Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– No, no es pose -se apresuró a explicar Nigel-. Siempre ha tenido una especie de entusiasmo infantil por las celebridades. Al principio divierte, pero con el tiempo aburre, y uno acaba avergonzándose de él en público.

– De cualquier forma, lo más cómico es que sin saber cómo me encontré invitándolo a presenciar los ensayos, y tienen que ver cómo lo agradeció. Fue patético. Sin embargo, casi al final de la conversación lo vi moverse, incómodo, y mirar con frecuencia su reloj. Entonces me despedí como correspondía, y él salió muy de prisa diciendo: «¡Oh Dios, Dios, llegaré tarde!», como el Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas, dando golpecitos a una pila de folletos sobre Rusia y llevándose por distracción el libro que había estado hojeando. Evidentemente no tenía la menor idea de dónde lo había sacado, porque al rato lo vi entrar en la librería de Parker y cambiarlo por una novela de detectives.

Nigel emitió un sonido que no puede describirse más que como bufido explosivo. Cuando logró dominarse, dijo:

– Esta noche pienso verlo, después de comer. ¿Quieres venir conmigo?

– Gracias, pero no puedo. Iré el viernes, cuando la obra esté más encarrilada.

A esa altura de la conversación apareció en escena el joven capitán de artillería con quien Yseut había hablado en el tren. Se acercó a la mesa con una sonrisa tímida. Nigel lo había visto en una mesa contigua, notando que la atención del oficial parecía indecisa entre el desenlace de Miss Blandish no quiere orquídeas y los encantos de Rachel, que, evidentemente, lo habían cautivado.

– Perdonen la intromisión -dijo, dirigiéndose en particular a Yseut-, pero nos conocimos en el tren, ¿recuerda?, y me aburría espantosamente ahí solo. Todavía no conozco a nadie en Oxford -añadió, como disculpándose.

Un clamor confuso lo invitó a tomar asiento.

– Bueno, muchísimas gracias -dijo el capitán-. Permítanme que los invite a otra ronda -se marchó muy apresurado, para regresar al poco rato cargado de vasos y derramando la mayor parte del contenido en el suelo.

Mientras tanto, Donald Fellowes se había levantado bruscamente, para marcharse sin decir una palabra.

– Todo es cuestión de práctica -dijo el capitán, muy ufano, depositando los vasos sobre la mesa con mano no muy firme, y dejándose caer pesadamente en una silla-. Soy Peter Graham -añadió-, capitán del Cuerpo de Artillería de Su Majestad, a sus órdenes -sonrió a cada uno por turno.

Rachel se encargó de hacer las presentaciones, y la conversación quedó encauzada por diferentes conductos. Después de lanzar un rápido guiño a Robert, Rachel se sometió resignada a las respetuosas atenciones del capitán, que interiormente se preguntaba esperanzado si la reputación de inmoralidad de las actrices sería fundada. Robert volvió a quedar relativamente aislado con Yseut, en tanto Nigel y Nicholas charlaban sobre sus días de estudiante, encontrando conocidos en común. Por fin, Peter Graham se levantó diciendo:

– Digo yo, ¿qué les parece si vienen a mi hotel el miércoles por la noche, y organizamos una pequeña reunión? Después que cierren los bares, por supuesto. Y pueden traer a quien quieran. Creo que en el hotel me conseguirán bebidas, así que no será necesario llevar botellas.

«Mientras tanto -siguió diciendo una vez que todos hubieron aceptado, y expresado su complacencia ante la perspectiva-, Rachel… es decir, Miss West y yo cenaremos juntos, de modo que espero sabrán disculparnos -aquí Robert disparó una mirada frenética a Rachel, que con crueldad deliberada simuló ignorarla-. Hasta pronto -decía Peter Graham, alegremente-, supongo que los veré a todos -añadió, sintiendo que quizá su apresurada partida exigía un justificativo-. Creo que me va a gustar Oxford -y salió llevándose a Rachel antes de que alguien atinara a decir una palabra.

También Nigel y Nicholas hicieron ademán de retirarse.

– Bueno, me voy -anunció resueltamente Nicholas.

– No, no te vayas -suplicó Robert-. Quédate a cenar con nosotros -señalando disimuladamente a Yseut, le lanzó una llamada desesperada de auxilio.

– Me encantaría, pero ceno con un amigo en el New College. Y ya estoy retrasado.

– Y usted, ¿acepta? -Robert se dirigió a Nigel en tono quejumbroso.

Pero éste no tenía el menor deseo de cenar en compañía de Yseut.

– Lo lamento -mintió-, también tengo un compromiso.

– ¡Dios me ampare! -exclamó Robert por lo bajo.

– A propósito -preguntó Nigel, antes de marcharse-, ¿a qué hora ensayan mañana?

– A las diez -respondió Robert, perdida toda esperanza. Lo dejaron sumiso en su mal humor, y a Yseut sonriendo como una gata satisfecha.

En la entrada un oficial de la Real Fuerza Aérea algo achispado se llevó delante a Nicholas y, recobrándose, clavó en él una mirada turbia.

– ¡Pedazo de animal! -rugió-. ¿Por qué demonios no está de uniforme?

– Soy parte de la cultura que usted lucha por defender -respondió Nicholas, mirándolo con frialdad; después de Dunkerque lo habían dado de baja en el Ejército.

– ¡Cretino! -gritó el oficial, y en vista de que había agotado su repertorio, siguió de largo.

Nigel miró con curiosidad a su compañero cuando ambos salían del hotel.

– Hubiera jurado que Coriolano era una de sus favoritas -le dijo.

Nicholas sonrió.

– En cierto modo, tiene razón; «el grito común de los cobardes», a eso se refiere. Pero no es snobismo, sino una incapacidad congénita de tolerar pacientemente a la gente tonta. Creo que ésa es la razón principal de que desprecie tanto a esa bruja de Yseut, no ningún escrúpulo moral. El día menos pensado alguien va a matar a esa mujer, o a dejarla marcada, y no seré yo quien lo sienta.

Ya en la calle, Nigel lo dejó y echó a andar rumbo al colegio, más pensativo que de costumbre.

3

ENSAYO

Una estructura antigua se erguía para informar a los ojos

Que estaba allí desde remotos tiempos y que se llamaba Barbica

Donde pobres niños sus tiernas voces ensayan

Y pequeños Máximos a los dioses desafían.

Dryden.

Era bien pasada la medianoche cuando Nigel dejó las habitaciones de Fen en St. Christopher's, para regresar al Mace and Sceptre. Habían hablado de antiguos conocidos, de viejos tiempos, de la situación actual del colegio y del efecto de la guerra en la universidad en general. «¡Son unos atrasados mentales!», había dicho Fen del actual contingente de estudiantes. «¡Unas criaturas!» Y por lo poco que se había visto desde su llegada, Nigel se sentía inclinado a compartir su opinión. El promedio de edad de los alumnos había sido reducido considerablemente, y travesuras más propias de la escuela primaria habían pasado a reemplazar a los individualismos y excentricidades más adultas de antes de la guerra. Además otro detalle significativo que Nigel, con su estiramiento instintivo del artista, deploraba, era que hubiese más estudiantes de ciencias que de artes.

Pero algo lo había perturbado toda la velada. Aquella breve conversación previa a la cena le había trasmitido parte de las embarulladas ramificaciones de la situación de Yseut, impidiéndole disfrutar de la entrevista con Fen en la medida pensada. Recordaba a Donald Fellowes, la forma en que lo vio temblar de rabia, la frialdad burlona de Nicholas, la repulsión instintiva, física casi, de Robert por la joven; y había también otros hilos que todavía no había visto. Vagamente se preguntó en qué acabaría aquello. Lo más probable era que, como la mayoría de esos impasses, se desvaneciera en cuanto suprimiesen a uno o más de sus elementos. A Nigel, perezoso por naturaleza, le desagradaban las decisiones apresuradas y los pasos decisivos, y siempre prefería esperar a que algo alterase la situación, eliminando así la necesidad de tomar una decisión en uno u otro sentido. Sin duda todo se resolvería por sí solo de alguna manera.

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