente, incómodo por haber olvidado comentar la comida-. Nunca como mucho a mediodía. Ruégale que no se lo tome mal.

Tras haber escuchado la respuesta, Arandjel asintió, dijo que Adamsberg podía llamarlo por su nombre y reanudó su exposición.

– La medida más urgente es impedir al cuerpo que ande. Si había alguna duda sobre un difunto, la gente se ocupaba en primer lugar de sus pies, para que ya no pudiera desplazarse.

– ¿Cómo llegaban las dudas, Arandjel?

– Había señales durante el velatorio. Si el cadáver conservaba una tez roja, si tenía en la boca una punta del sudario en la boca, si sonreía, si tenía los ojos abiertos. Entonces se le ataban los pulgares de los pies con un cordel, o se le mordían, o se le clavaban alfileres en la planta de los pies, o se le ataban juntas las piernas. Todo eso viene a ser lo mismo.

– ¿Podían también cortarle los pies?

– Por supuesto. Era un método más radical que se vacilaba en emplear sin certeza. La iglesia castigaba ese sacrilegio. También podían cortarle la cabeza, era frecuente, y colocarla entre los dos pies en la tumba, para que el muerto no pudiera recuperarla. O atarle las manos a la espalda, cortarlo a trocitos en una camilla, taparle las narices, meterle piedras en todos los orificios, boca, ano, orejas. El cuento de nunca acabar.

– ¿Se hacía algo con los dientes?

– La boca, joven, es un punto crucial en el cuerpo de un vampir.

Arandjel se calló mientras Vladislav servía café.

– ¿Bueno comer? -preguntó Arandjel en francés con una sonrisa súbita que atravesaba todo el ancho de su cara, y Adamsberg empezaba a enamorarse de esta amplia sonrisa kiseljeviana-. Conocí un francés en la liberación de Belgrado en 1944. Vino, mujeres bonitas, buey estofado.

Vladislav y Arandjel se echaron a reír a carcajadas al unísono, y Adamsberg se preguntó, una vez más, cómo conseguían divertirse con tan poco. Le habría gustado ser capaz.

– El vampir quiere devorar sin parar -prosiguió Arandjel-, por eso se come el sudario, o incluso la tierra de su tumba. O le metían piedras en la boca para bloquearlo, o ajos, o tierra, o le anudaban una tela alrededor del cuello para que no pudiera deglutir, o lo enterraban boca abajo para que fuera comiéndose la tierra de debajo y hundiéndose poco a poco.

– También hay gente que come armarios -murmuró Adamsberg.

Vlad se interrumpió, inseguro.

– ¿Que come armarios? ¿Es eso?

– Sí. Tecófagos.

Vladislav tradujo, y Arandjel no pareció sorprendido.

– ¿Ocurre a menudo en su país? -se informó.

– No, pero también hubo un hombre que se comió un avión. Y en Londres, un lord que quiso comerse las fotos de su madre.

– Yo conozco un hombre que se comió su propio dedo -dijo Arandjel levantando el pulgar-. Se lo cortó y lo coció. Lo que pasa es que al día siguiente no se acordaba, y fue por todas partes reclamando su dedo. Eso fue en Ruma. La gente estuvo un tiempo dudando si decirle la verdad o que un oso se lo había comido en el bosque. Al final, murió una osa poco después. Llevaron la cabeza al hombre, y él se quedó tranquilo pensando que el dedo estaba dentro. Y conservó la cabeza podrida.

– Como el oso polar -dijo Adamsberg-. El que se comió al tío de uno en los hielos y que el sobrino llevó a Ginebra, para entregárselo a la viuda, que lo guardó en el salón.

– Extraordinario -juzgó Arandjel-. Completamente extraordinario.

Y Adamsberg se sintió fortificado a pesar de haber tenido que ir tan lejos para encontrar a un hombre que apreciara en su valor la historia del oso. Pero había olvidado en qué punto había dejado la conversación, y Arandjel lo leyó en sus ojos.

– Comerse a los vivos, el sudario, la tierra -le recordó-. Por eso la gente desconfiaba mucho de quienes tenían una dentadura anormal, tanto los que tuvieran dientes más largos que los demás como los que hubieran nacido con uno o dos dientes.

– ¿Nacido?

– Sí, no es tan raro. En vuestra zona, César nació con un diente, su Napoleón y su Luis XIV también. Y todos los que no conocemos. No era señal de vampirismo, sino señal de ser de una esencia superior. Pero -añadió haciendo tintinear sus dientes grises con el vaso- yo nací como César.

Adamsberg esperó a que pasara la doble y ruidosa risa de Vladislav y Arandjel y pidió papel. Reprodujo el dibujo que había hecho en la Brigada, marcando las zonas del cuerpo más dañadas.

– Es espléndido -dijo Arandjel cogiendo el dibujo-. Las articulaciones, sí, para impedir que el cuerpo se despliegue. Los pies, por supuesto, los pulgares todavía más, para que no ande, el cuello, la boca, los dientes. El hígado, el corazón, el alma dispersada. El corazón, sede de la vida de los vampiri, solía sacarse del cadáver para sufrir un tratamiento especial. Es un aniquilamiento fantástico, llevado a cabo por un hombre que conocía perfectamente la cuestión -concluyó Arandjel como si avalara un trabajo de profesional.

– Puesto que no podía quemar el cuerpo.

– Exactamente. Pero lo que ha hecho equivale exactamente a lo mismo.

– Arandjel, ¿es posible que aún ahora haya alguien que crea lo suficiente como para destruir los renuevos de los Plogojowitz?

– ¿Cómo «creer»? Todo el mundo cree, joven. Todo el mundo teme por las noches que se levante la lápida, que le pase una exhalación fría por el cuello. Y nadie piensa que los muertos sean buena compañía. Creer en los vampiri no es sino eso.

– No hablo del viejo terror, Arandjel. Sino de alguien que creyera estrictamente, para quien los Plogojowitz fueran auténticos vampiri que hubiera que eliminar. ¿Es eso posible?

– Sin duda alguna, si se piensa que de eso precisamente viene su desgracia. Uno busca una causa externa del sufrimiento y, cuanto más duro es el sufrimiento, mayor debe ser la causa. En este caso, el sufrimiento del asesino es inmenso.

Y su respuesta, prodigiosa.

Arandjel se dio la vuelta para hablar a Vladislav, metiéndose el dibujo de Adamsberg en el bolsillo. Sacar las sillas fuera, bajo el tilo y delante del meandro del río, aprovechar el sol, traer vasos.

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