Jean asintió con la cabeza y salió corriendo del camerino sin dejar de sollozar, en la puerta se llevó por delante a Jane, que en ese preciso momento se asomaba para decir:
– ¡Vamos, todos, al segundo acto! -después, por lo bajo, preguntó a Richard-: Santo cielo, ¿qué ha pasado ahora? -y desapareció.
– Me parece, Yseut, que deberías tener más cuidado -dijo Rachel fríamente-. Una o dos escenitas como ésa, y de la compañía no quedan ni rastros.
– No pienso permitir que semejante mocosa critique mis asuntos en público -dijo Yseut-, y por cierto que no es cosa de tu incumbencia. Vamos, Donald, salgamos de esta atmósfera viciada. Aparentemente una de las últimas disposiciones establece que la amante del director puede dar órdenes a la compañía cada vez que le da la gana.
– Lo que necesita esa chica -dijo Rachel a Nigel cuando Yseut se hubo marchado- es una buena paliza.
La compañía volvió a reunirse en el escenario, pero el ambiente de depresión creado por el incidente subsistió durante todo el ensayo. La noticia de lo ocurrido durante la escena protagonizada por Yseut había corrido de boca en boca con la velocidad del relámpago, y eso bastó para que el ánimo de la compañía, tan sensible siempre, cayera por el suelo. Nigel se quedó un rato más, pero poco antes de la una abandonó el teatro para regresar muy pensativo al Mace and Sceptre, para almorzar.
Casi una semana habría transcurrido antes de que comprendiese que esa mañana había oído algo que le permitiría desenmascarar a un asesino.
PREMONICIÓN
Orad por mí, ¡oh! amigos míos. Un visitante
Está haciendo oír su horrenda llamada a mi puerta.
Nunca, nunca para asustarme y para intimidarme,
Una llamada semejante había llegado hasta mí,
Newman.
Nigel pasó el resto del día en ocupaciones diversas y no muy interesantes. Sus vacaciones estaban resultando bastante aburridas, principalmente porque en Oxford conocía a muy poca gente, mientras que las personas que había conocido desde su llegada, además de pasar la mayor parte del tiempo ocupadas en sus cosas, se llevaban tan mal entre sí que difícilmente podía tildarse de grata su compañía. De no ser por Helen, lo más probable era que hubiese hecho las maletas y regresado a Londres sin pensarlo dos veces. Esperaba ver a Nicholas a la hora del almuerzo, pero había partido inesperadamente y no regresaría hasta el día siguiente. Una incursión por viejos antros, emprendida con la esperanza de obtener algún agradable frisson de reminiscencia, no tuvo el efecto deseado. Y cuando el cielo se nubló, y comenzó a caer una llovizna tenue, pero persistente, desistió fastidiado y se metió en un cine. Comió tarde, y luego intentó leer un rato en el vestíbulo del hotel, hasta que llegara la hora de ir a buscar a Helen.
La velada tuvo la virtud de levantarle un poco el ánimo. Helen quitó toda importancia al rumor de su romance con Richard, tema que Nigel se cuidó de sacar a colación a riesgo de parecer indiscreto; asegurando que no tenía fundamento, la muchacha lo acusó de ser un inocente si imaginaba que un comentario de esa clase, viniendo de Yseut, podía guardar alguna relación con la verdad. Camino de la casa de Helen, Nigel se puso sentimental en términos que no vienen al caso relatar aquí; y por último regresó al hotel tan contento que por fuerza hay que suponer que no fue mal recibido.
El día siguiente, fijado para la memorable reunión de Peter Graham, trajo consigo un tardío reflejo de calor estival, que se prolongó hasta el fin de semana. Peter Graham, que había pasado el martes cortejando a Rachel en forma incesante y por demás inconveniente, lo dedicó en su casi totalidad a febriles preparativos para la fiesta. Por la mañana Nigel lo encontró en el bar cargado de flores y tratando de sacarle un par extra de botellas de gin al encargado. «¡Guindas!», decía presa de viva excitación. «¡Necesito guindas! ¡Y aceitunas!» Saludó a Nigel alegremente y, arrastrándolo hasta varios comercios cercanos, adquirió gran cantidad de artículos caros y superfluos para la reunión.
Como Nigel admitiría más tarde, la fiesta resultó un éxito dentro de sus límites. Hubo notas desagradables, que observó a través de un placentero vaho alcohólico; y de cualquier manera, en los últimos días se había acostumbrado tanto a las notas desagradables que, de no haber habido ninguna, se habría alarmado. Sin embargo el último incidente -si es que puede llamarse incidente a algo que pasó completamente inadvertido- llegó al punto de inquietarlo.
Primero había ido al teatro, donde asistió a la representación de una obra en la que un grupo de hombres y mujeres cometían una compleja serie de adulterios, sin extraer de ello mayor placer aparente y acompañándose en comentarios estériles y ruidos de vasos. Disfrutó, no obstante, viendo actuar a Yseut, y más todavía, aunque de manera muy distinta, mirando a Helen; y lo irritó ligeramente comprender que cada vez que la muchacha aparecía en escena él experimentaba una rara sensación de orgullo y posesión, hasta el extremo de tener que dominar un fuerte deseo de codear a sus vecinos de butaca para obtener una aprobación similar. Pero a la larga la trivialidad de la trama lo fastidió tanto que se fue antes del final, sin preocuparse siquiera de averiguar el desenlace. Sin duda todos los personajes sucumbían a uno u otro trastorno nervioso.
En consecuencia llegó temprano a las habitaciones de Peter Graham, encontrando que Nicholas había madrugado más que él y estaba cómodamente instalado en un rincón que al parecer no pensaba abandonar en toda la noche. Ciertamente Peter había hecho gran despliegue de botellas y vasos, y ahora, en medio de la exhibición, con marcado aire de propietario y sin que hubiera la menor necesidad, instaba a Nicholas a beber cuanto pudiera antes de que llegasen los demás. Nigel notó con asombro cuán sereno se mantuvo Nicholas a lo largo de la velada; pensándolo bien, no recordaba haber visto en su vida a alguien que bebiera tanto con tan poco efecto.
No llevaría más de diez minutos cuando llegaron Robert y Rachel, cuya aparición Peter Graham saludó con exclamaciones de entusiasmo. Poco después caían dos oficiales del Ejército, conocidos de Peter, y luego, en grupitos de dos o tres, una delegación bastante nutrida del teatro.
– Nos pidió que trajéramos invitados -se excusó Robert-, y si no me equivoco, viene la compañía en pleno. Menos Clive -añadió tristemente-, que, como de costumbre, fue a ver a su mujer -las inquietudes conyugales de Clive comenzaban a obsesionarlo.
Jean, Yseut, Helen y Donald Fellowes llegaron juntos, con una colección heterogénea de «agregados» del teatro. Algo bastante parecido a armonía reinaba entre ellos, pero poco tardó Nigel en notar que en el fondo la situación no había variado; si en realidad había habido un cambio, ahora era peor. Richard, hombre alto, rubio, de unos treinta años, también fue, lo mismo que Jane, el director de escena. Divertido, Nigel advirtió a Peter cierta tendencia a pasar de Rachel a Jane, maniobra en la que no evidenciaba mucha destreza; pero indudablemente producía a Rachel más alivio que otra cosa. Cumplido el plazo de conversación formal, siguió una alegría odiosa. Por encima del parloteo general se alzaban de vez en cuando fragmentos de charla.
– Oh Jane, querida, eres terrible.
– Le aseguro que Chéjov empezó a desintegrar el drama desintegrando al héroe…
– Así que le dije que a mi entender tendrían que dar Otelo completo…
– … querían hacer Wycherley con ropa moderna, pero lord Chamberlain se interpuso…
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