Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Y un huevo -respondió Favre, mientras empezaba a levantarse.

Adamsberg arrancó la cartera negra de las manos de Danglard, sacó una botella llena y la estrelló contra el pie metálico de la mesa. Fragmentos de cristal y vino volaron por la sala. Dio un paso más hacia Favre, con la botella rota en la mano. Danglard quiso tirar del comisario hacia atrás pero Favre había desenfundado de un solo gesto y apuntaba a Adamsberg con su revólver. Petrificados, los miembros de la brigada se habían convertido en estatuas, que miraban al brigadier que se atrevía a dirigir su arma contra el comisario jefe. Y también a su comisario, de quien en un año sólo habían conocido dos rápidos arrebatos, que se apagaron tan pronto como estallaron. Cada cual buscaba rápidamente una manera de que el enfrentamiento acabara, todos confiaban en que Adamsberg recuperaría su habitual distanciamiento, dejaría caer al suelo la botella y se alejaría encogiéndose de hombros.

– Deja tu arma de poli del carajo -dijo Adamsberg.

Favre tiró el revólver desdeñosamente y Adamsberg bajó un poco la botella. Experimentó la desagradable sensación del exceso, la furtiva certidumbre de lo grotesco, no sabiendo ya quién, si Favre o él mismo, ganaba en este punto. Aflojó los dedos. El brigadier se levantó y, en un rabioso gesto, lanzó el cortante culo de la botella, rajándole el brazo izquierdo con tanta limpieza como una cuchillada.

Favre fue llevado a una silla e inmovilizado. Luego, los rostros se dirigieron al comisario, esperando su veredicto en aquella nueva situación. Adamsberg detuvo con un ademán a Estalère, que descolgaba el teléfono.

– No es profundo, Estalère -dijo con una voz tranquila de nuevo, con el brazo doblado sobre el pecho-. Avise a nuestro forense, lo hará muy bien.

Hizo una señal a Mordent y le tendió la media botella rota.

– Que se ponga en una bolsa de plástico, Mordent. Prueba de cargo de mi agresión. Intento de intimidación a uno de mis subordinados. Recojan su Magnum y el culo de la botella, prueba de su agresión, sin intención de dar…

Adamsberg se pasó la mano por el pelo, buscando una palabra.

– ¡Sí! -aulló Favre.

– ¡Cállate ya! -le gritó Noël-. No lo empeores, ya has causado bastantes destrozos.

Adamsberg le lanzó una mirada asombrada. Por lo general, Noël apoyaba con una sonrisa las mezquinas bromas de su colega. Pero acababa de surgir una grieta entre la complacencia de Noël y la brutalidad de Favre.

– Sin intención de causar grave daño -prosiguió Adamsberg indicando a Justin que tomara nota-. Motivo del conflicto, insultos del brigadier Joseph Favre contra la teniente Violette Retancourt y difamación.

Adamsberg levantó la cabeza para contar el número de agentes reunidos en la sala.

– Doce testigos -añadió.

Voisenet había hecho que se sentara, había desnudado su brazo izquierdo y se aplicaba en los primeros cuidados.

– Desarrollo del enfrentamiento -prosiguió Adamsberg con voz cansada-: sanción por parte del superior, violencia material e intimidación, sin golpes contra el cuerpo del brigadier Favre ni amenazas contra su integridad física.

Adamsberg apretó los dientes mientras Voisenet aplastaba un apósito en su brazo izquierdo para detener la hemorragia.

– Uso de arma de servicio y de accesorio cortante por parte del brigadier, herida leve por trozo de vidrio. Ya conoce el resto, termine el informe sin mí y diríjalo a asuntos internos. No olvide fotografiar la habitación tal como está.

Justin se levantó y se acercó al comisario.

– ¿Qué hacemos con la botella de vino? -murmuró-. ¿Decimos que la ha sacado de la cartera de Danglard?

– Decimos que la he cogido de esta mesa.

– ¿Motivo de la presencia de vino blanco en las dependencias, a las tres y media de la tarde?

– Unas copas tomadas a mediodía -sugirió Adamsberg- para celebrar el viaje a Quebec.

– Ah, bueno -dijo Justin aliviado-. Muy buena idea.

– ¿Y Favre? ¿Qué hacemos con él? -preguntó Noël.

– Suspensión y retirada del arma. El juez decidirá si ha habido agresión por su parte o legítima defensa. Lo veremos cuando regrese.

Adamsberg se levantó, apoyándose en el brazo de Voisenet.

– Cuidado -dijo éste-, ha perdido mucha sangre.

– No se preocupe, Voisenet, me largo a ver al forense.

Salió de la brigada sostenido por Danglard, dejando a sus agentes estupefactos, incapaces de poner en orden sus ideas y, por el momento, de juzgar.

VIII

Adamsberg había regresado a su casa, con el brazo en cabestrillo, atiborrado de antibióticos y analgésicos que Romain, el médico forense, le había hecho tragar a la fuerza. La herida había necesitado seis puntos de sutura.

Con el brazo izquierdo insensibilizado por la anestesia local, abrió torpemente el armario de su habitación. Pidió ayuda a Danglard para sacar una caja archivadora, colocada en la parte inferior junto a viejos pares de zapatos. Danglard dejó la caja en una mesa baja y cada uno se colocó a un lado.

– Vacíela, Danglard. Perdóneme, no puedo hacer nada.

– Pero, por Dios, ¿por qué ha roto usted esa botella?

– ¿Defiende a ese tipo?

– Favre es un montón de mierda. Pero, con la botella, le ha obligado usted a agredirle. Es de esa clase de tipos. Y, normalmente, usted no.

– Digamos que, con esa clase de tipos, cambio de costumbres.

– ¿Por qué no le ha puesto, simplemente, de patitas en la calle, como la última vez?

Adamsberg hizo un gesto de impotencia.

– ¿Tensión? -propuso Danglard con prudencia-. ¿Neptuno?

– Tal vez.

Entretanto, Danglard había sacado de la caja ocho carpetas etiquetadas y las había puesto sobre la mesa; todas llevaban un título, «El Tridente n.° 1», «El Tridente n.° 2», y así sucesivamente hasta el número 8.

– Tendremos que mencionar que la botella había salido de su cartera. El asunto se nos irá de las manos.

– No es asunto suyo -dijo Danglard, utilizando las palabras del comisario.

Adamsberg asintió.

– Además, he hecho un voto -añadió Danglard, mientras tocaba el pompón de su gorro, pero eso no consideró oportuno precisarlo-. Si regreso vivo de Quebec, ya sólo beberé una copa al día.

– Regresará porque yo sujetaré el hilo. Así que puede comenzar a cumplir su voto.

Danglard asintió levemente. Había olvidado, en la violencia de las últimas horas, que Adamsberg sujetaría el avión. Pero, ahora, Danglard tenía más confianza en su pompón que en su comisario. Se preguntó fugazmente si un pompón segado conservaba los mismos poderes protectores que un pompón completo, algo parecido a la cuestión de la potencia del eunuco.

– Voy a contarle una historia, Danglard. Permanezca atento, es larga, ha durado catorce años. Comenzó cuando yo tenía diez, estalló cuando tenía dieciocho y ardió, luego, hasta mis treinta y dos años. No olvide, Danglard, que suelo dormir a la gente cuando cuento algo.

– Hoy no hay peligro -dijo Danglard levantándose-. ¿No tendría por ahí algo de beber? Los acontecimientos me han trastornado.

– Hay ginebra, detrás del aceite de oliva, en el armario de encima de la cocina.

Danglard regresó, satisfecho, con un vaso y la pesada botella de terracota. Se sirvió y fue a guardar la botella.

– Empiezo -dijo-. Una copa al día.

– De todos modos tiene 44°.

– La intención es lo que cuenta, el gesto.

– Entonces es otra cosa, claro está.

– Claro está. ¿De qué está hablando?

– De lo que no me importa, como usted. Aun cerradas, las heridas dejan huellas.

– Es cierto -dijo Danglard.

Adamsberg dejó que su adjunto tomara unos tragos.

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