Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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Yseut había conocido a Robert Warner un año antes de los acontecimientos que nos ocupan, íntimamente, dicho sea de paso; pero por ser uno de esos hombres que exigen de sus romances más que un menor estimulante corporal, la relación se había interrumpido en seco. Naturalmente Yseut siempre prefería ser quien rompiese esa clase de sociedades, y el hecho de que Robert, harto de ella hasta la saciedad, se le hubiera adelantado en esta ocasión, le había inspirado un odio profundo por el hombre y, como consecuencia lógica, un fuerte deseo de volver a atraparlo. Mecida por el traqueteo del tren, Yseut pensaba en la inminente visita del autor a Oxford, y en la mejor forma de aprovechar la oportunidad. Hasta entonces optó por concentrar su atención en un joven capitán de artillería que viajaba en el extremo opuesto, embebido al parecer en la lectura de Miss Blandish no quiere orquídeas y totalmente ajeno a la lentitud enloquecedora del tren. Varias veces intentó entablar conversación con el capitán, que al poco tiempo, empero, reanudaba la lectura con una sonrisa complacida, pero distante, y ella entonces, comprendiendo que no sacaría nada de allí, volvió a su rincón con una mueca de fastidio. «¡Oh diablos!», protestó. «Si al menos este maldito tren se moviera.»

Helen era hermanastra de Yseut. El padre de ambas, experto en literatura francesa medieval y hombre que demostraba muy poco interés en todo lo que no fuera su especialidad, había tenido, sin embargo, el suficiente criterio mundano como para casarse con una mujer rica, e Yseut fue el primer fruto del matrimonio. La madre murió a los tres meses de nacer Yseut, dejándole la mitad de su fortuna en fideicomiso para cuando la niña tuviera veintiún años, con el resultado de que ahora Yseut era excesivamente rica. Antes de que la madre muriera, sin embargo, se había suscitado una violenta discusión centrada en el exótico nombre de Yseut, punto en que el marido había insistido con firmeza inesperada. Los mejores años de su vida los había pasado en un intensivo y totalmente infructuoso estudio de los romances franceses de Tristán, y estaba resuelto a dejar tras de sí algún símbolo de esa inquietud; a la larga, fue el primer sorprendido al ver que se salía con la suya. A los dos años volvió a contraer matrimonio, y dos años después nacía Helen; en el segundo bautizo los más sarcásticos de sus amigos insinuaron que, de llegar nuevas hijas, se llamarían Nicolette, Heloïse, Juliet y Cressida. Pero cuando Helen no tenía más que tres años, sus padres murieron en un accidente ferroviario, y a ella y a Yseut las crió una fría mujer de negocios, prima de su madre, que, cuando Yseut cumplió la mayoría de edad, la convenció (valiéndose sabe Dios de qué medios, ya que Yseut sentía viva antipatía por su hermanastra) de que firmara un acuerdo dejando a Helen, en caso de muerte, la totalidad de su fortuna.

Ahora bien, la antipatía era mutua. Para empezar, ambas hermanas eran diferentes en casi todo. Baja, rubia, delgada y bonita (con una belleza infantil que le hacía representar mucho menos edad de la que tenía), Helen miraba el mundo a través de sus enormes ojos azules de expresión candorosa, y no tenía nada de hipócrita. Aunque no muy intelectual en sus gustos, sabía llevar una conversación con inteligencia y humildad intelectual que complacía y halagaba a la vez. Era dada al flirteo, aunque sólo cuando no interfería en su trabajo, considerado por Helen con seriedad justificada, pero ligeramente cómica. En realidad para su juventud era una actriz bastante competente, y si bien carecía del brillante fulgor intelectual de la actriz de Shaw, en los papeles sencillos era encantadora, y dos años antes había obtenido éxito resonante y merecido encarnando a Julieta. Yseut tenía plena conciencia de la superioridad artística de su hermana, hecho que de ningún modo contribuía a crear una cordialidad adicional entre ellas.

Helen no había hablado en todo el trayecto. Concentrada, con el ceño ligeramente fruncido, leía Cimbelino, sin terminar de hallarla de su agrado. De vez en cuando, si el tren se detenía demasiado tiempo, soltaba un leve suspiro y miraba por la ventanilla, para en seguida volver la atención al libro. «Un mineral mortal», pensaba; ¿qué demonios querrá decir eso? ¿Y quién es hijo de quién, y por qué?

Sir Richard Freeman, jefe de Policía de Oxford, regresaba de una conferencia de su especialidad celebrada en Scotland Yard. Cómodamente reclinado en su asiento de primera, el pelo cano bien alisado y un brillo fiero en la mirada, sostenía en la mano un ejemplar de Los satíricos menores del siglo XVIII de Fen, y evidentemente estaba en categórico desacuerdo con las opiniones de ese experto sobre la obra de Charles Churchill. Enterado luego de esa crítica, Fen no se dejó impresionar: en público al menos no manifestó otra cosa que soberbia indiferencia hacia el tema. Y peculiar en verdad era la relación existente entre los dos hombres, ya que el principal interés de sir Richard era la literatura inglesa, y el de Fen la labor policíaca. Solían estarse exponiendo fantásticas teorías sobre sus respectivos trabajos, y cada uno terminaba demostrando profundo desdén por la idoneidad del otro; y cuando tocaban el tema de las novelas policíacas, de las que Fen era lector asiduo, casi siempre faltaba un tris para que llegasen a las manos, ya que Fen, con malicia, pero sin razón, insistía en que eran el único tipo de literatura que sostenía la verdadera tradición de la novelística inglesa, en tanto sir Richard volcaba su furia contra los problemas ridículos que planteaban esas novelas, y los métodos más ridículos aún empleados para resolverlos. Complicaba más todavía los vínculos que unían a ambos personajes el hecho de que Fen había solucionado varios casos en los que la policía había llegado a un punto muerto, mientras que sir Richard había publicado tres libros de crítica literaria (sobre Shakespeare, Blake y Chaucer) que los semanarios más entusiastas consideraron una crítica académica convencional que tornaba anticuados los conceptos del tipo vertido por Fen. Sin embargo, precisamente su condición de aficionados era la causa del éxito admirable de ambos; si alguna vez cambiaban los papeles, como un travieso colega de Fen sugirió cierta vez, Fen habría hallado la rutina policíaca tan intolerable como sir Richard las sutilezas minuciosas de la crítica de textos; así, en cambio, sus respectivas aficiones tenían una amplitud grácil y más bien indefinida que eliminaba esos detalles tediosos. Pese a todo, su amistad era de larga data, y cada uno disfrutaba enormemente en compañía del otro.

Sir Richard, absorto en el autor del Rosciad, ni siquiera por equivocación se percató del excéntrico comportamiento del tren. Después de apearse en Oxford con aire digno, consiguió un mozo y un taxi sin dificultad. Al subir al automóvil le vino a la mente el aforismo de Johnson sobre Churchill, «Un enorme y fértil majuelo», murmuró, con gran sorpresa del chófer, «un enorme y fértil majuelo». Después, con tono brusco, añadió: «¡No se quede papando moscas, hombre! A Ramsden House.» El automóvil arrancó velozmente.

Donald Fellowes volvía de un entretenido fin de semana en Londres, dedicado a asistir a servicios religiosos e intervenir en esas interminables polémicas sobre música sacra, órganos, coros litúrgicos y los pecadillos y excentricidades de otros organistas: esa clase de debate que surge cada vez que se reúnen músicos de iglesia. Cuando el tren salió de Didcot, cerró los ojos, pensativo, y reflexionó sobre la conveniencia de modificar la puntuación del Benedicto, preguntándose hasta cuándo podría seguir atacando el final del Te Deum pianissimo sin que alguien protestara. Donald era bajo y moreno, de temperamento tranquilo, aficionado a las corbatas de lazo y a la ginebra, de aspecto completamente inofensivo (si acaso un poco demasiado indeciso), que se ganaba la vida como organista en el colegio de Fen, que he dado en llamar St. Christopher's. De estudiante dedicaba tanto tiempo y esfuerzo a la música que sus profesores (entonces estudiaba historia) desesperaban de sacar algo de él, y el tiempo les daría la razón. A la cuarta tentativa el propio interesado y sus maestros desistieron, con gran alivio por ambas partes. Actualmente Fellowes se limitaba a matar el tiempo con su trabajo de organista, preparando vagamente algún examen, haciendo sus prácticas para obtener algún día el diploma de bachiller en Música, y esperando a que lo llamaran a filas. Interrumpía con frecuencia su distante contemplación de los cánticos, una contemplación mucho menos remota de Yseut, de quien estaba, según palabras posteriores de Nicholas Barclay, «muy seriamente enamorado». En cierta forma abstracta percibía los defectos del objeto de su adoración, pero cuando estaba con ella esos defectos perdían toda importancia; no había nada que hacer, Yseut Haskell lo había hecho su esclavo. Pensando en ella se sintió de pronto profundamente desdichado, y las continuas paradas del tren sumaban irritación a su infortunio. «¡Maldita mujer!», dijo para sus adentros. «Y maldito tren… ¿Podrá Ward con ese solo el domingo? Malditos sean todos los compositores por poner La agudos en los solos.»

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