Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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Wilkes calló, y Nigel, volviéndose rápidamente, miró a los demás. Fen, que al principio había dado claras muestras de impaciencia, estaba ahora inmóvil; sir Richard escuchaba echado hacia atrás, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas; Robert fumaba, al parecer atento al relato, pero Nigel tuvo la impresión de que un rincón de su mente estaba ocupado en cosas más importantes; Mrs. Fen tenía la cabeza sobre su labor.

– Todo empezó -siguió diciendo Wilkes- cuando echaron abajo una pared en la antecámara de la capilla, que como ustedes saben está en el ala nordeste del presbiterio. En esa época un arquitecto de Londres bastante competente se encargó de restaurar la capilla, dejándola por último tal como la conocemos ahora. Entonces el edificio era sumamente malsano, no podía quedar así, y en conjunto la belleza original del edificio no sufrió mayormente. De cualquier forma, en esos días prevalecía cierto espíritu reformista, en marcado contraste con nuestros desesperados e incesantes esfuerzos modernos en materia de preservación (simbólicos, sin duda, del hecho de que nos reconocemos incapaces de crear nuevas formas de arte), y no creo que los de la Confraternidad, ni tampoco la comisión de la capilla, se opusieran a la restauración, con la posible excepción del viejo doctor Beddoes, que objetaba por hábito, pero a quien en general nadie hacía caso.

»La historia arquitectónica del colegio está mal documentada, y siempre tuvimos la impresión de que uno de los presidentes que hubo bajo el reinado de Carlos I añadió la antecámara a fin de que le sirviera de bóveda a él y a su numerosa familia. En esencia, esa impresión resultó correcta, excepto en el sentido de que la antecámara era en parte la refección de una estructura anterior, probablemente el vestuario de los monjes benedictinos que originalmente tenían su monasterio en este solar, y del que aún hoy subsisten unos exponentes en el patio del ala norte, y en la capilla. De cualquier modo, quitado el revestimiento de la pared norte de la antecámara (que salió, a decir de los obreros, con facilidad pasmosa después del primer golpe de piqueta), quedó a la vista una pared mucho más antigua, con una losa de piedra bruta en el centro, y que por la parte baja debía de datar del siglo catorce. De más está decir que el descubrimiento causó sensación, y que de los cuatro puntos cardinales vinieron expertos en esas cosas, a pesar de que el capellán, que durante las restauraciones tuvo que celebrar los servicios religiosos en la nave principal, se quejó, según contaban, de que lo único que habían conseguido con eso era hacer más húmeda la capilla; y, en efecto, a los dos días lo atacó una bronquitis, y el presidente tuvo que reemplazarlo en los servicios, y dicho sea de paso, estaba tan desacostumbrado que la mayoría de las veces pasaba por alto la liturgia y el artículo trigésimo cuarto.

»Ahora bien, la losa de que les hablaba había sido agregada bastante tiempo después de construida la pared en sí, y tenía cuatro inscripciones breves, o mejor dicho, tres inscripciones y una adición posterior hecha con tinta o tiza indeleble. Encima de todo estaba la fecha: 1556, lo que demostraba que la habían erigido aproximadamente en la época de los mártires. Después venía un nombre: Johannes Kettenburgus. El bibliotecario, que estaba bastante empapado de la historia del colegio, situó sin dificultad en los libros una referencia a un tal John Kettenburgh, alumno ingresado en 1554, que había sido adicto ferviente del grupo de la Reforma, y a quien, dentro de lo que se podía juzgar de acuerdo con un documento contemporáneo preservado por azar, un contingente de pobladores y estudiantes furiosos (seguramente expresó sus ideas en forma demasiado agresiva) persiguieron por todo el colegio y terminaron golpeándolo contra una de las paredes de la capilla hasta darle muerte. Si alguno de ustedes lo desea, puede echar una ojeada al documento en cuestión, aunque, por supuesto, hoy en día lo guardamos bajo llave. Allí no se hace ninguna referencia a la suerte que corrieron los autores del hecho, pero lo más probable es que dadas las circunstancias no se haya tomado ninguna medida de represión severa. Y es fácil suponer que la losa fue colocada no bien subieron los reformistas anglicanos, aunque tampoco en ese sentido hay constancia.

Wilkes hizo una nueva pausa, durante la cual Nigel tuvo una vivida visión del joven estudiante atrapado como un animal contra la pared de la antecámara, y sintió el crujido de los huesos de sus dedos y muñecas, y el golpe final que le partió el cráneo, hundiendo el borde mellado del hueso en el cerebro. Aunque hacía calor, tuvo un estremecimiento, y se alegró al sentir la presión reconfortante del amplio respaldo del sillón contra la espalda.

– Pero, de todas, la tercera inscripción era la más interesante -continuaba ahora Wilkes-. Consistía simplemente en las palabras Quaeram dum inveniam, que significan, supongo: «Buscaré hasta encontrarlo.» Mientras que la cuarta, garabateada por un tipo de letra muy posterior, y aparentemente a la carrera, decía: Cave ve exeat.

– «No lo deje salir» -recitó Nigel.

– Exactamente. A quién, o por qué, no lo especificaba, si bien algo más tarde comenzamos a sospechar cuál era la respuesta al primero de los interrogantes. El origen y sentido de las inscripciones dio lugar a infinidad de comentarios y conjeturas, pero nadie pudo llegar a una conclusión concreta, con la excepción de que parecía bastante razonable suponer que otra vez habían removido el revestimiento de la pared, y que la cuarta inscripción la habían agregado en esa oportunidad, antes de reponerlo. Un profesor de Magdalen, que era experto en la materia, identificó la escritura (por la configuración de los rasgos y el material empleado, acerca de los cuales no recuerdo bien los detalles) como perteneciente al siglo dieciocho; y el bibliotecario dedicó cuanto rato libre le quedaba a recorrer la considerable colección de documentos y libros relacionados con ese período.

«Dos o tres días pasaron sin novedad, aparte de que los obreros no parecían trabajar muy a gusto en la antecámara, y uno de los muchachos del coro tuvo un ataque de histeria una mañana, durante el Venite, sin que después pudiera recordar qué lo había provocado, y hubo que sacarlo al patio. Además el polvillo de yeso levantado durante las demoliciones no parecía dispuesto a asentarse nunca, pese a que en la capilla casi no había corriente, y seguía flotando en nieblas y nubes en miniatura; a la larga, en vez de disiparse llegó a ser tan espeso y molesto que hubo que suspender los servicios de emergencia, con gran disgusto del capellán, que tenía ideas propias al respecto y que desde su lecho de enfermo anunció que por lo menos habían tenido un valor preventivo; pero sus protestas chocaron contra un muro de cortés indiferencia.

»Y así llegamos a Mr. Archer, el decano, un hombre meritorio que ocupaba uno de los primeros puestos en la vanguardia intelectual de su tiempo, vanguardia que consistía en una adhesión sin reservas al racionalismo y una admiración concomitante por hombres de la talla de Spencer, Darwin y William Morris. Imagino que sus libros de cabecera debían de ser los ataques de Gibbon contra el Cristianismo, y los trozos más solemnes de Voltaire, y como es lógico, no había demostrado mayor interés, de ninguna clase, en la restauración de la capilla; recuerdo que simplemente solía comentar, sotto voce, que si echaban abajo la capilla íntegra no se perdería gran cosa. Parece ser que cierta noche (esto lo supe por boca de un profesor que era su amigo íntimo) permaneció leyendo hasta tarde y después de vaciar su pipa antes de irse a la cama apagó la luz y, acercándose a la ventana, miró el jardín. Era una noche serena, sin nada de viento, con pocas nubes en el cielo y una luna pálida, anémica (que lo movió, si mal no recuerdo, a citar las líneas apropiadas de Shelley), y a primera vista algo en el aspecto del lugar le llamó la atención, algo raro, fuera de lo común. Interrogado después, sólo pudo decir que tuvo la impresión de que alguien había estado registrando el jardín de punta a punta, buscando algo con prisa febril. Por todo el jardín, las plantas aparecían movidas, apartadas como por obra de una ráfaga de viento súbita, y entonces, entre fascinado y despavorido, notó entre uno y otro macizos un movimiento irregular (como si alguien corriera entre ellos), algo demasiado metódico y definido como para que resultara tranquilizador. Evidentemente al principio se llevó un susto mayúsculo, y justo es reconocerle el mérito de haberse quedado junto a la ventana en vez de ir en busca de una compañía más grata que eso que había en el jardín. A los pocos minutos su obstinación halló recompensa; detrás de los macizos que hay en el lado opuesto del parque vio emerger una forma oscura, la vio mirar furtivamente alrededor y echar a correr hacia el colegio como alma que lleva el diablo. Cuando la forma estuvo más cerca, Archer reconoció a Parks, el organista becado de la época, y también vio que tenía el rostro transfigurado de miedo. Lo vio zambullirse en la seguridad del colegio, y cuando Archer desvió la vista hacia el jardín le pareció ver todo en orden, no se movía una hoja; apenas si, de reojo, alcanzó a divisar algo blanco en el lado sur de la capilla, en la parte que da al jardín. Pero cuando, de muy buena gana, asomó la cabeza por la ventana para ver mejor, comprobó que, fuera lo que fuese lo que había visto, ya no estaba.

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