Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– ¿Entonces, señor?

– Todo se opone a la teoría del suicidio. Prescindiendo por ahora de los interrogantes de por qué querría la joven quitarse la vida, por qué no dejó la nota característica de los suicidas, por qué eligió un ambiente tan poco decorativo para matarse, y finalmente por qué lo hizo, interrumpiéndose en medio (fíjese que no he dicho al final, sino en medio) de una búsqueda especialmente intensa (recuerde que uno de los cajones estaba abierto)…

– ¿Y no puede ser -lo interrumpió el inspector- que haya encontrado el revólver en ese cajón (hasta ahora ignoramos quién lo hurtó) y que se pegara el tiro siguiendo, digamos, un impulso?

– No digo que sea imposible; pero lo considero sumamente improbable. De cualquier forma, analice la evidencia material. Y use el sentido común -añadió Fen, casi frenético-. ¡Ay, Señor! Mire…, espere un momento que se lo demostraré con un ejemplo práctico -y salió corriendo de la salita para reaparecer al cabo de un minuto arrastrando de la mano a su esposa. Cuando ella hubo saludado al inspector con una sonrisa serena, Fen tomó el revólver y tendiéndoselo, dijo:

– Dolly, ¿quieres hacer el favor de suicidarte un momento?

– Cómo no -Mrs. Fen no se inmutó ante la extraña petición; muy por el contrario, tomó el revólver con la mano derecha, apoyando el índice en el gatillo, y se lo llevó a la sien derecha.

– ¿Ve? -exclamó Fen, triunfante.

– ¿Aprieto el gatillo? -preguntó Mrs. Fen.

– Claro -dijo su esposo, distraído, pero sir Richard saltó de la silla con un grito ronco.

– ¡No, está cargado! -exclamó, arrebatándole el arma.

– Gracias, sir Richard -respondió Mrs. Fen, con una sonrisa-, pero Gervase es tan olvidadizo que de ningún modo pensaba hacerlo. ¿Me necesitan para algo más, señores?

El inspector meneó la cabeza, aún no repuesto de su asombro, y miró furibundo a Fen, a quien el incidente había dejado impávido.

– Perfectamente, entonces -dijo Mrs. Fen-. Gervase, vuelvo arriba. Trata de no retrasarte mucho, y no despiertes a los chicos cuando entres -dedicando una sonrisa de aprobación a cada uno por turno, se marchó.

Fen cortó en seco el torrente de reproches que afluía a los labios de sir Richard, diciendo:

– ¿Comprende lo que quiero decir? Hagan la prueba con cualquier mujer, y verán que todas hacen lo mismo [1]. Lo otro es psicológicamente imposible, aunque admito que, en abstracto, uno no lo vería así; y es evidente que aquí alguien se ha pasado de listo. Además, vean lo que pesa el arma, oprimir el gatillo requiere un esfuerzo considerable. Traten de apretarlo sosteniendo el arma en la posición que sugieren las huellas, y verán cuánto les cuesta. Y piensen un poco: ¿alguno de ustedes elegiría un método tan complicado y difícil para suicidarse? No, no es ni remotamente probable. La única forma de eliminar la dificultad sería amartillando el revólver. Y como bien ha dicho Spencer, en este caso no hicieron eso.

– No, señor -convino Spencer, sintiendo que esperaban algo de él.

– Después está, por supuesto, el anillo. ¿A quién, por imaginativo que sea, se le va a ocurrir suicidarse llevando un anillo en esa posición tan terriblemente incómoda en la misma mano con que empuña el revólver? A nadie, por supuesto. Los suicidas, invariablemente, llegan a todos los extremos con tal de asegurar su propia comodidad. Para mí salta a la vista que, vaya a saber por qué, alguien deslizó ese anillo en el dedo de la muchacha después de muerta y, si no me equivoco, a ese alguien le corría bastante prisa. Por último, está el hecho de que la chica se hallaba arrodillada cuando recibió el tiro; arrodillada delante de la cómoda, que como vieron es un mueble bastante bajo.

El inspector alzó la vista, interesado.

– ¿Y cómo sabe eso?

– Por la posición del cadáver ¿no se da cuenta? Si hubiera estado de pie cuando recibió el disparo, el peso del cuerpo al caer le habría doblado una pierna, pero no las dos, y menos todavía en esa forma, tan… ordenada, por así decir. Y además consideren el efecto del impacto de una bala de grueso calibre en una persona que está arrodillada; la echaría violentamente hacia atrás, con las rodillas actuando como pivotes. Le pregunté al doctor si notó señas de esfuerzo en los tendones de la rodilla, y efectivamente las había. Et voilá.

Nigel lo miraba boquiabierto, el inspector parecía en el colmo de la desdicha, y sir Richard asentía con la cabeza.

– Felicitaciones, Gervase -dijo-. Y bien, ¿dónde nos lleva eso?

– ¿Accidente? -sugirió tímidamente Nigel.

El inspector recibió con alivio la feliz manifestación de una inteligencia inferior a la suya, y miró a Nigel con desprecio olímpico.

– No, señor -dijo en tono suficiente-. Recuerde que la bala penetró en sentido horizontal. Para eso se habría necesitado una coincidencia fantástica.

– Si las coincidencias no fuesen fantásticas, no habría accidentes -insistió Nigel, picado, negándose a ver la tercera posibilidad-. La gente no suele tomar más que las precauciones ordinarias.

– No, Nigel, eso no sirve -dijo Fen-, en ese sentido no hay ninguna evidencia.

Nigel optó por un silencio malhumorado.

– Entonces -sentenció sir Richard-, no queda más que una alternativa.

Un silencio cargado de presagios siguió a sus palabras, roto al fin por el inspector que, asestando un fuerte puñetazo a la mesa, exclamó excitado:

– Pero ¡no, eso tampoco puede ser! El Williams ese dice que nadie entró ni salió después que vio a la muchacha. Nadie bajó de sus habitaciones, profesor…

– ¡Eh, un momento! -saltó Nigel-. Alguien bajó. Robert Warner vino al baño, dos o tres minutos antes de que sonara el disparo.

– Hum -el inspector no se dejó impresionar.

– Sí, exactamente, inspector -dijo sir Richard-. Es imposible que alguien haya disparado contra la muchacha y hecho todo ese trabajo de falsificación en el medio minuto, aproximadamente, que pasó hasta que nosotros llegamos. Además, estoy seguro de que la coartada de Warner es genuina. Lo oí hacer funcionar el depósito justo cuando bajábamos, y en el preciso instante en que nosotros llegábamos abajo, él descorría el cerrojo.

De mala gana, Nigel asintió.

– Y en la habitación no había nadie escondido, y aunque alguien haya estado aquí esperando cuando ella llegó, no podría haber escapado después de cometido el hecho.

A Nigel se le ocurrió una tercera posibilidad.

– La ventana -dijo en un esfuerzo por superar sus dos yerros anteriores.

– Sí -concedió el inspector, aunque no muy convencido-. Es decir, que quien lo hizo se ocultó aquí antes, mató a la chica, esperó a que Williams llegara, y después, cuando fuera no había digamos moros en la costa, escapó. Pero corrió un riesgo enorme.

– Y esa teoría tampoco explica cómo tuvo tiempo para preparar la superchería -añadió sir Richard. Suspirando, Nigel decidió guardar para sí futuras ideas.

– Sin embargo -decidió el inspector-, vale la pena ahondar un poco más en esa teoría. Es seguro que si alguien salió por la ventana dejó huellas. Aparte de eso, no sé, no sé…

– Suicidio -dijo sir Richard-, estamos de acuerdo en que es muy improbable, por lo del anillo, y porque la joven estaba de rodillas, y por todo eso del revólver; sin contar el enigma de por qué iba a elegir esta habitación para matarse. Un accidente, es prácticamente imposible, lo mismo que, en apariencia, un asesinato. De manera que la única conclusión es…

– La única conclusión es -lo interrumpió el inspector- que la cosa no ocurrió. Quod -añadió pesaroso, en súbita reminiscencia de sus días de estudiante- absurdum est.

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