Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– Pero si es totalmente inofensiva -adujo Nigel, mansamente-. Supongo que se refiere a la canción.

– No, me refiero al sexo. A las mujeres les encanta exhibir sus atractivos.

– Bueno, no es de extrañar que a una mujer le guste hacer una clase elemental de avance sexual ante un público masculino numeroso, sin que haya, por así decirlo, la menor probabilidad de que la tomen al pie de la letra. Como sensación debe ser deliciosa.

– Sí, pero, dígame, si se tratara de su mujer, ¿le gustaría?

Nigel lo miró con curiosidad.

– No -respondió lentamente-. No creo que…

– ¡Muy bien! -el número había llegado a su fin, y la voz de Robert interrumpió la conversación-. Estuvo espléndido, querida, gracias -dijo a Yseut.

– ¿Te gustó, de veras, querido?

– Cuando esté el decorado definitivo quizá haya que modificar uno o dos detalles -repuso él, empecinado en no dejarse arrastrar más allá de los límites de la cortesía convencional-. ¡Jane, por favor! -prosiguió apresuradamente-. ¿Quieres llamar a todos? Haremos el primer acto… Y, ¡Jane!

– ¿Sí?

– ¿Llegó Clive?

– Sí, en este instante.

– ¡Loado sea Dios!

La campanilla resonó vocinglera en todo el ámbito del teatro. Poco a poco la compañía fue reuniéndose, incluso el desdichado Clive, un joven almibarado de sombrero negro que parecía totalmente ajeno al retraso causado; y al poco rato el ensayo comenzaba.

A medio acto, una joven desconocida para Nigel se acercó a él y a Donald. Era Jean Whitelegge, y con su aparición Nigel comprendió que esa era otra punta del ovillo que llevaba a Yseut, tanto más enmarañado desde la llegada de Robert. De que la muchacha estaba enamorada de Donald no cabía duda: pequeñas modulaciones de la voz, ademanes, todo lo hacía evidente hasta para el más ciego. Nigel gimió por dentro; no podía imaginar qué veía Jean en Donald, para él era tan insulso y tonto, y menos aún alcanzaba a imaginar qué veía Donald en Yseut. Todo era muy complejo. Cortésmente, preguntó a la recién llegada si había ido a ver el ensayo.

– No, hace varias semanas que trabajo aquí -respondió ella-. A veces, en las vacaciones, dejan que me ocupe de la guardarropía.

«¡Ajá, conque esas tenemos!», pensó Nigel, que conocía bastante al teatro, y sabía que era ingrato como profesión. Jean, decidió, pertenecía a esa colección excesivamente numerosa de actrices aficionadas a quienes el menor contacto con la escena profesional emocionaba, y que desperdician la vida en trabajos inútiles vinculados con el teatro. Pero mientras trataba de esbozar una sonrisa de interés, Jean se volvió y comenzó a hablar con Donald en voz baja. A juzgar por lo que Nigel veía, el alud de reproches sólo conseguía irritar a Donald. «Una vulgar comedia», pensó Nigel, «el clásico argumento de un drama de la Restauración», pero no la encontraba cómica, sino por el contrario amarga, insípida, sórdida y necia. Sólo mucho después comprendería hasta qué punto eran amargas esas rencillas, y se arrepentía de no haberles prestado más atención.

A las doce menos cuarto terminaron el acto. Y Nigel, que había visto fascinado cómo la obra cobraba vida, pese a que los intérpretes leían su parte y no obstante las frecuentes interrupciones para modificar un ademán o una inflexión, lamentó sinceramente que Robert dijera:

– ¡Bueno, muchachos, descanso para un café! ¡Un cuarto de hora, nada más!

– Sirven café en uno de los camerinos, si quiere -informó Jean a Nigel-. Y, por casualidad, ¿no tendrá un violoncelo?

– No, ¡por Dios! -dijo Nigel, alarmado.

– Y aunque lo tuviera no me lo prestaría, lo sé. Tengo que sacar un violoncelo de algún lado para la semana que viene -y diciendo eso, la joven desapareció por la pasarela.

– Francamente -comentó Donald-, esa chica es una pesada.

Algo en la voz de hombre de mundo que trató de improvisar el otro, en su sans façon, irritó sobre manera a Nigel.

– A mí me pareció muy simpática -dijo secamente, y también trepó por la pasarela dispuesto a ver a Robert, que estaba en el escenario hablando con el escenógrafo y con Jane.

La compañía se había dispersado como por arte de magia, las mujeres en dirección al camerino donde aguardaban el café; los hombres, en su mayoría, rumbo al bar de enfrente, el Aston Arms, Robert saludó a Nigel con expresión ausente.

– Supongo que se habrá aburrido de lo lindo -dijo.

– Todo lo contrario. Me fascinó. Y en cuanto a la obra, la encuentro… -Nigel vaciló un momento, buscando el adjetivo- deliciosa, si se me permite una opinión.

– Me alegro de que le guste -Robert parecía sinceramente halagado-. Aunque desde luego esto no es más que el esqueleto de la obra. Sin ademanes, sin apuntador. Sin embargo la compañía ha resultado mucho mejor de lo que me atrevía a esperar. ¡Ojalá pueda conseguir que aprendan bien los parlamentos!

Nigel se sorprendió.

– ¿Acaso hay probabilidades de que no los aprendan? -preguntó.

– Creo que uno o dos tienen la mala costumbre de quedarse atascados cinco o seis veces antes del estreno. Pero, en fin, ya veremos. ¿Viene a tomar un café?

– Siempre que no se lo quite a otro.

– ¡No, por Dios! ¿Sabe dónde queda el camerino? Si no, Jane puede acompañarlo. Iré dentro de un minuto. Es una lástima, pero no podemos perder mucho tiempo.

– ¿Viene? -preguntó Jane, una muchacha delgada, atractiva, que no podía tener mucho más de veinte años.

– Sí -respondió Nigel y, presa de súbito remordimiento, se volvió hacia donde había dejado a Donald, pero había desaparecido.

Camino del camerino, Nigel miró alrededor con curiosidad: los enormes tableros de llaves de luz, los decorados amontonados contra las paredes, y la línea circular que marcaba el borde del escenario giratorio. En el dorso de los decorados, advirtió, habían garabateado figuras de animales, caricaturas de miembros de la compañía y líneas de obras ya dadas: reliquias de exuberancia repentina de una entrada, o en un ensayo con trajes. Aun tratándose de una compañía de repertorio, que cambia de cartel todas las semanas, la excitación del estreno no decrece.

Salieron por una puerta lateral cuidadosamente provista de muelle, para que no se cerrara de golpe, y luego una corta escalinata los dejó frente al camerino buscado.

– ¿Estaba cuando Yseut cantó? -preguntó Jane.

– Sí.

– ¿Y le gustó?

– Mucho -respondió Nigel, sin faltar a la verdad.

– Estoy estudiando el mismo papel, y me horroriza pensar que puedo tener que reemplazarla. Honestamente, no sé cantar una nota, pero Robert me lo pidió, así que supongo que me cree capaz. Aunque de cualquier manera será odioso tener que estudiar todo el papel si hay una posibilidad entre mil.

– Sí, lo imagino -dijo Nigel, distraído; pensaba en Helen, que no había aparecido en el primer acto. En seguida añadió-: Supongo que Helen Haskell aparece al comienzo del segundo acto, ¿no?

– ¿Quién, Helen? Sí, querido. Probablemente está ahí dentro ahora.

Nigel se sintió desconcertado. Todavía no había tenido tiempo de habituarse a los vagos e indiscriminados términos afectuosos que ruedan libremente por el ambiente teatral.

Entraron en el camerino. Estaba tolerablemente lleno, y la misma Jane se ocupó de darle una taza de café. Después de presentarlo, la joven desapareció bruscamente, dejándolo con sus propios recursos.

Ver que nadie parecía prestarle atención hirió un poco su vanidad. Pero luego divisó a Helen sentada en un rincón, sola, hojeando una copia de Metromania, y decidió tomar al toro por las astas. Fue hacia ella y se sentó a su lado.

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