Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿Herida de guerra? -le preguntó señalando su brazo en cabestrillo.

– Un arresto algo tumultuoso -confirmó Adamsberg.

– ¿Cuántas van con ésta?

– ¿Detenciones?

– Cicatrices.

– Cuatro.

– Pues yo siete. No ha nacido aún el compañero que me venza a costurones -concluyó Trabelmann riéndose de nuevo-. ¿Ha traído usted su recuerdo de infancia, comisario?

Adamsberg señaló su cartera con una sonrisa.

– Aquí está. Pero no estoy seguro de que le guste.

– Escuchar no cuesta nada -respondió el comandante abriendo su coche-. Siempre me han encantado los cuentos.

– ¿Incluso los que matan?

– ¿Conoce usted otros? -preguntó Trabelmann arrancando-. El caníbal de Caperucita Roja, el infanticida de Blancanieves , el ogro de Pulgarcito .

Frenó ante un semáforo en rojo y soltó una nueva risita.

– Crímenes, crímenes por todas partes -prosiguió-. Y Barba Azul, un apuesto asesino en serie, ese tipo. Lo que me gustaba en Barba Azul era aquella jodida mancha de sangre en la llave, que nunca desaparecía. Frotaban, la limpiaban y volvía, como la mancha de la culpa. Pienso en ello a menudo cuando un criminal se me escapa. Me digo, ya puedes correr, tú, muchachito, pero la mancha regresará, y te cogeré. Así de fácil. ¿No lo cree?

– La historia que traigo se parece un poco a la de Barba Azul. Hay tres manchas de sangre que se limpian y reaparecen siempre. Aunque sólo para quien quiere verlas, como en los cuentos.

– Debo pasar por Reichstett para recoger a uno de mis brigadieres, hay un buen trecho. ¿Y si comenzara usted, ahora, su historia? ¿Había una vez un hombre…?

– Que vivía solo en una mansión, con dos perros -encadenó Adamsberg.

– Buen comienzo, comisario, me gusta mucho -dijo Trabelmann con una cuarta carcajada.

Mientras estacionaba en el pequeño aparcamiento de Reichstett, el comandante se había puesto serio.

– Hay un montón de cosas convincentes en su historia. No lo discuto. Pero si fue su hombre el que mató a la joven Wind -y fíjese en que digo «si»-, lleva medio siglo dale que dale con su tridente transformable. ¿Se da usted cuenta? ¿A qué edad comenzó sus andanzas su Barba Azul? ¿En la escuela primaria?

Un estilo distinto al de Danglard, pero la misma ironía, era natural.

– No, no exactamente.

– Vamos, comisario: ¿fecha de nacimiento?

– No la sé -eludió Adamsberg-, no sé nada de su familia.

– De todos modos, sería un muchacho muy joven, ¿no? Y ahora tendrá como mínimo entre setenta y ochenta tacos, ¿verdad?

– Sí.

– No voy a decirle la fuerza que se necesita para neutralizar a un adulto y propinarle varios golpes mortales con un punzón.

– El tridente multiplica la potencia del golpe.

– Pero luego el asesino arrastró a la víctima y su bici hasta el campo a unos diez metros de la carretera, con una cuneta de drenaje que atravesar y un talud que superar. Sabe usted muy bien cuánto cuesta arrastrar un cuerpo inerte, ¿no es cierto? Elisabeth Wind pesaba sesenta y dos kilos.

– La última vez que vi a ese hombre, ya no era joven pero de él emanaba todavía una gran fuerza. Realmente, Trabelmann. Con más de un metro ochenta y cinco, daba la impresión de tener un gran vigor y energía.

– La «impresión», comisario -dijo Trabelmann abriendo la puerta trasera a su brigadier, al que dirigió un breve saludo militar-. ¿Y cuánto hace de eso?

– Veinte años.

– Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír. ¿Puedo llamarle Adamsberg?

– Se lo ruego.

– Vamos a largarnos directamente a Schiltigheim rodeando Estrasburgo. Que se fastidie la catedral. Supongo que a usted le importa un comino.

– Hoy, sí.

– A mí siempre. Sencillamente, los chismes viejos no me dicen nada. La he visto cien veces, claro está, pero no me gusta.

– ¿Qué le gusta a usted, Trabelmann?

– Mi mujer, mis chiquillos, mi curro.

Un tipo sencillo.

– Y los cuentos. Adoro los cuentos.

No tan sencillo, rectificó Adamsberg.

– Y sin embargo, los cuentos son chismes viejos -dijo.

– Sí, mucho más viejos que su tipo. Continúe de todos modos.

– ¿Podríamos pasar primero por el depósito?

– Para tomar sus medidas, supongo. Nada que objetar.

Adamsberg estaba terminando su relato cuando cruzaron las puertas del Instituto Anatómico Forense. Cuando olvidaba ponerse derecho, como entonces, el comandante no era más alto que él.

– ¿Cómo? -gritó Trabelmann deteniéndose en mitad del vestíbulo-. ¿El juez Fulgence? ¿Está usted como una cabra, comisario?

– ¿Y qué? -preguntó tranquilamente Adamsberg-. ¿Le molesta a usted eso?

– Pero carajo, ¿sabe usted quién es el juez Fulgence? ¡Eso ya no es un cuento! Es como si me dijera usted que el que escupe fuego es el príncipe Encantador y no el Dragón.

– Apuesto como un príncipe, sí, pero eso no le impide escupir fuego.

– ¿Se da usted cuenta, Adamsberg? Hay un libro sobre los procesos de Fulgence. Y no todos los magistrados del país merecen figurar en un libro, ¿verdad? Era un tipo eminente, un hombre justo.

– ¿Justo? No le gustaban las mujeres ni los niños. No era como usted, Trabelmann.

– No estoy comparando. Era una gran figura, respetada por todo el mundo.

– Temido, Trabelmann. Tenía la mano cortante y pesada.

– Hay que hacer justicia.

– Y larga. Desde Nantes, podía hacer temblar el tribunal de Carcasona.

– Porque tenía autoridad, y acierto en sus puntos de vista. Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír.

Un hombre de blanco corrió hacia ellos.

– Un respeto, señores.

– Hola, Ménard -interrumpió Trabelmann.

– Perdón, comandante, no le había reconocido.

– Le presento a un colega de París, el comisario Adamsberg.

– Le conozco de nombre -dijo Ménard estrechándole la mano.

– Es un tipo divertido -precisó Trabelmann-. Ménard, llévenos al cajón de Elisabeth Wind.

Ménard levantó la sábana mortuoria, aplicadamente, y descubrió a la joven muerta. Adamsberg la observó sin moverse durante unos instantes, luego fue inclinando poco a poco la cabeza para examinar las equimosis en la nuca. Concentró después su atención en las perforaciones del vientre.

– Que yo recuerde -dijo Trabelmann-, la cosa tiene unos veinte o veintidós centímetros de largo.

Adamsberg movió la cabeza, dubitativo, y sacó un metro de su cartera.

– Ayúdeme, Trabelmann. Sólo tengo una mano.

El comandante desenrolló el metro sobre el cuerpo. Adamsberg colocó con precisión el extremo en el borde externo de la primera herida y lo extendió hasta el límite externo de la tercera.

– 16,7 cm, Trabelmann. Nunca más, se lo había dicho.

– Pura casualidad.

Sin responder, Adamsberg puso una regla de madera como señal y midió la altura máxima de la línea de las heridas.

– 0,8 cm -anunció enrollando de nuevo su metro.

Trabelmann hizo un simple movimiento de cabeza, algo turbado.

– Supongo que en el puesto podrá proporcionarme usted la profundidad de los impactos -dijo Adamsberg.

– Sí, con el punzón y el hombre que lo tenía. Y con sus huellas.

– ¿Aceptará, de todos modos, hojear mis expedientes?

– No soy menos profesional que usted, comisario. No desdeño ninguna pista.

Trabelmann soltó una corta carcajada, sin que Adamsberg entendiera por qué se reía.

En el puesto de Schiltigheim, Adamsberg puso su pila de expedientes sobre la mesa del comandante, mientras un brigadier le entregaba el punzón en una bolsa de plástico. El instrumento era de factura común y completamente nuevo, si no fuera por la sangre seca que lo manchaba.

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