Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– ¿Podemos hacerle compañía? -preguntó Robert-. ¿O interrumpimos sus meditaciones?

– Nada de eso -respondió Nigel, sin demasiado entusiasmo-. Permítanme que les traiga algo de beber -y agradeciendo al cielo que Robert no fuera de esa clase de personas que inmediatamente gritan-: «No, por favor, deje, que voy yo», preguntó qué querían y se encaminó al bar.

Ya de vuelta, los halló conversando con Nicholas Barclay. Hechas las presentaciones, Nigel realizó un nuevo viaje al bar. Por fin todos se sentaron, al principio en silencio, mirándose expectantes y sorbiendo las bebidas.

– Estoy impaciente por ver su nueva obra la semana que viene -dijo Nigel a Robert-. Aunque debo reconocer que me sorprendió que la estrenase aquí.

Robert hizo un ademán vago.

– Fue un caso de fuerza mayor -dijo-. Mi última obra fue un fracaso tan rotundo en West End, que tuve que conformarme con el interior. Lo único que me consuela es que podré dirigirla yo mismo, oportunidad que no se me presentaba desde hace años.

– ¿Darán una obra nueva con apenas una semana de ensayo? -preguntó Nicholas-. Tendrán que trabajar de firme.

– En realidad es una especie de experimento. Varios agentes y empresarios de Londres vienen a confirmar su opinión de que soy, por así decir, una semilla de diente de león al viento, y que ya no tengo criterio. Espero desengañarlos. Aunque sólo Dios sabe qué clase de producción saldrá; este sitio se ha convertido en depósito de novatos de las escuelas dramáticas, con un substrato de viejos decrépitos y uno o dos de los cerebros más obtusos de Europa. Realmente no alcanzo a imaginar si podré inculcarles el tono, actitud y sincronización adecuados en tan sólo una semana. Pero Rachel interviene en la obra, y eso será una ayuda.

– Francamente, lo dudo -intervino Rachel-. No hay nada peor que poner un elemento extraño en los primeros papeles con el único propósito de asegurar el éxito de taquilla. Crea descontentos, hace que la gente murmure por los rincones.

– Y ¿qué tal es el teatro? -preguntó Nigel-. Ni cerca pasé la última vez que estuve aquí.

– No está mal -dijo Robert-. Un poco viejo, creo que fue construido allá por el mil ochocientos sesenta y pico, pero lo modernizaron justo antes de la guerra. Hace unos diez años trabajé en él, y por Dios que fue espantoso: los focos funcionaban un día sí y otro no, los decorados se caían de viejos. Claro que ahora lo han arreglado. Algún alma caritativa con dinero y ambiciones le instaló cuanto adelanto técnico encontró a mano, incluyendo un giratorio…

– ¿Un giratorio? -repitió Nigel, sin entender.

– Un escenario giratorio. De forma circular, dividido en el medio. Uno tiene la escena siguiente preparada en el lado del escenario que queda oculto al público y después, llegado el momento, no tiene más que hacerlo girar. Eso significa que no puede haber decorados sobresalientes desde bastidores, y en general pone ciertos límites a la composición de los cuadros. Dicho sea de paso, no creo que lo utilicen mucho aquí: es una especie de elefante blanco; yo, por cierto, no pienso emplearlo. Pero es un estorbo, porque el escenario pierde muchísima profundidad, roba espacio, que podría aprovecharse perfectamente.

– ¿Y de qué trata la obra? -inquirió Nigel, acomodándose mejor en la silla-. ¿O es un secreto profesional?

– ¿La obra? -a Robert pareció sorprenderle la pregunta-. Es una readaptación de la obra del mismo nombre escrita por un dramaturgo francés de poca monta llamado Piron. Usted tiene que conocer la trama. No recuerdo bien, creo que alrededor del mil setecientos treinta, Voltaire comenzó a recibir una serie de versos firmados por una tal Mlle. Malcraise de la Vigne, que respondió galantemente, dando así lugar a una copiosa correspondencia entre ambos, de carácter amoroso y altamente literario. Sin embargo, tiempo después Mlle. de la Vigne fue a París, y con gran horror de Voltaire y complacencia general resultó ser un jovenzuelo gordiflón de nombre Desforgues-Maillard. Piron se valió de la misma situación como tema de su obra, y yo a mi vez la modifiqué, invirtiendo los sexos y poniendo a una novelista como personaje central, y a una periodista traviesa como su corresponsal anónimo. Sé que así no dice mucho -terminó en tono de disculpa-, pero en realidad eso no es más que el fondo de la trama.

– ¿Quién hace de novelista?

– Rachel, por supuesto -respondió Robert, alegremente-. Un buen papel para ella.

– ¿Y de periodista?

– Francamente, todavía no lo he decidido. Primero pensé en Helen. Yseut no sirve para la comedia, y de todas maneras me resulta tan antipática que no podría tolerarla. Hay otra chica en la compañía, además de las actrices de carácter, pero, según dicen, hace cosas tan extravagantes en escena que realmente no creo prudente darle más que una frase. Claro que a Yseut le asigné un buen papel, pero solamente en el primer acto. Aunque agregó con malicia y una mueca burlona en la comisura de los labios- insistiré en que salga a saludar al fin de todos los actos, para que no pueda limpiarse el maquillaje y hacer mutis antes de tiempo.

Nicholas silbó por lo bajo, extrajo y abrió su pitillera y la hizo circular por la mesa.

– Yseut es muy poco popular -dijo-. Hasta ahora no he conocido a nadie que hable bien de ella.

Mientras aceptaba un cigarrillo, hacía funcionar su encendedor y lo pasaba de uno a otro, Nigel creyó ver un brillo de interés en los ojos de Robert, que en seguida preguntó:

– ¿A quién en particular le es antipática?

Nicholas se encogió de hombros antes de responder.

– A mí, por ejemplo, y prácticamente por ningún motivo válido, aparte de que tengo un amigo que está loco perdido por ella. Como dicen: «Soy tan franco como la sencillez de la verdad, y más sencillo que su infancia.» Después está Helen (¡la compadezco, con semejante hermana!). Y Jean…, ¡ah, sí, ustedes no la conocen!; Jean Whitelegge, una chica que está enamorada del mencionado Troilo: la pobre virgencita rústica que espera que su caballero deje de hacer el tonto con la princesa malvada. En realidad, nadie en la compañía la traga, porque es una arpía insufrible. Sheila McGaw porque…, ¡oh Dios!

Enmudeció de pronto. Alzando la vista para ver qué había motivado la interrupción, Nigel distinguió a Yseut cuando entraba en el bar.

– Hablando del rey de Roma… -murmuró Nicholas, en tono lúgubre.

Nigel estudió a Yseut con curiosidad mientras la actriz cruzaba el salón en compañía de Donald Fellowes, y la absoluta falta de parecido con Helen le llamó poderosamente la atención. La breve conversación que acababa de oír le había interesado, si bien por el momento la antipatía que parecía despertar en todos la joven le causó una gracia relativa. Yseut parecía un compendio de cualidades negativas -vanidad, egoísmo, coquetería-, y aparte de eso casi nada (después Nigel consideraría la malicia entre las cualidades positivas). Vestía con sencillez, jersey azul y pantalones entonados en marcado contraste con el rojo de su cabellera. Nigel notó algo desagradable en sus rasgos, algo casi imperceptible, y suspiró; de cualquier forma, a Rubens o a Renoir les habría encantado pintarla. Ciertamente, reconoció mentalmente con un interés quizá no del todo científico, la mujer tenía un cuerpo estupendo.

En comparación Donald Fellowes aparecía de una insignificancia aterradora; se movía con torpeza, y tenía muy poco don de gentes. Nigel le encontró cara conocida; ¿dónde diablos lo había visto antes? Hizo un fútil e indefinido intento por evocar algún recuerdo de los años pasados en Oxford, y como siempre ocurre en tales ocasiones no pudo recordar ni uno: sólo una pantomima fantasmal de máscaras pálidas, confusas. Felizmente algo ajeno a él, una mirada de reconocimiento del propio Donald, le resolvió el problema. Nigel ensayó una sonrisa vaga, sufriendo desde ahora por el momento incómodo que le reservaba el futuro inmediato; nunca tenía el valor de decir a la gente, sin rodeos, que no la recordaba.

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