Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– Bueno, chicos -dijo-, ¿qué tal se sienten después de la orgía de anoche? Pobre Donald, estás verde.

– No sé, pero me parece más apropiado que nosotros le hagamos esa pregunta a usted -dijo Nigel secamente.

– ¿Oh, tan mal estuve anoche? -Yseut ensayó una sonrisa forzada-. Bueno, no se es joven más que una vez, como dicen. Este…, esta mañana fui a tu cuarto, Robert querido. Lamenté mucho no encontrarte. Y lo peor es que cuando el pobre Nigel me vio salir pensó lo peor. Y Rachel también. Fue una lástima que tropezara con ella; tenía la impresión de estar siendo tan discreta -tomó el vaso con mano temblorosa y apuró la mitad del contenido de un trago-. De cualquier forma, encontré lo que buscaba -sonrió torpemente.

– Me alegro -dijo Robert-. Yo también lamento que no me hayas encontrado.

– No importa…, querido.

«Empiezan las indirectas», pensó Nigel resignado.

– Claro que hoy no te veré en el ensayo -prosiguió Robert-, pero como supongo que querrás hablarme de algo…

La muchacha enarcó las cejas.

– ¿Yo, querido? De nada, absolutamente de nada. Lo que acabas de decir suena a conspiración, ¿no, Nigel? Como si quisieras darme un cheque para que no te haga chantaje. En ese caso no creo que a los demás les importe. Aunque desde luego no pienso aceptar ningún cheque, ni te estoy chantajeando; es una solución tan poco inteligente, y encuentro mucho, muchísimo más justo, que se sepa la verdad.

– ¿Quieres explicar de qué demonios estás hablando, Yseut? -preguntó Donald de mala manera.

– De nada, querido. Era una broma entre Robert y yo.

– Es hora de que me vaya -balbució Donald, torpemente.

– ¿Tan pronto, Donald? ¿Vas a practicar en el órgano? Bueno, ve entonces y toca bien.

Donald se levantó, tomó sus piezas de música y permaneció mirándola un momento. Después, con un movimiento brusco, giró sobre los talones y se marchó, seguido por la sonrisa condescendiente de Yseut.

– Buen muchacho -comentó-, pero un poco rústico. Esperen que les traigo otra copa.

Nigel se levantó automáticamente.

– ¿Qué toman? ¿Whisky y soda? Acompáñeme, Nigel, así me ayuda a traer los vasos.

Camino del bar, Yseut volvió la cabeza varias veces para mirar a Robert y sonreírle. Una vez junto al mostrador se apoyó de espalda, dejando que Nigel hiciera el pedido.

Por desgracia, justo cuando el encargado daba a Nigel los vasos, uno se le escurrió entre las manos, derramando su contenido por el mostrador. Nigel apartó a la joven rápidamente, pero no a tiempo para impedir que el líquido oscuro le manchara la blusa.

– ¡Pedazo de…! -gritó Yseut-. ¡Si será torpe! Rápido, deme un pañuelo para limpiar esto.

Nigel le dio el pañuelo, pugnando en vano por sentir algún remordimiento, y luego pidió otro coñac mientras Yseut se frotaba la blusa. De pronto, se sintió espantosamente descompuesto -sin duda un efecto tardío de la reunión de la víspera- y muy, pero muy cansado de Yseut y de todas las personas relacionadas con ella. Irritado, presa de súbito rencor, pensó: «¿Por qué no se morirán todos juntos?»

Volvieron a la mesa con las bebidas (que Yseut por propia conveniencia había olvidado pagar). Nigel la vio mirar alrededor, ponerse rígida y enrojecer de rabia. Miró a Robert con una expresión de odio tal que, contra su voluntad, le acudieron lágrimas a los ojos.

– ¡Maldito seas! -gritó, y arrojando literalmente su vaso sobre la mesa arrebató el bolso de donde lo había dejado y se marchó.

El asombro pintado en la cara de Robert era natural.

– ¡Vaya, vaya! -exclamó-. ¿Qué bicho le ha picado?

Con un gruñido, Nigel se sentó.

– Que Dios la ayude -dijo, harto, y apuró el whisky doble de un trago. Como era de prever, aquello acabó de descomponerlo; con inmenso alivio vio aparecer a Rachel, que le brindó así una buena coyuntura para despedirse con un pretexto. Evidentemente Rachel querría hablar a solas con Robert, y la conversación seguiría canales intrascendentes hasta que se marchara.

– ¿No olvidará mi mensaje para Helen? -preguntó poniéndose de pie.

– ¿Su mensaje? -repitió Robert, sin comprender-. Ah, sí, claro. No, no olvidaré.

– Adiós entonces.

Rachel le dirigió la sombra de una sonrisa.

– A rivederci -dijo Robert.

– A rivederci -repitió él, y se marchó.

«Hipócrita despedida», pensó furioso mientras empujaba las puertas de vaivén para salir a la calle, rumbo a St. Christopher's; «nada me agradaría más que no volver a ver a ninguno de ellos. Que todos sigan peleándose como perros y gatos. Que se maten unos a otros con revólveres robados, maldito si me importa. Pero esa gente no tendría agallas ni para eso. Son todos superficiales, huecos, estúpidos, en una palabra. No, no tendrían agallas».

Pero se equivocaba. Porque ahora, en las fronteras de la mente, los chacales y las hienas volvieron a sus cuevas, y los lobos salieron de ronda con sigilo en círculos que iban convergiendo poco a poco hacia un punto, y al llegar a ese punto la manada se abalanzó enfurecida sobre una silueta que gritaba forcejeando, pugnando por liberarse, y la callaron. Por obra de una súbita alquimia secreta, las pullas y discusiones se convirtieron en terror físico, en agonía física, en muerte violenta. Esa tarde Nigel abandonó Oxford con destino a Londres; regresó a la tarde siguiente y oyó un disparo.

Cuando volvió a ver a Yseut, la joven estaba muerta.

5

«CAVE NE EXEAT»

He visto allí fantasmas que eran como hombres

Y hombres que eran como fantasmas deslizarse y deambular.

Thomson.

– Intuición -dijo Gervase Fen, con firmeza-, en eso termina todo a la larga: intuición.

Miró desafiante a su auditorio, como instándolos a que lo contradijeran. Pero nadie lo hizo. Por un lado estaban en las habitaciones del propio Fen, y como todos habían hecho los honores al fino oporto con que el dueño de la casa los había convidado, discutir su punto de vista habría sido una descortesía. Por el otro, hacía un calor espantoso y Nigel, al menos se sentía muy poco inclinado a hacer otra cosa que descansar. Eran las ocho de la noche del viernes, y hacía apenas tres horas que había llegado de Londres, después de un viaje agotador. Estaba fatigado. Estiró las piernas, dispuesto a asimilar lo que Fen tuviera que decir sobre su tópico favorito.

La habitación era amplia, miraba hacia el segundo patio de St. Christopher's de un lado, y el jardín del otro. Estaba en el primer piso, y le daba acceso un corto tramo de escalones que nacían en el corredor abierto por el que se llegaba al jardín.

Amueblada con sobria elegancia, sólo algunas miniaturas chinas y las filas de libros minuciosamente dispuestos en la estantería baja que cubría las cuatro paredes del cuarto rompían el crema frío de los muros, en marcado contraste con el verde oscuro de la alfombra y las cortinas. Varios medallones y bustos descascarados de los principales maestros de la literatura inglesa adornaban la repisa de la chimenea, y un enorme escritorio, atestado de papeles y libros en completo desorden, dominaba la pared que daba al norte. La esposa de Fen, una mujercita sencilla, con gafas, dueña de una gran sensibilidad y que contra toda lógica respondía al nombre de Dolly, estaba junto a una esquina de la chimenea, donde ardían innecesariamente unas cuantas brasas. Fen se había situado en el otro extremo, y espaciados a intervalos diversos entre ambos estaban Nigel, sir Richard Freeman y un profesor muy anciano llamado Wilkes, que minutos antes se había unido al grupo sin ninguna razón aparente. Cuando llegó, Fen fue extremadamente grosero con él, pero por hábito siempre lo era con todos; consecuencia natural, reflexionó Nigel, de su monstruoso exceso de vitalidad.

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