– ¿De modo que tú dirías que no hacía más de cuatro meses que estaba en la calle?
– Bueno, no soy un radar. Pero, de todos modos, diría que era reciente. Su chica debió de darle con la puerta en las narices, y se encontró en la calle, ¿yo qué sé?
– ¿Y hablasteis?
– Bueno, no demasiado. Dijimos que la priva estaba buena. Que hacía un tiempo de perros. Cosas así, las cosas de costumbre.
Vétilleux había puesto la mano en su grueso jersey, sobre el bolsillo de la camisa donde había metido la botella.
– ¿Se quedó mucho tiempo?
– Yo no mido el tiempo, ¿sabes?
– Quiero decir: ¿se marchó? ¿Se durmió en la casita?
– No lo recuerdo. Debí de dar una cabezada. O me marché a caminar, no lo sé.
– ¿Y luego?
Vétilleux abrió los brazos y los dejó caer sobre sus piernas.
– Luego, la carretera. Por la mañana, los gendarmes.
– ¿Soñaste? ¿Una imagen? ¿Una sensación?
El hombre frunció el ceño, perplejo, poniendo la mano en su jersey, rascando la lana gastada con sus largas uñas. Adamsberg se volvió de nuevo hacia el brigadier, que desentumecía sus piernas caminando de un lado a otro.
– Brigadier, ¿tendría la amabilidad de traerme mi cartera? Necesito anotar algo.
Vétilleux salió de su languidez y, con una rapidez de reptil, sacó la botella, la descorchó y dio varios tragos. Cuando el brigadier regresó, la había metido de nuevo bajo el jersey. Adamsberg admiró la habilidad y la celeridad. La función crea el órgano. Vétilleux era un tipo inteligente.
– Una cosa -dijo de pronto, con las mejillas más coloreadas-. Soñé que había encontrado un lugar cómodo, muy caliente para echar un sueñecito. Y me cabreaba no poder aprovecharlo.
– ¿Por qué?
– Porque tenía ganas de vomitar.
– ¿Te pasa a menudo lo de las ganas de vomitar?
– Nunca.
– ¿Y lo de soñar con un lugar caliente?
– Caramba. Si pasara las noches soñando que tengo calor, eso sería jauja, tío.
– ¿Tienes tú algún punzón?
– No. O, en todo caso, fue el tipo de arriba el que me lo dio. Quiero decir el tipo de arriba que se la había pegado, y ahora estaba abajo. O tal vez lo mangué. ¿Qué sé yo? Lo que dicen es que maté a una pobre chica con ese chisme. Tal vez se cayó en la carretera, tal vez la tomé por un oso. ¿Qué sé yo?
– ¿Crees tú eso?
– De todos modos, hay huellas. Y yo estaba justo a su lado.
– ¿Y por qué ibas a arrastrar a un enorme oso y su bicicleta hasta los campos?
– Vete tú a saber lo que pasa por la cabeza de un curda, vete a saber. Lo cierto es que lo lamento, porque no me gusta hacer daño. No mato a los animales. ¿Por qué iba a matar a la gente entonces? Lo mismo con los osos. No creo que tenga miedo a los osos. Parece que en Canadá hay a montones. Buscan en las basuras, como yo. Me gustaría verlo, rebuscar en la basura con ellos.
– Vétilleux, si quieres saberlo todo de los osos… -Adamsberg pegó la boca a su oído-. No digas nada, no confieses nada -le murmuró-. Cierra la boca, di sólo la verdad. Lo de tu amnesia. Prométemelo.
– ¡Eh! -interrumpió el brigadier-. Perdón, comisario, pero está prohibido susurrar a los detenidos.
– Le presento excusas, brigadier. Estaba contándole un pequeño chiste verde sobre un oso. El tipo no tiene muchas distracciones.
– Aun así, comisario, no puedo dejar que lo haga.
Adamsberg miró a Vétilleux en silencio. Le hizo una señal que significaba: «¿Entendido?». Y Vétilleux inclinó la cabeza. «¿Prometido?», articuló silenciosamente Adamsberg. Nueva inclinación de cabeza, con la mirada enrojecida pero precisa. Aquel tío le había dado la botellita, era un colega. Adamsberg se levantó y, antes de salir de la celda, puso la mano libre en su hombro, con un apretón que significaba «Te dejo, cuento contigo».
Dirigiéndose de nuevo al despacho, el brigadier preguntó con rapidez a Adamsberg si, con todos los respetos, podía contarle el chiste del oso. Adamsberg se libró gracias a la interrupción de Trabelmann.
– ¿Impresiones? -pidió Trabelmann.
– Charlatán.
– Ah, caramba. Pues no conmigo, en cualquier caso. Es blando como un trapo, el tipo.
– Demasiado blando. No se lo tome a mal, comandante, pero resulta peligroso dejar seco bruscamente a un alcohólico tan empapado como Vétilleux. Podría espicharla en sus manos.
– Lo sé perfectamente, comisario. Tiene derecho a un trago con cada comida.
– Pues bien, triplique la dosis. Créame, comandante, es necesario.
– De acuerdo -dijo Trabelmann, en absoluto ofendido-. Y en toda su cháchara -prosiguió sentándose a la mesa-, ¿hay algo nuevo?
– El tipo es inteligente y sensible.
– Estoy de acuerdo con usted. Pero cuando se ha empinado el codo como un loco, las cosas ya no funcionan. Los tipos que zurran a su mujer son, a menudo, unos corderillos hasta que anochece.
– Pero Vétilleux no tiene antecedentes. Ni una pelea, ¿verdad? ¿Lo ha confirmado la pasma de Estrasburgo?
– Afirmativo. Un tipo que no toca las narices hasta el día en que descarrila. ¿Ha llegado ya a alguna conclusión?
– Le he escuchado.
Adamsberg resumió objetivamente su entrevista con Vétilleux. A excepción de la rápida entrega de la botella.
– Es posible -concluyó Adamsberg- que Vétilleux fuera metido en un coche, en el asiento trasero. Se sentía caliente, cómodo, pero con náuseas.
– ¿Y usted reconstruye un automóvil, un viaje, un conductor, sólo a partir de una sensación de calidez? ¿Nada más?
– Sí.
– Me hace usted reír, Adamsberg. Me hace pensar en los tipos que sacan un conejo de un sombrero vacío.
– Sí, pero el conejo sale.
– ¿Piensa, tal vez, en el otro pordiosero?
– Un pordiosero que bebía de su propia botella y en un vaso. Un pordiosero que no siempre lo fue. Amigo.
– Pero un pordiosero, de todos modos.
– Tal vez, no es seguro.
– Dígame, comisario, ¿en toda su carrera ha podido alguien, alguna vez, hacerle cambiar de opinión?
Adamsberg se tomó unos momentos para pensar, honestamente, en la cuestión.
– No -reconoció finalmente, con una pizca de pesadumbre en la voz.
– Me lo temía. Y déjeme decirle que tiene usted un ego grande como esta mesa, sencillamente.
Adamsberg entornó los ojos sin decir nada.
– No lo digo para ofenderle, comisario. Pero en este asunto aparece usted con un montón de ideas personales en las que nadie ha creído nunca. Luego, ajusta todos los hechos a su conveniencia. No digo que no haya cosas interesantes en su análisis. Pero no tiene en cuenta la otra parte, ni siquiera la considera. Y yo he cogido a un tipo, con una trompa como un piano, a tres pasos de la víctima, con el arma a su lado y sus huellas en el mango. ¿Lo capta?
– Comprendo su punto de vista.
– Pero le importa un pimiento y sigue usted con el suyo. Los demás pueden irse a paseo, sencillamente, con su trabajo, sus ideas y sus impresiones. Dígame sólo una cosa: las calles están llenas de asesinos libres como pájaros. Casos que ni usted ni yo hemos cerrado, los hay a patadas. Y no parece que le importe demasiado. ¿Y entonces? ¿Por qué tanto interés por éste?
– Cuando lea usted el expediente n.° 6, del año 1973, sabrá que el adolescente inculpado era mi hermano. Esta historia le jodió la vida y lo perdí.
– ¿Ése era su «recuerdo de infancia»? ¿Por qué no lo ha dicho antes?
– No me habría escuchado usted hasta el final. Demasiado implicado, demasiado personal.
– Afirmativo. Que alguien de la familia esté metido en la mierda, no hay nada peor para que un poli se la pegue.
Sacó el expediente n.° 6 y lo colocó en lo alto de la pila, con un suspiro.
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