Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– Lo de siempre, loas a Yseut.

– ¡Ah, era eso! -Nicholas rió-. Rachel la odia. Su pose de mujer fría y sensata no engañaría a un niño. En el fondo la aborrece.

– ¿Es pose? -preguntó Nigel.

El otro se encogió de hombros.

– ¡Quién sabe! Para mí, al menos, lo es. «Todos los hombres son iguales» -citó burlón-. «Con tal de cambiar, cualquiera viene bien.»

– ¿Acaso no es así?

– Cualquier cambio, por bueno que sea, viene mal -afirmó Nicholas, categóricamente-. Pero basta de charla, hasta mañana -desapareció escalera abajo, y Nigel volvió a su cuarto y comenzó a desvestirse.

En los largos pasillos del hotel las luces principales habían dejado de brillar hacía rato; sólo quedaban unos cuantos focos débiles, bien espaciados entre sí. Peter Graham soltó un quejido y se agitó inquieto en sueños. En el gran vestíbulo de entrada, iluminado apenas por la única lámpara que pendía del techo, el portero nocturno dormitaba incómodo en su cubículo, y por eso no vio a la persona que subió sigilosamente la escalera hasta el cuarto de Peter Graham, ni tampoco lo que esa persona llevaba al volver. Las puertas de vaivén crujieron levemente, despabilando hasta cierto punto al portero, que, sin embargo, al abrir los ojos y no ver a nadie, se volvió a dormir. En su cuarto, Nigel dejó caer un botón del cuello que salió rodando por el suelo, yendo a parar debajo de la mesilla de noche.

– ¡Maldito sea! -exclamó.

No sabía por qué, pero estaba inquieto; algo pedía a gritos una investigación. La fría razón le decía que lo olvidara y se acostase de una vez. Pero un miedo, un presentimiento irracional terminó por doblegar la fría razón. «Nada tan estúpido como preocuparse por algo inexistente», protestó mientras buscaba su bata y se envolvía en ella. Dos minutos después abría la puerta de la salita de Peter Graham.

Encendió la luz. Nada había cambiado; la nube de humo de cigarrillo todavía no se había disipado, la alfombra seguía cubierta de ceniza. Insultándose por obrar como un ignorante supersticioso, fue sin hacer ruido hasta el cajón donde habían guardado el famoso revólver. Al abrirlo y mirar dentro sintió una extraña comezón en la nuca.

El cajón estaba vacío. Revólver y balas habían desaparecido.

Volvió a cerrarlo, y dejándose llevar por un impulso repentino limpió con un extremo de la bata la parte del tirador que había tocado. Después, yendo hasta la puerta del dormitorio, la empujó un poco. Un rayo de luz rasgó las tinieblas del interior. Del cuarto salía la respiración acompasada de quien duerme profundamente. Nigel cerró la puerta con suavidad y regresó a su habitación.

Durmió muy mal esa noche. A cada rato se despertaba y permanecía desvelado largo tiempo, fumando y pensando en su reciente descubrimiento. Nicholas, que ocupaba la habitación contigua, volvió tarde, y al acostarse provocó un ruido que Nigel encontró totalmente innecesario. El hecho en sí de la desaparición del arma no tenía nada de particular, ya que cualquiera podía haberlo tomado para hacer una broma, o acaso, ¿por qué no?, el mismo Peter Graham lo había prestado a uno de sus invitados. Claro que los había despedido a todos, y juraría que nadie llevaba entre sus ropas un objeto tan pesado y voluminoso como un Colt 38. Entonces la única conclusión que se podía sacar -nada tranquilizadora, por cierto- era que alguien había regresado subrepticiamente a la salita y se lo había llegado una vez deshecha la reunión, entre el momento en que Nicholas se marchó y el instante en que regresó al cuarto de Graham. ¿Habría sido Nicholas? Parecía el candidato más probable, pero en rigor a la verdad, podía haber sido cualquiera.

Se levantó y desayunó temprano, preguntándose cómo habrían amanecido los elementos más bochincheros de la reunión de la víspera. Después, a las nueve y media, subió a su cuarto en busca de un libro. En el camino pasó por el corredor al que daban las habitaciones de Robert y Rachel, y el destino quiso que presenciara una coincidencia llamada a tener honda repercusión en el futuro. Justo cuando pasaba frente al cuarto de Rachel, la actriz salía evidentemente dispuesta a bajar para desayunarse.

Y en ese preciso instante Yseut salió del cuarto de Robert, que quedaba enfrente.

Los tres quedaron petrificados; y para Nigel, al menos, lo que implicaba la aparición de Yseut en tales circunstancias saltaba a la vista. Decir que se asombró, sería no hacer justicia a lo que sintió; Nigel se quedó atónito. Era increíble que Robert hubiera dormido con Yseut esa noche: especialmente teniendo en cuenta el estado en que Helen se la había llevado. Pero ¿qué otra cosa se podía pensar? Aparentemente Rachel era de la misma opinión, y la expresión de su rostro distaba mucho de ser un espectáculo agradable. Además el aspecto de Yseut llamó poderosamente la atención a Nigel. Vestía pantalones arrugados y una blusa igualmente ajada, y en la mano llevaba un bolso y una delgada libretita roja, en tanto que en sus ojos se leía una mezcla más bien repelente de miedo y satisfacción.

Se miraron un momento en silencio. Por fin Yseut, con una mueca burlona, echó a andar escalera abajo. Nadie había dicho una palabra.

Rachel hizo ademán de dirigirse al cuarto de Robert, pero Nigel la tomó de un brazo.

– ¿Le parece una actitud inteligente? -dijo.

Después de una pausa casi imperceptible, la mujer asintió y, lentamente, siguió los pasos de Yseut por la escalera, rumbo al comedor.

Nigel llegó a su cuarto, francamente pasmado. Todo aquello resultaba inconcebible. Claro que no era asunto de su incumbencia; por supuesto, no había ninguna razón para preocuparse tanto por problemas ajenos. Y, sin embargo, no podía pensar en otra cosa, y un miedo informe latía persistente en el fondo de su conciencia. Le costó convencerse de que debía encauzar sus pensamientos por otra senda.

Cuando volvió a ver a Yseut, Nigel llevaba en el bar desde las diez en compañía de Robert, charlando de intrascendencias, pero sin poder sobreponerse a su embarazo. A eso de las diez y diez, Donald Fellowes había entrado y depositado sobre un radiador la pila de piezas para órgano que traía, y fue a hacerles compañía. No estaba muy animado esa mañana; por el contrario parecía sumido en un estado de hosquedad permanente. Con toda premeditación habló dirigiéndose siempre a Nigel, lo que consiguió irritar sobre manera a Robert para quien posiblemente la misma actitud habría sido motivo de diversión dos días antes; y como hablaba principalmente de música, tema en el que Nigel no era muy entendido y sobre el cual no tenía interés en aprender nada, la conversación pronto se tornó esporádica. Los tres se obstinaban en eludir toda referencia a temas personales, de manera que sobre la reunión de la víspera sólo se dijo una que otra observación vaga y convencional. Y era evidente que Donald aún no se había repuesto de los efectos de la borrachera.

El ensayo de esa mañana estaba fijado para las once. Después del primer ensayo Nigel no había vuelto al teatro, y en conjunto tenía muy pocos deseos de hacerlo, por lo menos no antes del domingo.

– Hoy nos tomaremos una hora para almorzar -anunció Robert-, y después seguiremos sin descanso toda la tarde.

– ¿Quiere hacerme un favor, preguntarle a Helen si acepta almorzar conmigo? Estaré esperándola aquí, en el hotel, a partir de las doce.

– ¿A Helen? Sí, cómo no.

En ese momento Yseut entró en el bar. Vestía con el mismo desaliño que Nigel había advertido más temprano esa mañana, y todavía llevaba en la mano el bolso y la libreta. Nigel captó la expresión de ira ciega que reflejó el semblante de Robert al verla, y también un sobresalto que éste no pudo disimular; en seguida lo vio dominarse con esfuerzo y adoptar un aire despreocupado que no pudo ocultar su desasosiego. «Teme que se le prenda del cuello otra vez, y dispare una andanada de indirectas sobre lo que pasó entre ellos anoche», pensó Nigel, agregando mentalmente la acotación, «que es exactamente lo que hará». Yseut miró a Robert con una mezcla de orgullo y desafío, depositó sus cosas en algún lado y fue hacia el mostrador contoneándose. Ninguno de los tres hombres se ofreció a traerle una bebida, pero ella estuvo observándolos atentamente mientras pedía coñac al encargado y traía el vaso hasta la mesa.

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