Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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Fue en ese instante cuando oyeron el disparo.

6

ADIÓS, BIENAVENTURANZA DE LA TIERRA

La desnudez de la carne, aunque indomable, se sonrojará

La extrema desnudez del hueso sonríe

desvergonzada,

El asexual esqueleto se burla de mortajas y féretros.

Thomson.

En la habitación se había hecho un silencio tal que por un momento el ruido del disparo pareció ensordecedor. Sólo cuando se hubo repuesto de la impresión inicial, comprendió Nigel que había partido de abajo: del cuarto de Donald Fellowes. Como broche de la historia que acababan de oír, no era un sonido muy estimulante. Hasta el flemático sir Richard tuvo un sobresalto.

– ¿Serán esos bandidos de estudiantes que andan traveseando por ahí, Fen? -preguntó.

– En ese caso -repuso el aludido, levantándose resueltamente, tendrán que oírme. Tú espera aquí, querida -añadió, a su mujer-, que voy a ver qué ha sido.

– Lo acompaño -anunció sir Richard.

– Y yo -dijo Nigel.

Mrs. Fen asintió en silencio y reanudó su labor. Wilkes nada dijo, absorto en la contemplación del fuego que moría en la chimenea. Cuando salían del cuarto, sir Richard extrajo su reloj y, como el propio Nigel diría posteriormente, se volvió hacia él con aire grave y decidido.

– ¿Qué hora tiene? -le preguntó.

– Exactamente las ocho y veinticuatro -respondió Nigel, tras echar un rápido vistazo al suyo.

– Perfecto. Habrá pasado un minuto. Las ocho y veintitrés es un cálculo bastante aproximado.

– ¿No le parece que se está adelantando a los acontecimientos?

– Conviene saber la hora -respondió sir Richard, sin dar más explicaciones. Y ambos siguieron a Fen por la escalera.

Abajo encontraron a Robert Warner, que en ese momento salía del lavabo con una expresión de cómica ansiedad en el rostro.

– ¿Qué fue ese estrépito? -preguntó-. Me pareció un disparo.

– Eso precisamente es lo que vamos a averiguar -contestó Fen-. Creo no equivocarme al decir que salió de aquí.

La puerta de la derecha, que daba a una salita y tenía la inscripción «Mr. D.A. Fellowes» en letras blancas en la parte superior, estaba entreabierta. Fen la abrió de par en par, y los demás entraron tras él. El cuarto no contenía nada de particular. Como la mayoría de las habitaciones del colegio, tenía pocos muebles y un único rasgo desusado: el piano de cola que se veía en el rincón de la derecha. A la izquierda había un biombo, cuyo propósito debía de ser sin duda evitar las corrientes de aire, que como Nigel no había olvidado abundaban en el colegio, pero un fugaz vistazo detrás permitió comprobar que no ocultaba a nadie, ni nada. Frente a la ventana de la pared opuesta, a la derecha, había un pequeño escritorio; una mesa con un par de sillas de apariencia incómoda en medio de la gastada alfombra; y a la izquierda estaba la chimenea, flanqueada por dos sillones tapizados en chintz. Completaba el montaje una enorme biblioteca, en uno de cuyos estantes languidecían unos cuantos libros solitarios, y en otro una alta pila de música, libros de himnos, antífonas y cánticos. Aliviaban apenas la austeridad de las paredes, revestidas con feos paneles de roble oscuro, contadas y pequeñas reproducciones de grabados modernos, y en la penumbra de la hora el ambiente daba una impresión de profunda melancolía. Pero la estancia era fiel reproducción de muchas otras, y como nadie la ocupaba, ni Donald Fellowes ni ninguna otra persona, Nigel apenas le dedicó una mirada, apresurándose en cambio a seguir a Fen y a sir Richard por la puerta de la pared opuesta, la del dormitorio.

También esta segunda puerta estaba entreabierta, y al cruzar el umbral se encontraron en un cuartucho frío, poco acogedor, en forma de ataúd y amueblado aún con más economía que la salita que acababan de dejar. Pero por el momento ninguno notó esos detalles.

Porque junto al umbral había un hombre, con los ojos clavados en el cuerpo exánime de Yseut Haskell, caída en el suelo con un agujero negro en mitad de la frente y la parte superior del rostro ennegrecida y chamuscada.

Como sucede con la gran mayoría de la gente, Nigel a menudo había tratado de imaginar cuál sería su reacción frente a la muerte violenta. Y también como la mayoría, se complacía siempre en imaginarse tranquilo, sereno, indiferente casi, en esa eventualidad. De modo que el agudo espasmo de náusea que lo acometió de pronto frente a aquella forma exangüe tomó completamente desprevenido a la parte de su yo consciente. A tropezones volvió a la salita, y se dejó caer en una silla con el rostro entre las manos. Por entre el incontrolable remolino de sus pensamientos y sospechas, oyó decir a sir Richard, con una amabilidad que se le antojó exagerada en las circunstancias:

– Por favor, ¿quiere decirme quién es usted y qué hace aquí?

Una voz tosca respondió con calma:

– Sí, señor, cómo no, y el profesor podrá decir que no miento. Me llamo Joe Williams, señor, y estoy arreglando la piedra que hay en la arcada, del otro lado. Estaba guardando las herramientas y preparándome para volver a casa, cuando oí el disparo, y vine corriendo para aquí, a ver qué pasaba. Debió de ser apenas un minuto antes de que ustedes llegaran.

– No ha tocado nada, ¿verdad?

La voz respondió con un deje burlón.

– No creo. Pero di una vuelta por el cuarto, y por el otro, y no había nadie escondido aquí dentro, a menos que esté ahí, en el ropero. Y puede tener la seguridad de que no aparte los ojos de ahí. Nadie salió de esta habitación desde que llegué. Me cree, ¿no, profesor?

– Williams dice la verdad, Dick -asintió Fen-. Trabaja en el colegio desde hace años, en pequeños menesteres, y no lo creo propenso a sufrir ataques de manía homicida.

– ¡Dios me libre!

– Encienda la luz, Fen -pidió sir Richard.

– ¿Y el oscurecimiento?

– Oh, al infierno con eso. No debemos tocar nada.

– De todos modos, el oscurecimiento existe.

– Bueno, está bien -Nigel oyó que alguien corría la cortina de la única ventana, y un haz de luz se filtró en la salita por la puerta entreabierta. Dominándose con esfuerzo, se levantó y fue a oscurecer la ventana de ese otro cuarto, preguntándose interiormente si no estaría destruyendo alguna pista valiosa.

En el dormitorio, sir Richard decía:

– Bueno, antes que nada tengo que llamar a la Jefatura. ¿Dónde hay un teléfono cerca?

– En mi cuarto -respondió Fen-. El portero lo comunicará. Será mejor que ponga a Wilkes y a mi mujer al tanto de lo ocurrido, pero no deje que bajen. Diga a Dolly que si quiere esperarme un rato, subiré en cuanto pueda. Y a ese molesto viejo, que se vaya a dormir.

– Perfectamente. Mantenga los ojos abiertos hasta que vuelva y, por amor del cielo, no embarulle las cosas.

– Nunca embarullo las cosas -protestó Fen, ofendido.

– Williams, conviene que vaya a la portería y me espere ahí. Tendremos que interrogarlo dentro de un rato.

– Está bien, señor -respondió Williams, en tono desaprensivo-. De todos modos, falta hora y media para que cierren. Eso sí, si puede interrogarme a mí primero… -añadió, esperanzado.

– Dígale a Parsons que bajo mi responsabilidad le traiga cerveza de la despensa -dijo Fen.

– Gracias, señor, gracias -Williams salió del dormitorio, pero al ver a Nigel se detuvo y emitió un silbido-. ¡Vaya, si es nada menos que Mr. Blake! ¿Qué tal, señor, cómo está después de tanto tiempo? Me alegro mucho de volver a verlo.

– Estoy muy bien, Williams, gracias; ¿tú?

– Mal no me va, señor, podría ser peor. Todavía puedo ganarme el pan, como dicen -y después, bajando la voz-: Feo asunto este, señor. La chica era guapa como ella sola. Amiga de Fellowes. La he visto entrar aquí antes varias veces. Llegó no hará más de veinte minutos, y tiene que ver las «buenas noches» que me dio.

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