– Por ninguna parte. Louvois no tenía línea fija. Weill asegura que tenía un móvil, pero no se encuentra ningún aparato a su nombre. Se lo habrán regalado, o lo habrá robado. Froissy tendrá que peinar la zona de cobertura del piso, y ya sabe que eso lleva tiempo.
Adamsberg se puso bruscamente de pie, sus impaciencias quizá.
– Danglard, ¿recuerda la composición del equipo de Aviñón?
Danglard había memorizado -y ¿para qué?- prácticamente todos los equipos policiales del país, poniendo al día su fichero a medida que iban yéndose unos, siendo nombrados otros.
– Calmet es quien lleva el caso Pierre Vaudel hijo. No sé si es la influencia de su patronímico, pero es un comisario plácido que no busca problemas inútiles. Pero ya le digo, no es rápido. Por eso yo diría cuatro días más que tres. Maurel también me habló de un teniente y un cabo. Noiselot y Drumont. El resto del equipo no lo sé.
– Encuéntreme la lista completa, Danglard.
– ¿A quién busca?
– A un vietnamita con quien trabajé en Messilly. Era una ciudad somnolienta, pero nunca viví un servicio más divertido, cuando conseguíamos llevarlo a cabo. Fumaba con la nariz, levitaba a varios centímetros, al menos yo creía verlo, tocaba melodías golpeando vasos, imitaba a todos los animales de la creación.
Veinte minutos más tarde, Adamsberg recorría los nombres del equipo del comisario Calmet.
– He llamado al biznieto de Slavko -dijo Danglard-. Sale de Marsella ahora mismo. Estará a las nueve en la estación de Venecia Santa Lucia, delante del coche 17 del tren a Belgrado. Está contento de dar una vuelta por el pueblo. Vladislav siempre está contento.
– ¿Cómo lo reconoceré?
– Muy fácil. Es flaco y velludo, su pelo largo se junta con los de la espalda, todo ello negro como la tinta.
– Teniente Mai Thien Dinh -dijo Adamsberg señalando la lista-. Me escribió en diciembre pasado. Sabía que había algo de Aviñón en el aire. Suele escribirme cuando está de vacaciones, con consejos de la sabiduría asiática. «No te comas la mano cuando ya no tienes pan.»
– Es una tontería.
– Es normal, se los inventa.
– ¿Y usted le contesta?
– No sé inventarme frases -dijo Adamsberg mientras marcaba el número del teniente Mai.
– ¿Dinh? Aquí Jean-Baptiste. Gracias por tu tarjeta de diciembre.
– Estamos en junio. Pero bueno, siempre fuiste lento. Y el hombre lento va menos rápido que el hombre veloz. ¿Te has dado cuenta de que estamos en el mismo caso, el de Vaudel?
– ¿El casquillito debajo de la nevera?
– Sí. Y el cretino que lo puso anduvo por la moqueta con virutas de lápiz en las suelas. No te preocupes, hemos dejado a Vaudel en libertad y te entregaremos al pintamonas rápidamente.
– Dinh, yo preferiría que no me lo entreguéis rápidamente. Digamos que medianamente rápido. O bastante lentamente.
– ¿Por qué?
– No puedo decírtelo.
– Ah, el sabio no cede nada a los imbéciles. Eso no vale, Jean-Baptiste. Dame un momento, salgo de la sala. ¿Qué quieres de mí? -retomó Dinh al cabo de unos minutos.
– Un efecto retraso.
– No es legal.
– No es legal en absoluto. Dinh, imagina que un hijo de puta me lance vestido en un lago de mierda.
– Son cosas que pasan.
– Y que yo me esté hundiendo en él. ¿Visualizas la escena?
– Como si estuviera allí.
– Perfecto. Porque imagina que, precisamente, estás allí. Paseando y levitando a orillas del lago. Imagina que me tiendes la mano.
– Es decir que meta mi propia mano en la mierda para sacarte de allí sin saber por qué.
– Eso es.
– Sé más preciso.
– Las virutas de lápiz. ¿Cuándo salen para el laboratorio?
– De aquí a una hora. Estamos acabando de acondicionar las demás muestras.
– Pues haz que no salgan. Dame un handicap de dos días.
– ¿Cómo?
– ¿Cómo es de grande la muestra?
– Como un tubo de barra de labios.
– ¿Quién escolta al chófer hasta el laboratorio?
– El cabo Kerouan.
– Ve tú en su lugar.
– No nos parecemos nada. Él es bretón.
– Confía una misión al bretón y escolta al chófer. Como te parece importante esa barra de labios, la metes en el bolsillo de tu cazadora para más seguridad.
– ¿Y luego?
– Te encuentras mal por el camino. Fiebre, mareo, te ocurre de golpe. Haces la entrega de todo menos del tubo, y avisas a la comisaría de que te vas a tu casa. Te quedas dos días en cama, con pastillas en la mesilla de noche, sin comida, no te apetece nada. Eso para las visitas. En realidad puedes levantarte.
– Gracias.
– El acceso de fiebre te ha hecho olvidar el tubo en el bolsillo. Al tercer día, ya estás bien, y lo recuerdas. La muestra, el laboratorio, el bolsillo de la cazadora. Una de dos: o un teniente concienzudo descubre que el tubo no ha llegado al laboratorio, o nadie se da cuenta de nada. En ambos casos, devuelves el tubo, te explicas, presentas excusas de febril. Habremos ganado entre día y medio y dos días y medio.
– Tú habrás ganado, Jean-Baptiste. ¿Y yo? Sabio es el hombre que busca su bien en el mundo.
– Tú ganas dos días de descanso, jueves y viernes, que empalman con el fin de semana. Y un anticipo para un favor a cambio.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo cuando encontremos un mechón de pelo tieso y negro en una escena de crimen.
– Ya veo.
– Gracias, Dinh.
Durante la conversación, Danglard había transportado directamente la botella hasta la mesa de Adamsberg.
– Así es más franco -dijo Adamsberg señalando el vino.
– Tengo que acabarla, puesto que voy a pasarme al tinto.
– Lucio le daría la razón. Acabar o no empezar.
– Está loco pidiendo eso a Dinh. Y si se sabe, se va a pique definitivamente.
– Ya me estoy yendo a pique. Y no se sabrá, porque el hombre del levante no charla como un mirlo descerebrado. Me lo escribió un día.
– De acuerdo -dijo Danglard-, eso nos deja cinco días, o seis días. ¿Dónde se alojará en Kiseljevo?
– Hay un hostal con desayuno.
– No me gusta. Ese viaje solo.
– Tengo a su bizprimo.
– Vladislav no es un as del combate. No me gusta -repitió Danglard-. Kiseljevo, el túnel negro.
– La linde del bosque -dijo Adamsberg sonriendo-, que sigue dándole miedo. Aún más que el Zerquetscher.
Danglard se encogió de hombros.
– Que se pasea por no se sabe dónde -dijo Adamsberg en tono más sordo-. Libre como un pájaro.
– No es culpa suya. ¿Qué hacemos con Mordent? ¿Lo sacamos de su maldita vigilancia? ¿Lo sacudimos? ¿Le hacemos escupir su bilis de traidor?
Adamsberg se levantó, puso una gruesa goma alrededor de las carpetas verde y rosa, encendió un cigarrillo que dejó colgar del labio inferior, entornando los ojos para evitar el humo. Como su padre, y como Zerk.
– ¿Qué hacemos con Mordent? -repitió lentamente Adamsberg-. Primero le dejamos recuperar a su hija.
Su mochila estaba hecha, con el bolsillo delantero hinchado por las tres carpetas: la francesa, la inglesa y la austriaca. Encontrarse en la cocina le traía en desorden las imágenes de Zerk esa mañana, su largo enfrentamiento, el modo en que lo había dejado ir. Ve, Zerk, ve, ve a matar tranquilo, el comisario no ha movido un dedo para impedírtelo. «Inhibición de la acción», había dicho Josselin. Quizá ya se estuviera produciendo cuando se había eclipsado el domingo para dejar a Émile la posibilidad de huir, si es que fue eso lo que hizo. Pero la inhibición se había acabado, el hombre de los dedos de oro se la había quitado. Bajar al túnel de Kisilova, hundirse en ese pueblo edificado sobre su secreto. Había tenido buenas noticias de Émile, la fiebre había bajado. Se puso los dos relojes, levantó la mochila.
Читать дальше