– ¿Y por qué iba a serle disputada?
– Porque el testamento sería falso.
– ¿Émile capaz de falsificarlo?
– Lo habría hecho un cómplice. Un cómplice con talento para el grafismo. Un cómplice que cobraría el cincuenta por ciento.
Danglard vació de un trago el vaso de vino blanco.
– Mierda -dijo bruscamente elevando la voz-. No es muy complicado, ¿o sí? ¿Hace falta escribírselo con todas las letras? Émile y un cómplice, pongamos Adamsberg, hacen un falso testamento. Émile hace que llegue la información al hijo: El viejo está a punto de hacer testamento en detrimento suyo , y alarma a Pierre Vaudel. Émile mata al viejo, deja estiércol para incriminar a Pierre, pone en escena un crimen de demente para hacer olvidar el asunto del dinero. Cortina de humo para ocultar la combinación sencilla. Luego, Adamsberg, en el escenario convenido, dispara dos balas a Émile. Lo bastante grave para que sea creíble. Lo lleva inmediatamente al hospital. Deja tres casquillos allí y esconde uno en casa de Pierre Vaudel, que cae por tentativa de homicidio contra Émile. Con el detector de mentiras se verá que Pierre estaba informado de lo del testamento. Émile declarará entonces que vio a Pierre hijo salir de la casa por la noche. Al ser parricida, Pierre ya no puede heredar. Su parte recae en Émile, según el testamento. Adamsberg y él se lo reparten, sin olvidar a sus madres. Fin del guión.
Estupefacto, Adamsberg miraba a Danglard, que parecía al borde de las lágrimas. Se palpó el bolsillo, encontró los cigarrillos dejados por Zerk, encendió uno.
– Pero -prosiguió Danglard- se abre la investigación, se acumulan elementos perturbadores, la maquinaria de Émile-Adamsberg se frena. Primero, el viejo Vaudel, que no quiere a nadie, hace un testamento a favor de Émile. Primera anomalía. Poco después, Vaudel muere. Segunda anomalía. Hay demasiado estiércol en el lugar del crimen, tercera anomalía. El domingo, tras la advertencia de Mordent, Adamsberg deja huir a Émile. Cuarta anomalía. Luego, la misma noche, y sin avisar a nadie, Adamsberg sabe dónde encontrar a Émile. Quinta anomalía.
– Me está poniendo nervioso con sus anomalías.
– Adamsberg llega justo a tiempo para salvarlo después de que le hayan disparado. Sexta anomalía. Se descubre un casquillo en casa de Pierre Vaudel. Séptima anomalía, enorme. Los policías empiezan a sospechar que los están toreando y pasan a la recogida de muestras afinada. Encuentran virutas de lápiz. ¿A quién beneficia el crimen? A Émile. ¿Sabe Émile falsificar documentos? No. ¿Tiene algún amigo con talento para el dibujo, la caligrafía? Sí. Adamsberg, que se preocupa por él en el hospital y que lo manda trasladar fuera del alcance de los policías, alto secreto, octava anomalía. ¿Adamsberg afila lápices? Sí. Se toman muestras, se compara, se acierta. ¿Cuándo pudo Adamsberg ir a Aviñón a dejar el casquillo? Pues esa noche, por ejemplo. El comisario había desaparecido anoche, no ha llegado a la Brigada hasta hoy a las doce y media. ¿Sus coartadas? Ayer: estaba con el médico. Esta mañana: estaba con el médico. Se ha desmayado, él, a quien nunca le pasa. O sea que el médico es un comparsa. Los tres se entienden bien, Émile, Adamsberg, Josselin. Demasiado bien para unos tipos que sólo se conocen desde hace tres días. Novena anomalía. Resultado: a Émile le caen treinta años o cadena perpetua por el asesinato de Vaudel padre y estafa en la herencia. Adamsberg cae de su pedestal y se estrella por falsificación, complicidad en asesinato y distorsión de las pruebas. Veinte años. Se acabó. Adamsberg tiene cuatro días para salvar el pellejo.
Adamsberg encendió un cigarrillo con la punta del anterior. Era una suerte que Josselin le hubiera arreglado la caldera esa mañana, cuando estaba al borde del crash emocional definitivo. Zerk, y ahora Danglard, ambos en la cúspide de su inventiva.
– ¿Quién cree eso, Danglard? -preguntó apagando la colilla.
– ¿Vuelve a fumar?
– Desde que ha empezado usted a hablar.
– Mejor que no. Es un indicio de cambio de comportamiento.
– ¿Quién cree eso, Danglard? -repitió Adamsberg en un tono más alto.
– Todavía nadie. Pero dentro de cuatro días, o de tres, Brézillon lo creerá, también los policías de Aviñón. Y todo el mundo. Lo sospechan ya. Porque, con o sin casquillo, Pierre Vaudel no está bajo arresto domiciliario.
– ¿Por qué lo van a creer?
– Pues porque todo ha sido hecho para eso. Salta a la vista, maldita sea.
Danglard miró de repente a Adamsberg con aire indignado.
– ¡No creerá que lo creo! -dijo enredándose en su expresión verbal, cosa que rara vez le sucedía.
– No tengo ni idea, comandante. Es usted perfectamente convincente en su exposición del guión. Hasta yo me lo creo.
Danglard salió de nuevo, volvió con el vaso lleno.
– Soy convincente -dijo articulando cada palabra- para convencerlo de lo que van a creer aquellos a quienes van a hacer creer.
– Hable en francés, Danglard.
– Se lo dije ayer. Alguien quiere verlo caer, definitivamente. Alguien que no quiere, bajo ningún concepto, que eche el guante al asesino de Garches. Alguien a quien eso arruinaría la vida. Alguien que tiene influencia, alguien de arriba. Y seguramente cercano al asesino. Usted tiene que caer, y otro tiene que pagar en lugar del Zerquetscher. Es bastante sencillo, ¿no? Las primeras faltas organizadas contra usted no bastaron para ponerlo fuera de juego. Así que han forzado las cosas, han dado el nombre del Zerquetscher a la prensa, lo han hecho huir, han dejado el casquillo en casa de Pierre hijo, con sus virutas de lápiz. Con eso baja la reja. Es mecánico. Pero, para que el motor funcione bien, el hombre de arriba necesita cómplices, para empezar aquí mismo. ¿Quién tiene acceso a las virutas de lápiz? Alguien de la Brigada. ¿Quién tuvo acceso a los casquillos? Mordent y Maurel. ¿Quién ha desaparecido de la circulación esta mañana, depresión nerviosa, baja, prohibición de visitas? Mordent. Ya se lo dije en el bar, y usted me respondió que yo pensaba de una manera fea. Yo le dije que su hija va a pasar un juicio la semana que viene. Saldrá libre, ya lo verá, y mejor para ella y para él. Pero usted, para entonces, estará en chirona.
Adamsberg exhaló el humo con más ruido del necesario.
– ¿Me cree? -preguntó Danglard-, ¿Comprende el sistema?
– Sí.
– Cricket -repitió Danglard, que no era nada deportista-. Atrapar la pelota antes. Tres o cuatro días, no más.
– Es decir encontrar a Zerk antes -dijo Adamsberg.
– ¿Zerk?
– El Zerquetscher. ¿Nos ha enviado Thalberg el dossier?
– Aquí -dijo Danglard levantando su vaso de vino de una carpeta rosa manchada con un círculo húmedo-. Lo siento por la huella.
– Si sólo hubiera la huella, Danglard, la vida sería bella. Fumaríamos y beberíamos pescando cosas en el lago de su amigo Stock, dejando huellas de vaso en la pasarela, remaríamos con sus niños y con el pequeño Tom, y dilapidaríamos el dinero del viejo Vaudel con Émile y el perro.
Adamsberg sonrió francamente, con esa sonrisa que siempre tranquilizaba a Danglard pasara lo que pasara, y frunció el ceño.
– ¿Y qué dirán para el asesinato austríaco? ¿Qué dirá el que tiene influencia? ¿Que también lo cometió Émile? Eso no se tiene de pie.
– Dirán que no tiene nada que ver. Dirán que Émile se limitó a copiar el modus del caso austríaco, por falta de imaginación.
Adamsberg tendió el brazo y bebió un trago del vaso de Danglard. Sin Danglard y su lógica tallada como cristal de roca, no habría visto venir el golpe.
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