Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– ¿La viste entrar? Eso puede ser importante.

– La vi con estos ojos, señor. Era ella, estoy seguro. Pero supongo que no está bien que hable de eso antes de que la policía me interrogue. Aunque apuesto a que no les dará mucho trabajo. Es un suicidio, más claro no puede estar.

– ¿Te parece?

– ¿Qué otra cosa puede ser? Nadie entró ni salió de este cuarto desde hace por lo menos media hora: ella fue la única. Y no pueden haberle disparado desde el jardín porque la ventana estaba cerrada cuando llegué.

Nigel sintió que una oleada de alivio inmenso lo recorría de pies a cabeza.

– No deja de ser un consuelo -murmuró-. Significa que no hay nadie implicado.

– Ajá, tiene razón. Pero, digo yo, ¿qué motivo puede haber tenido para tomar esa decisión? ¡Me gustaría saber! Una chica tan guapa, tan educada, hubiera jurado que no tenía una sola preocupación en el mundo. En fin, me voy. Lo veré después, señor, seguramente -saludó y se marchó arrastrando las pesadas botas por los escalones, hasta que sus pasos se perdieron en el patio.

«Por lo menos alguien conservaba las ilusiones que forjó sobre Yseut», pensó Nigel con amargura. Sin duda muy pocas de sus relaciones lamentarían su muerte. Se preguntó dónde andaría Donald, y cómo tomaría la noticia. Después, haciendo un esfuerzo, entró en el dormitorio, aunque por el momento se abstuvo cuidadosamente de volver a mirar el cadáver.

Entre Fen y sir Richard tenía lugar un coloquio breve, susurrado. Robert Warner estaba cerca, mirando alrededor con metódica concentración. Casi con un sobresalto Nigel advirtió su presencia. Habían entrado juntos hacía menos de cinco minutos, pero la impresión de ver a Yseut había desalojado cualquier otro pensamiento de su cerebro. Aventurándose a echar otra mirada al cadáver, comprobó aliviado que esta vez las náuseas no venían.

Sir Richard se volvió hacia Robert.

– No querría retrasarlo, Mr. Warner -dijo.

– Perdón -respondió Robert-. Ya sé que estoy de más aquí, pero ocurre que…, bueno, que la impresión ha sido fuerte y me siento…, como diré…, responsable en parte por Yseut.

– Ah, ¿sabe quién es? -preguntó bruscamente sir Richard.

– Sí, por supuesto. Yseut Haskell, actriz del teatro de repertorio local.

– Ya veo -dijo sir Richard, ahora en tono más cordial-. En ese caso seguramente podrá ayudarnos. Pero le agradecería que no se quedara aquí. Quizá no le importe aguardar un momento en las habitaciones de Fen; no puedo hacer nada hasta que llegue la policía. Estoy seguro de que no pondrá objeciones si le consume su whisky y sus cigarrillos.

– No, de ningún modo, considérese en su casa -dijo Fen, distraído. Recorría lentamente el cuarto, examinando con displicencia los muebles-. Qué húmedas son estas habitaciones -añadió luego-, habrá que tomar medidas. Hablaré con el tesorero al respecto.

– Mr. Blake… -dijo sir Richard, dirigiéndose a Nigel.

– No, por favor, permita que Nigel se quede -lo interrumpió Fen-. Quiero que monte guardia conmigo. Porque supongo -continuó, en un arranque esperanzado- que no me echará.

Sir Richard sonrió.

– Por supuesto. Pero no crea que va a poder meterse a detective en este caso. El veredicto obvio es suicidio.

– ¿Sí? -dijo Fen, mirándolo con curiosidad-. De todos modos, si no tiene inconveniente, me agradaría vigilar esto.

– Como quiera. Yo voy a telefonear. No deje entrar a nadie -y con esto se marchó escalera arriba seguido de Robert.

Sólo entonces Nigel se sintió suficientemente restablecido para mirar alrededor. Yseut yacía de lado, con las piernas dobladas bajo el cuerpo lo mismo que el brazo izquierdo, en tanto el derecho aparecía extendido con la palma hacia arriba. Cerca de esa mano se veía un revólver pesado, empavonado, y uno de los dedos lucía un anillo de curioso diseño. La joven vestía abrigo castaño oscuro y falda verde, zapatos castaños y medias de seda, pero aparentemente no había traído sombrero, ni guantes o bolso. Estaba caída delante de una cómoda que tenía un cajón abierto, mostrando el desordenado contenido, y encima de la cual había un espejo de mano, un cepillo con su correspondiente peine y un frasco de loción para el cabello que, a juzgar por las apariencias, debía de ser un artículo de lujo. El resto del dormitorio ofrecía poco interés al ojo inexperto de Nigel. Había una cama, un lavabo y un ropero, una alfombrita junto a la cama, una mesilla de noche con su respectiva luz, un libro y un cenicero que contenía dos o tres colillas viejas, y por el piso estaban desparramados varios zapatos. Sobre la silla colocada a los pies de la cama había una camisa arrojada descuidadamente. En el aire flotaba aún el olor de la pólvora. Aparentemente la ventana estaba cerrada, pero por el momento no podían confirmar el detalle.

Nigel volvió su atención a los restos de Yseut Haskell. «Qué raro», pensó, «la muerte le ha arrebatado hasta el último vestigio de personalidad». Aunque, mirándolo bien, no era tan raro ya que su personalidad había estado centrada casi exclusivamente en su sexo, y ahora, sin vida, hasta eso había desaparecido, dejándola neutra, una vulgar figura de arcilla, repentinamente patética. La joven había sido atractiva. Pero ese «había sido» no era un tributo convencional rendido frente a la muerte, sino la admisión franca del hecho de que sin vida el cuerpo más hermoso queda reducido a un objeto desprovisto de interés. «Nosotros», reflexionó Nigel, «somos vidas.» Y por incongruente que parezca, en ese momento nació en él una nueva y firme convicción sobre la naturaleza del amor.

Miró a Yseut de nuevo; la vio cantando y bailando; recordó el comentario de Helen, «No es mala, ¿sabe?, sólo un poco tonta»; y a pesar del rencor que la muerta había sabido despertar a su paso, deseó fervientemente poder resucitarla.

«Ay, morir, y marcharnos sin saber dónde;

Yacer fríos, impedidos, y pudrirnos…»

Así como para Claudio la virginidad no era nada en comparación con la muerte, del mismo modo para Nigel todas las demás consideraciones palidecían junto a ella… Irritado, desechó esos pensamientos; no era ocasión para citas literarias. Si a Yseut la habían asesinado… Dirigió a Fen una mirada interrogante, pero el experto, adivinando la pregunta no dicha, se limitó a murmurar: «Parece un suicidio», y siguió examinando el suelo alrededor del cadáver.

Sir Richard volvió restregándose las manos.

– Su esposa va a esperar -dijo a Fen-. La dejé conversando con Warner. Y conseguí convencer al viejo Wilkes de que se fuera a su habitación. La policía llegará de un momento a otro, y entonces, a Dios gracias, mi responsabilidad oficial habrá terminado.

Fen asintió en silencio. Después, bruscamente, dijo:

– ¿De dónde demonios viene ese ruido? Nigel, por favor, ¿quieres ir y decirles que se callen?

Unas trompetas atronaban el aire de la noche con los compases de Las obras de paz del héroe, aparentemente desde el cuarto de enfrente. Nigel había olvidado lo de la radio que oyeron antes, esa misma noche. Cruzó la galería y llamó a la puerta; después, convencido de que si había respuesta no podría oírla por el estrépito, entró directamente.

Su sorpresa no tuvo límites al reconocer a Donald Fellowes y a Nicholas Barclay como los dos ocupantes de la habitación. Estaban apoltronados en sendos sillones frente al fuego, escuchando la radio colocada sobre una mesa junto a ellos. Nigel quedó inmóvil al verlos, y Nicholas gesticuló grotescamente en busca de silencio, pero Nigel lo ignoró, impaciente.

– Yseut ha muerto -anunció con rudeza innecesaria y después, a Donald-: En su cuarto. Y por amor de Dios, apaguen esa radio. No oigo ni lo que digo.

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