Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– Me voy a Londres -anunció Danglard-. Podemos pillarlo por los zapatos.

– Usted no se va a ninguna parte, comandante. Me voy yo. Y necesito un hombre al mando de la Brigada. Arregle sus asuntos con Stock por teléfono y vídeo.

– No. Delegue en Retancourt.

– No tiene grado, y no puedo hacerlo. Bastante lío tenemos ya.

– ¿Adónde va?

– Usted lo ha dicho: podemos pillarlo por los zapatos.

Adamsberg le pasó una postal. Un bonito pueblo colorido resaltaba sobre un fondo de colinas y un cielo azul. La volvió, lado cruz. Arriba, a la izquierda, en letras de imprenta: КИСЛОВА.

– A Kisilova, el pueblo del demonio. Que rondaba la linde del bosque. Eso es lo que significa ese КИСЛОВА, ¿no?

– Sí, Kiseljevo en su ortografía original. Pero ya hemos hablado del tema. Veinte años después, nadie recordará el paso del Cortapiés.

– No es lo que yo espero. Voy allí a buscar el negro túnel que va desde Vaudel hasta este pueblo. Hay que encontrarlo, Danglard, hundirse allí, extirpar la historia, arrancarla de raíz.

– ¿Cuándo se va?

– Dentro de cuatro horas. No quedaban plazas de avión. Vuelo hasta Venecia, y luego voy en tren hasta Belgrado. He reservado dos plazas. La embajada me busca un traductor.

Danglard sacudió la cabeza, hostil.

– Estará usted demasiado expuesto. Me voy con usted.

– Ni hablar. No sólo está el problema de la Brigada. Si quieren hundirme y usted está conmigo, lo pondrán en la misma balsa. Y si me meten en chirona, sólo usted podrá sacarme de allí. Tardará diez años, así que aguante. Mientras tanto, manténgase alejado de mí. No quiero contaminar ni a usted ni al resto de la Brigada.

– Para traductor, el biznieto de Slavko podría servir. Vladislav Moldovan. Trabaja como intérprete para los institutos de investigación. Tiene tan buen carácter como su abuelo. Si le digo que es por Slavko, se las arreglará para estar libre. ¿A qué hora sale el Venecia-Belgrado?

– A las nueve y treinta y dos de la noche. Paso por casa a coger una bolsa y mis relojes. Me molesta no llevar hora.

– ¿Qué más da? Si sus relojes nunca están en hora.

– Eso es porque los pongo en hora basándome en Lucio. Él mea en el árbol más o menos cada hora y media. Pero claro, no es exacto.

– Pues hágalo al revés, póngalos en hora consultando un reloj de pared, y así sabrá la hora exacta de las meadas de Lucio.

Adamsberg lo miró un tanto sorprendido.

– No quiero saber a qué hora mea Lucio. ¿Cómo quiere que me importe eso?

Danglard hizo un gesto que significaba «dejémoslo» y pasó al comisario otra carpeta, verde manzana.

– Es el último informe de Radstock. Tendrá tiempo de leerlo en el tren. Además están los interrogatorios a lord Clyde-Fox y unas informaciones inconsistentes sobre su amigo cubano, o supuesto amigo cubano. Han afinado los análisis. Todos los zapatos son franceses, salvo los de mi tío.

– O del primo de su tío, un kisslover, un kisiloviano.

– Un kiseljeviano.

– ¿Cómo atravesaron la Mancha esos zapatos?

– En barco clandestino. No hay otro modo.

– Eso es tomarse mucha molestia.

– Que vale la pena. Highgate es un sitio importante. Algunos de esos zapatos, al menos cuatro pares, no tienen más de doce años, pero Radstock tiene problemas para datar los demás. Doce años es lo que correspondería al tiempo de acción del Zerquetscher suponiendo que empezara su colecta a la edad de diecisiete años. Muy joven para introducirse en los establecimientos de pompas fúnebres para cortar pies. Cronológicamente hablando, cuadra, abarca la expansión del movimiento artístico gótico, heavy metal, encajes y terror, anticristo y lentejuelas, zombis en chaqueta de gala. Eso puede producir una impregnación favorable.

– ¿Cómo dice, Danglard?

– El movimiento gótico -repitió Danglard-. ¿No ha oído nunca hablar de eso?

– ¿Del gótico medieval?

– Del gótico de los años 1990 hasta ahora. ¿No ve de qué le hablo? Los jóvenes que llevan camisetas con calaveras o esqueletos sanguinolentos.

– Lo veo muy bien -dijo Adamsberg, con el atuendo de Zerk sólidamente enganchado a una estrella de su memoria-. ¿Stock tiene problemas con los demás pares de zapatos?

– Sí -dijo Danglard rascándose la barbilla, bien afeitada en un lado, mal en el otro.

– ¿Por qué se afeita sólo un lado? -preguntó Adamsberg interrumpiéndose a sí mismo.

Danglard se puso rígido y se fue hasta la ventana para examinarse en el cristal.

– La bombilla del cuarto de baño se ha fundido. No veo nada en el ángulo izquierdo. Convendría que lo arreglara.

Abstract, pensó Adamsberg. Danglard la esperaba.

– ¿Tenemos aquí bombillas de bayoneta de sesenta vatios?

– Ya irá a mirar, comandante. El tiempo pasa -señaló Adamsberg dándose golpecitos en la muñeca.

– Es usted el que me interrumpe. Hay pies que no cuadran con un tiempo de sólo doce años. Dos pertenecen a mujeres con las uñas pintadas, una moda anterior a 1990. La composición de la laca de uñas indicaría más bien el periodo 1972-1976.

– ¿Stock está seguro?

– Casi, está profundizando los análisis. Hay un par masculino de piel de avestruz, raro y caro, hecho cuando el Zerquetscher tenía sólo diez años. En ese supuesto sería un crío asombrosamente precoz. Peor aún, algunos pares podrían tener veinte o treinta años. Ya sé qué me va a decir -bloqueó Danglard levantando su vaso a modo de muralla-. En su maldito pueblo de Caldhez, los chavales hacían explotar los sapos desde que nacían. Pero hay un margen.

– No, no iba a hablar de los sapos.

La idea de los sapos que los niños hacían explotar en un inmundo estallido de sangre y entrañas haciéndolos fumar un cigarrillo devolvió la mano de Adamsberg al paquete de Zerk.

– Ha vuelto en serio -comentó Danglard al verlo fumar su tercer pitillo.

– Es por sus sapos.

– Siempre es por algo. Yo dejo el vino blanco. Se acabó. Éste es mi último vaso.

Adamsberg se quedó mudo de sorpresa. Que Danglard estuviera enamorado, estaba claro; que fuera correspondido, era de esperar; pero que eso le hiciera dejar el vino, no podía creérselo.

– Me paso al tinto -prosiguió el comandante-. Es más vulgar pero menos ácido. El blanco me arruina el estómago.

– Buena idea -aprobó Danglard, curiosamente tranquilizado ante la idea de que nada cambia en este mundo, al menos en Danglard.

El periodo ya era suficientemente convulso.

– ¿La cajetilla la ha comprado usted? -preguntó Danglard señalando los cigarrillos-. ¿Ingleses? Elección refinada.

– El atracador de esta mañana se los dejó en casa. O sea que o bien Zerk era un niño tan precoz que ya sabía cortar pies a los dos años, o bien un mentor lo llevaba a esas expediciones morbosas que Zerk continuó después. Podría ser que actuara bajo influencia desde la infancia.

– Manipulado.

– ¿Por qué no? Puede uno imaginarse un guía detrás de todo eso, una figura paterna que él echara de menos.

– Es posible. Nació de padre desconocido.

– Hay que acelerar sobre su entorno, saber con quién se comunica, saber a quién ve. Ha hecho limpieza en el piso, el cabrón no ha dejado ninguna pista.

– Parece natural. No esperaría usted que viniera a hacernos una visita…

– ¿Y su madre? ¿La han localizado?

– Todavía no. Hay una dirección en Pau hasta hace cuatro años, luego no se sabe nada más.

– ¿La familia de su madre?

– De momento, no hay ningún Louvois por la zona. Sólo hace dos días, comisario, no somos mil.

– ¿Por dónde va Froissy con los teléfonos?

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