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Edmund Crispin: El caso de la mosca dorada

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Edmund Crispin El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza. Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas. Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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Nicholas Barclay y Jean Whitelegge partieron de Londres juntos, después de almorzar malhumorados y silenciosos en Victor's. Los dos estaban interesados en Donald Fellowes, Nicholas porque lo consideraba un músico brillante que permitía que una mujer lo manejase a su antojo; Jean porque estaba enamorada de él (con el resultado lógico de que le sobraban razones para odiar a Yseut). Verdad es que Nicholas no era quién para criticar a los demás por malograr su talento. De estudiante le habían pronosticado una carrera académica sobresaliente, y entonces había comprado, y leído, todas esas voluminosas ediciones anotadas de los clásicos ingleses que traen la mayor parte de las páginas llenas de comentarios (con un leve reconocimiento hacia el autor en la forma de dos o tres líneas de texto arriba, cerca del número de la página), y cuyo estudio se considera esencial para cuantos tienen la audacia de poner los ojos en un título universitario. Por desgracia, varios días antes del último examen, Nicholas tuvo la aciaga ocurrencia de poner en duda los verdaderos objetivos de la erudición académica. A medida que un libro siguiera a otro, y que las investigaciones se sucediesen, ¿llegaría el día en que se hubiera dicho la última palabra en un tema determinado? Y de no ser así, ¿para qué tanto esfuerzo? Eso no sería nada, razonaba Nicholas, si por lo menos proporcionara placer, pero en su caso no era así. Entonces, ¿qué objeto tenía continuar? No hallando respuesta adecuada a tales argumentos, había dado el paso lógico, o sea abandonar el estudio por completo y dedicarse a la bebida, con calma, pero con persistencia. Al no presentarse a examen, y hacer oídos sordos a reproches y recriminaciones, lo habían expulsado, pero como poseía recursos propios, eso no lo perturbó en lo más mínimo, y desde entonces se conformó con deambular por los bares de Oxford y Londres, cultivar un sentido del humor ligeramente irónico, hacer numerosas amistades y circunscribir sus lecturas a Shakespeare con exclusividad, de cuyas obras podía recitar largos versos de memoria; en las circunstancias actuales hasta había superado la necesidad del libro, y sencillamente podía quedarse cruzado de brazos pensando en Shakespeare, con gran fastidio de sus amigos, que consideraban esa actitud como el colmo de la ociosidad. Mientras el tren avanzaba hacia lo que el propio Nicholas había descrito cierta vez, refiriéndose a su cualidad de pletórico de música, como la Ciudad de los Coros Gritones, se entretenía en dar largos besos a un frasco de whisky y en repasar mentalmente escenas de Macbeth. «Los miedos presentes asustan menos que el horror imaginado: mi pensamiento, cuyo crimen no pasa, empero, de fantástico…»

De Jean no hay tanto que decir. Alta, morena, con gafas y aspecto bastante vulgar, tenía dos intereses en la vida: Donald Fellowes y el Club Teatral de la Universidad de Oxford, grupo de estudiantes que presentaban insulsas obras experimentales (como suelen hacer esos grupos), y del que era secretaria. En lo tocante al primero de estos dos intereses, asumía decididamente las proporciones de obsesión. «Donald, Donald, Donald», pensaba, aferrando con desesperación el brazo del asiento: Donald Fellowes. «¡Oh, diablos! Esto no puede seguir así. Al fin de cuentas está enamorado de Yseut, no de ti…, la muy bruja. Bruja egoísta, presumida. Si no existiera…, si por lo menos alguien…»

Nigel Blake estaba satisfecho, y pensaba en muchas cosas mientras el tren corría: en la alegría que le daría volver a ver a Fen; en lo que le había costado sacar un sobresaliente en inglés hacía tres años; en la vida laboriosa e interesante que llevaba desde entonces, como periodista; en cuánto habían tardado esos quince días de vacaciones, de los cuales pasaría por lo menos siete en Oxford; en que vería la nueva obra de Robert Warner, que con seguridad valía la pena; y, por encima de todo, en Helen Haskell. «Despacio», se reconvino mentalmente, «todavía no la has tratado. Despacio. Es peligroso enamorarse de alguien a quien sólo se ha visto de lejos, en un escenario. Lo más probable es que resulte vanidosa y antipática; o que está comprometida; o casada. Y, al fin y al cabo, seguramente estará rodeada de hombres, y es ridículo suponer que vas a conseguir que se fije en ti en el corto plazo de una semana, cuando ni siquiera te la han presentado…»

«De cualquier modo», añadió decidido, para sí, «voy a hacer la prueba.»

Todas esas personas iban a distintos puntos de Oxford: Fen y Donald Fellowes regresaban a St. Christopher's; Sheila McGaw a su apartamento de Walton Street; Sir Richard Freeman a su casa de Boar's Hill; Jean Whitelegge a su colegio; Helen e Yseut al teatro y posteriormente a su piso de Beaumont Street; Robert, Rachel, Nigel y Nicholas al Mace and Sceptre, en el centro de la ciudad. El jueves once de octubre todos estaban en Oxford.

Y en la semana siguiente tres de esas once personas morirían de muerte violenta.

2

YSEUT

Franche, cortoise, bonefoi…

Ahi! Yseut, filie du roi.

Beroul.

Nigel Blake llegó a Oxford a las cinco y veinte de la tarde, y fue directamente al Mace and Sceptre, donde había reservado alojamiento. El hotel, reflexionó con tristeza en el automóvil de alquiler que lo llevaba, no era precisamente una de las glorias arquitectónicas de Oxford. Desde ese punto de vista encerraba una curiosa amalgama de estilos que le recordaba la mezcla de hotel, restaurante y club nocturno que había visitado una vez cerca de Brandenburger Tor, en Berlín, edificio feo, chato y deprimente, donde cada habitación imitaba un estilo nacional distinto en forma por demás agresiva, romántica e improbable. Su propia habitación parecía una grotesca parodia del Baptisterio de Pisa. Deshizo el equipaje, se despojó del polvo y la fatiga que deja todo viaje por tren, y bajó al bar en busca de un trago.

Para entonces eran las seis y media. En el bar, y en el vestíbulo, los prolegómenos civilizados del sexo ofrecían una restringida y objetable función de títeres dentro del vetusto marco gótico. En general el sitio se conservaba más o menos como Nigel lo recordaba, si bien la población estudiantil había mermado y la militar aumentado considerablemente. Unos pocos estudiantes de teología del tipo artístico, que presumiblemente se habían quedado a trabajar durante las vacaciones o acaso habían llegado pocos días antes, gemían y farfullaban enfrascados en una discusión sobre la belleza poética de la concepción del Nacimiento de la Virgen. Junto al mostrador varios oficiales de la Real Fuerza Aérea sorbían su cerveza con entusiasmo ruidoso y poco convincente. Aquí y allá dos o tres ancianos y una colección heterogénea de estudiantes de arte, profesores y celebridades de paso, ese tipo de personajes sin los cuales Oxford no estaría completa, confiaban en que alguien advirtiera su presencia. Un grupo variado de mujeres, que revoloteaban en torno a los hombres más jóvenes, la mayoría haciendo ademanes y tratando de atraer su atención, completaba el cuadro. Con aire levemente agresivo, un par de estudiantes hindúes deambulaban sin rumbo fijo, llevando bien a la vista obras de los poetas contemporáneos más conocidos.

Nigel buscó una copa y una silla desocupada, y se sentó con un pequeño suspiro de alivio. Decididamente el lugar no había cambiado. En Oxford, pensó, cambian las caras, los tipos subsisten, haciendo y diciendo las mismas cosas de generación en generación. Encendió un cigarrillo, echó una ojeada en derredor, y trató de decidir entre ir a ver a Fen esa misma noche o dejarlo para más adelante.

A las siete menos veinte entraron Robert Warner y Rachel. Nigel conocía al autor superficialmente -una relación tenue basada en una serie de almuerzos literarios, reuniones teatrales y noches de estreno-, y al verlo lo saludó con la mano.

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