Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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Se trataba del apellido de «Frau Abster, nacida de Franz Abster y Erika Plogerstein», pensó mientras encendía la lamparita. Había algo en ese nombre. Más bien en el de su madre, Plogerstein, que había chocado contra los lenguaditos a la Plogoff. ¿Y por qué? En el momento en que, sentado, rebuscaba sin ruido en su mochila para sacar la carpeta, el apellido de la víctima austriaca vino a engancharse a la mezcla Plogerstein-Plogoff. Conrad Plögener. Adamsberg sacó la ficha del hombre asesinado en Pressbaum y la colocó bajo la luz. «Conrad Plögener, domiciliado en Pressbaum, nacido el 9 de marzo de 1961 de Mark Plögener y Marika Schüssler.»

Plogerstein, Plögener. Adamsberg dejó la carpeta rosa en desorden sobre la cama y extirpó la carpeta blanca, francesa. «Pierre Vaudel, nacido de Jules Vaudel y de Marguerite Nemesson.»

Nada. Adamsberg sacudió el hombro del gato peludo que dormía a su lado en pose elegante, hecha para un compartimento de lujo.

– Vlad, necesito una información.

El joven abrió los ojos sorprendido. Se había soltado el pelo, y su cabellera negra lo cubría hasta los hombros.

– ¿Dónde estamos? -preguntó como un niño que no reconoce su habitación.

– En el Venecia-Belgrado. Está con un policía, y vamos hacia Kisilova, el pueblo de su abuelo, de su Dedo.

– Sí -dijo Vladislav con firmeza, restableciendo las conexiones.

– Lo despierto, necesito un dato.

– Sí -repitió Vladislav, y Adamsberg se preguntó si no estaría todavía revoloteando.

– ¿Cómo se llamaban los padres de su Dedo? ¿El apellido empezaba por «Plog»?

Vladislav se echó a reír a carcajadas en la noche, se frotó los ojos.

– ¿«Plog»? -dijo sentándose-. No hay Plog, no.

– ¿Y su padre? Su biz-dedo, ¿cómo se llamaba?

– Milorad Moldovan.

– ¿Y su madre, su biz-deda?

– No es «deda», Adamsberg, es Baba.

Vladislav se rió de nuevo brevemente.

– Baba se llamaba Natalija Arsinijević.

– ¿Y alrededor de Dedo? Sus amigos, sus parientes… ¿No hay algún Plog en algún sitio?

– Zasmejavaš me, me hace reír, comisario, me cae usted bien.

Y Vladislav se acostó de nuevo dándole la espalda, riéndose todavía bajo el pelo.

– Sí -dijo incorporándose inmediatamente-, hubo un Plog. Era un profesor de historia que tuvo de quien nos habló mucho, Mihai Plogodrescu. Un primo rumano que había ido a dar clase a Belgrado, y que vivió en Novi Sad, y en Kiseljevo cuando se jubiló. Siempre estaban juntos, como dos hermanos con quince años de diferencia. Lo increíble es que murieron con un día de diferencia.

– Gracias, Vlad, vuelve a dormirte.

Adamsberg salió sin hacer ruido al pasillo, andando por la moqueta azul noche, y contempló su hoja de libreta: Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu. Un magnífico conjunto del que había que excluir, por supuesto, los lenguaditos, que no pintaban nada allí. Aunque sea ingrato, pensó Adamsberg tachando el nombre bretón, porque no habría llegado a nada sin ellos. Sus relojes marcaban entre las dos y cuarto de la mañana y las tres cuarenta y cinco. Despertó a Danglard, que no tenía un carácter feliz por la noche.

– ¿Problemas? -masculló el comandante.

– Danglard, lo siento. Su sobrino no para de reírse y aquí no hay quien duerma.

– Era igualito de pequeño. Posee un carácter feliz.

– Sí, ya me lo había dicho. Danglard, encuéntreme urgentemente los apellidos de los abuelos del viejo Vaudel, de sus dos ramas, si hace falta remóntese más atrás, tan atrás como haga falta hasta que encuentre un Plog.

– ¿Cómo «un plog»?

– Un patronímico que empiece por «Plog». Como Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu. El apellido de soltera de Frau Abster es Plogerstein, el Conrad asesinado en Pressbaum se llamaba Plögener, y el primo de su tío Slavko se llamaba Plogodrescu. Son sus pies los que están en Jaichgueit, no los de su tío. Es un consuelo.

– ¿Y Plogoff?

– Unos lenguaditos que comimos anoche Vlad y yo.

– Bueno -dijo Danglard abandonando-, imagino que es urgente. ¿En qué piensa?

– En una vieja familia. ¿Lo recuerda? ¿La vendetta que temía Vaudel?

– ¿Una vendetta contra la familia Plog? ¿Y por qué esos Plog no llevan el mismo apellido?

– Diáspora, o disimulación de patronímico por necesidad.

Liberado, Adamsberg consiguió dormir dos buenas horas antes de que Danglard volviera a llamarlo.

– Ya tengo al Plog -dijo-. Se trata de su abuelo paterno, procedente de Hungría.

– ¿Su apellido, Danglard?

– Se lo acabo de decir: Plog. Andreas Plog.

30

Vladislav pegaba la nariz a la ventana, comentando la aproximación del tren a Belgrado como si se tratara de un verdadera aventura, soltando de vez en cuando la palabra «plog» y divirtiéndose solo. El humor del traductor confería a la expedición un cariz de alegre escapada mientras que ésta iba tomando tintes más oscuros en la mente de Adamsberg a medida que iba aproximándose al hermético Kisilova.

– Belgrado, la «ciudad blanca» -anunció Vladislav cuando el tren frenaba en la estación-. Una ciudad preciosa, no tendremos tiempo de verla, nuestro autobús sale dentro de media hora. ¿Suele despertar a la gente por las noches para saber si hay un plog en su familia?

– Los policías siempre despiertan a los demás por las noches. Y los demás los despiertan también. Valió la pena, había un plog.

– Plog -repitió Vladislav ensayando ese nuevo sonido como si soltara una burbuja de aire-. Plog. ¿Y por qué quería saberlo?

– Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu y Plog a secas -recitó Adamsberg-. Si retiramos Plogoff, esos cuatro apellidos están ligados al asesinato de Garches. Dos son víctimas, una tercera es amiga de una víctima.

– ¿Y qué tiene que ver eso con mi Dedo? ¿Su primo Plogodrescu fue víctima?

– Sí, parcialmente. Eche una ojeada al pasillo, la mujer con traje beige de entre cuarenta y cincuenta años, con un grano en la mejilla y expresión ausente. Ocupaba el compartimento de al lado. Obsérvela mientras bajamos.

Vladislav fue el primero en pisar el andén y tendió el brazo de gato velludo a la mujer con traje para ayudarla a bajar la maleta. Ella dio las gracias sin entusiasmo y se alejó.

– Elegante, rica, bonito cuerpo, mala cara -comentó Vladislav mirándola alejarse-. Plog, yo no me aventuraría.

– Usted fue al baño esta noche.

– Usted también, comisario.

– Ella había dejado entreabierta la puerta de su compartimento, se la veía leer. Era ella, ¿no?

– Sí.

– Es curioso que una mujer sola no se encierre en un tren de noche.

– Plog -dijo Vladislav, que parecía utilizar esa nueva onomatopeya para decir «ciertamente» o «de acuerdo» o «claro», Adamsberg no lo sabía muy bien. El joven parecía disfrutar de esa palabra inédita como de un caramelo nuevo, que uno come demasiado al principio.

– A lo mejor esperaba a alguien -propuso Vladislav.

– O trataba de oír a alguien. A nosotros por ejemplo. Creo que estaba en mi vuelo París-Venecia.

Los dos hombres subían al autobús, «dirección Kaluderica, Smederevo, Kostolac, Klicevac y Kiseljevo», anunció el conductor, y esos nombres daban a Adamsberg la sensación de estar totalmente perdido, lo cual le gustaba. Vladislav echó una ojeada a los viajeros.

– Aquí no está -dijo.

– Si me sigue, no puede estar aquí, se notaría mucho en un autobús. Tomará el siguiente.

– ¿Y cómo sabrá dónde nos bajamos?

– ¿Hemos hablado de Kisilova durante la cena?

– Antes -dijo Vladislav recogiéndose el pelo, con la goma entre los dientes-. Con el champán.

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