– Oh, usted. ¿Qué desea? -había preguntado al verlo. Pero tras sentarse en una silla, Wilkes había pedido un whisky, decidido evidentemente a quedarse, y hasta tarde.
– Es una lástima que haya venido, ¿sabe? -prosiguió entonces Fen-. Seguramente se aburrirá con esta gente -y nadie habría podido decir en detrimento de quién había hecho el comentario.
Wilkes, no obstante, era un poco sordo. Haciendo caso omiso de esa y otras insinuaciones por el estilo, dedicó una sonrisa benévola a la concurrencia en general y renovó su anterior pedido de whisky. Fen se lo sirvió entre resignado y pesaroso, y a partir de entonces buscó consuelo criticando por lo bajo al viejo colega, lo que resultó muy embarazoso para todos, menos para Mrs. Fen, que, aparentemente acostumbraba a tan extemporáneo comportamiento, soltaba de vez en cuando un: «¡Por favor, Gervase!», en automática reconvención.
Caía la noche. De un lado una breve estructura salida del tablero de Iñigo Jones, del otro el gran parque flaqueado de árboles y canteros se desdibujaban en la penumbra. En el horizonte tres reflectores comenzaron a trazar sus complicados dibujos trigonométricos, mientras que abajo, en el patio, algunos estudiantes bulliciosos entonaban un coro escolar con una letra algo distinta de la incluida en las versiones impresas.
Sir Richard Freeman dejó oír una tosecita desaprobatoria cuando Fen se embarcó en su logomaquia; no era la primera vez que oía esos conceptos. Pero indirectas tan sutiles no hacían mella en Fen, que siguió ampliando sus ideas con numen desbordante.
– Es como siempre le digo, Dick -decía ahora-, la investigación policíaca y la crítica literaria terminan en lo mismo: intuición, esa componente miserable y degradada de nuestras seudofilosofías modernas… Sin embargo -continuó, descartando la intrusa divagación con evidente renuncia- no se trata de eso. Se trata, sencillamente, de que a un detective la relación que existe entre una pista y otra (la naturaleza de la relación entre una y otra pistas, diría yo) se le ocurre exactamente en la misma forma (ya sea por lógica acelerada o cualquier otra facultad perfectamente extrarracional) que el crítico literario capta la naturaleza de la relación que hay, digamos, entre Ben Jonson y Dryden.
Se interrumpió, vacilante, olfateando acaso un fallo inherente en el ejemplo, pero saltándolo apresuradamente volvió a internarse en cambio en las regiones más seguras de la peroración abstracta.
– Así que una vez que a usted se le ocurre una idea, puede trabajar con vistas a corroborarla basándose en algo del texto, o en alguna de las restantes pistas. A veces equivoca el camino, por supuesto, pero siempre está la lógica para confirmarlo o refutarlo. La consecuencia lógica -añadió sonriendo alegremente, al tiempo que movía inquieto los pies- es que si bien un detective no es por fuerza un buen crítico literario -y aquí señaló triunfante a sir Richard-, los buenos críticos literarios, si se toman la molestia de adquirir el equipo técnico elemental que requiere el trabajo policial -aquí sir Richard soltó un gemido-, son siempre buenos detectives. Yo mismo, como detective, soy bastante competente -concluyó modestamente-. En realidad en toda la ficción soy el único crítico literario detective.
Por un momento los presentes consideraron la pretensión en silencio. Pero ninguno llegó a expresar su opinión al respecto, si tal querían, porque en ese momento sonó uno de los teléfonos que había sobre el escritorio de Fen. Éste se puso en pie de un salto y fue hacia el escritorio a grandes zancadas. Los demás aguardaron, con esa sensación de embarazo que experimentamos al vernos en la necesidad de escuchar una conversación telefónica privada. Wilkes comenzó a tatarear la obertura del Heldenleben de Strauss, que lo llevó hasta tres octavas y media y terminó en una serie de sonidos realmente extraordinaria. Un eco fantasmal, probablemente de una radio o gramófono, lo acompañó desde algún punto del edificio, haciendo pensar a Nigel que Wilkes no era tan sordo si podía oír eso. Pero el canto no bastaba para cubrir lo que Fen decía por el teléfono.
– ¿Quién?… Sí, por supuesto. Dígale que suba -colgó el teléfono y se enfrentó a los demás, frotándose las manos, satisfecho-. Era de la portería -anunció-. Robert Warner, el autor teatral, viene a verme. Será una buena oportunidad para ver qué siente cuando escribe, y qué hace para inspirarse.
Un solo gemido de desaliento saludó a sus palabras; el hábito de Fen de interrogar a la gente acerca de su trabajo, aun en contra de la voluntad del interesado, no se contaba precisamente entre sus características más simpáticas.
– No sé si sabrán -añadió- que nosotros, los críticos literarios tenemos la obligación de llegar a la raíz de las cosas -su mirada se posó en Wilkes, a quien, ni corto ni perezoso, preguntó-: ¿No querría dejarnos ahora, Wilkes? Mucho me temo que la conversación le resulte demasiado pesada.
– No, no querría -replicó el aludido, con súbita aspereza-. Acabo de llegar. Y por amor de Dios, hombre, siéntese de una vez -chilló- y deje de dar vueltas, que marea.
Esto abochornó tanto a Fen, que se sentó, y guardó un silencio malhumorado hasta que, a los pocos minutos, entró Robert Warner.
El recién llegado saludó cortésmente a Nigel y fue presentado a los demás, conservando una sangre fría admirable mientras Fen corría a traerle una silla, y algo de beber, y una caja de cigarrillos que en su excitación dejó caer al suelo desparramando todo su contenido. Cuando terminaron de recoger los cigarrillos se sentaron, jadeantes todos y con el rostro encendido, y sobrevino una larga pausa, rota de improviso por Wilkes, que anunció muy resuelto:
– Voy a contarles un cuento de fantasmas.
– ¡No, no! -gritó Fen, alarmado-. Verdaderamente no hay necesidad, Wilkes. Espero que podamos sostener algo parecido a una conversación sin llegar a esos extremos.
– Pues opino que sería muy interesante -porfió Wilkes, inexorable-, no sólo porque atañe a este colegio, sino también porque sucede que es una historia verdadera. Además, a diferencia de la mayoría de los cuentos de fantasmas reales, es interesante, emocionante me atrevería a afirmar. Pero claro que si les aburre… -paseó por los presentes una mirada mansa.
– ¡Aburrirnos, qué esperanza! -dijo sir Richard, granjeándose con el comentario una mirada furibunda de Fen-. Personalmente me vendría bien oír algo entretenido -bostezó-. Tengo sueño.
– Nosotros también -saltó Nigel, para agregar apresuradamente-: Quiero decir que también nos gustaría oír ese cuento.
– ¿Entonces no se oponen a que siga? -preguntó Wilkes.
Murmullos vagos, no muy discernibles.
– ¿Seguro que nadie tiene nada que objetar?
Nuevos murmullos, acaso más vagos.
– Muy bien, entonces. Hasta cierto punto, lo que voy a contarles se basa en mi experiencia personal. En esa época era estudiante (sería más o menos a fines del siglo pasado), y aunque el pequeño escándalo que provocó el asunto se mantuvo en el más absoluto secreto, conocí personalmente a varios de los protagonistas. Por supuesto que en esos días no había Sociedades de Investigaciones Psíquicas (mejor dicho, si bien es cierto que Sidgwick y Myers formaron una en mil ochocientos ochenta y dos, nadie le tenía mucha estima), y tengo la impresión de que si a alguien se le hubiera dado por investigar el asunto, crucifijos y pentagramas aparte, no habría hecho más que empeorar las cosas. Dejando de lado las suposiciones, lo cierto es que el presidente de entonces, sir Arthur Hobbes, abrazó la causa del sentido común y tomó las medidas que dictaba la razón; aun cuando supongo que nunca sabremos si consiguió o no echarle tierra al asunto. Lo que sí sé es que desde entonces no volvió a ocurrir nada semejante, pero quién puede asegurar que la caja de sorpresas no está todavía allí, esperando a que alguien levante la tapa por segunda, no, por tercera vez.
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