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Edmund Crispin: El caso de la mosca dorada

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Edmund Crispin El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza. Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas. Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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El profesor viajaba en primera, porque siempre había querido darse ese lujo, pero ahora ni siquiera en eso hallaba placer. Ocasionales remordimientos de conciencia le reprochaban aquel despliegue de opulencia relativa; sin embargo había logrado darle cierto justificativo moral, esgrimiendo un débil argumento económico, sacado a relucir ex tempore para beneficio de un imprudente que le echó en cara el despilfarro. «Mi estimado amigo», le había replicado Gervase Fen, «la empresa ferroviaria tiene gastos fijos; si aquellos de nosotros que pueden costeárselo no viajasen en primera, entonces las tarifas de tercera tendrían que subir, y eso no beneficiaría a nadie. Primero hay que alterar el sistema económico», añadió magnánimo, «y entonces no habrá problema». Tiempo después repitió el razonamiento con cierto orgullo en presencia del profesor de Economía, recibiendo en cambio, mortificado, solamente balbuceos de duda.

Ahora, cuando el tren se detuvo en Culham, encendió un cigarrillo, dejó a un lado el libro y exhaló un hondo suspiro. «¡Un crimen!», murmuró. «¡Un crimen difícil y muy complicado!» Y comenzó a inventar crímenes imaginarios para luego resolverlos con increíble rapidez.

Sheila McGaw, la joven directora de la compañía de repertorio de Oxford, viajaba en tercera. La razón era que opinaba que el arte debe volver al pueblo para recobrar la vitalidad perdida, y en ese momento estaba empeñada en mostrar un volumen de dibujos de Gordon Craig al granjero sentado a su lado. Era una mujer alta, vestida con pantalones, de rasgos faciales bien definidos, nariz prominente y melena corta, rubia y lacia. El granjero no parecía muy interesado en la técnica de la escenografía contemporánea; una corta exposición de las desventajas de un escenario giratorio tampoco logró impresionarlo; en realidad, no demostró la menor emoción, salvo quizá repugnancia momentánea al enterarse de que en la Unión Soviética los actores se llamaban Artistas Meritorios del Pueblo y de que José Stalin les pagaba grandes sumas de dinero. Poco antes de llegar a Stanislavski, no viendo posibilidad de fuga, abandonó la defensiva y probó en cambio un movimiento de flanco. Describió los métodos empleados en su granja; se dejó llevar por su entusiasmo al hablar de los silos, del servicio de las vacas, del tizón, el añublo y otras enfermedades transmitidas por la semilla, de las rastras de cadena de tipo mejorado, y temas similares; criticó, dando profusión de detalles, las actividades del Ministerio de Agricultura. La arenga duró hasta que el tren penetró por fin en Oxford, y entonces se despidió con calor de Sheila y partió levemente sorprendido de su propia elocuencia. En cuanto a la propia Sheila, tomada desprevenida por semejante estallido de oratoria, acabó tratando de convencerse a sí misma mediante una especie de autohipnosis de que todo había sido muy interesante. Por más que reflexionó pesarosa, era muy poco probable que la vida en una granja guardase algún parecido con Deseo bajo los olmos de Eugene O'Neill.

Robert Warner y su amante judía, Rachel West, viajaban juntos para asistir al estreno de la nueva obra del primero, Metromania, en el Teatro de Repertorio de Oxford. Para sus amigos había sido una sorpresa que un dramaturgo satírico tan conocido como Warner tuviera que estrenar una obra en el interior, pero dos o tres razones motivaban el hecho. En primer lugar, pese a su fama, la última obra representada en Londres no había sido un éxito, y los empresarios, minados por una quiebra teatral de primera clase, se habían puesto sumamente pesados; y segundo, la obra contenía ciertos elementos experimentales de cuyo resultado no estaba muy seguro. Desde cualquier punto de vista se imponía la obra, con la compañía tal como estaba, pero con Rachel, cuya reputación en el West End aseguraba cómodamente un éxito de taquilla, en uno de los papeles protagónicos. Las relaciones entre Robert y Rachel eran apacibles y duraderas, habiéndose transformado prácticamente en platónicas durante el último año; por otra parte, intereses comunes y una genuina estima y simpatía mutua la respaldaban. De Didcot en adelante la pareja no habló. Robert estaba en el umbral de los cuarenta, un hombre alto, más bien delgado, de hirsuto pelo negro (un mechón rebelde le caía sobre la sien), ojos vivarachos de mirar inteligente tras las gafas de gruesa armadura, que vestía un traje oscuro harto convencional. Pero su porte tenía cierto aire autoritario, y sus movimientos daban la impresión de severidad, de ascetismo casi. Soportó las continuas demoras apelando a un autocontrol puesto a prueba muchas veces, levantándose solamente una vez para ir al lavabo. Al pasar por el corredor distinguió a Yseut y Helen Haskell, dos o tres compartimientos más allá, pero se apresuró a pasar de largo sin intentar hablarles y confiando en que no lo hubieran visto. Al volver dijo a Rachel que las muchachas viajaban en el mismo tren.

– Me gusta Helen -comentó Rachel, en tono reposado-. Es una chica encantadora, y muy buena actriz.

– A Yseut la detesto.

– Bueno, será fácil hacernos los desentendidos cuando lleguemos a Oxford. Creí que Yseut te era simpática.

– En absoluto.

– De cualquier manera tendrás que dirigirlas a las dos el jueves. No veo que haya mucha diferencia entre que nos reunamos con ellas ahora o después.

– Por mí, cuanto más tarde, mejor. Con mucho gusto le retorcería el pescuezo a Yseut -dijo Robert Warner, desde su rincón-. Nada me daría más placer.

Yseut Haskell estaba decididamente aburrida; y, como era su costumbre, no trataba de ocultarlo. Pero mientras la impaciencia de Fen era un estallido espontáneo, inconsciente, en Yseut parecía más bien una ostentación. En grado considerable todos nos preocupamos forzosamente de nosotros mismos, pero en su caso la preocupación era exclusiva, y como si eso fuera poco, tenía en gran parte naturaleza sexual. Todavía era joven -andaría por los veinticinco-, de pechos llenos y caderas acentuadas casi con crudeza por la ropa que llevaba, y una espléndida mata de pelo rojo que era la niña de sus ojos. Ahí, no obstante -al menos para la mayoría de la gente-, terminaba su atractivo. Los rasgos de su rostro, de una belleza convencional, no trasuntaban nada de su verdadero temperamento: una pizca de egoísmo, una pizca de vanidad; desde el punto de vista intelectual, su conversación era presuntuosa y nunca hueca; su actitud para con el sexo opuesto demasiado abiertamente provocativa para agradar a más de unos pocos, y a las demás mujeres las miraba con malicia y rencor. Pertenecía a ese enorme contingente de mujeres que en edad temprana adquieren conocimientos sexuales, pero no experiencia, y en ella el aspecto adolescente persistía aún. Dentro de ciertos límites era caritativa, y hasta cierto punto responsable en su trabajo de actriz, pero también en esto lo que más le interesaba era la oportunidad de destacarse. Titulada en el conservatorio de arte dramático, su carrera había sido una sucesión de papeles de reparto, si bien su fugaz amorío con cierto empresario londinense le había supuesto en un tiempo el papel protagonista en una obrita representada en el West End que distó mucho de ser un éxito. Dos años antes había ido a Oxford, y allí se había quedado entonces, hablando de su agente y de la situación del teatro en Londres y de la probabilidad de que volviera a la capital en cualquier momento, y demostrando en general una superioridad condescendiente no sólo injustificada por los hechos, sino que, además, y por causas perfectamente naturales, tenía la virtud de enfurecer a la gente. En nada mejoraba las cosas una deslumbrante serie de romances que le granjeaban la enemistad de las demás actrices de la compañía, hacían que los menores tuvieran que abandonar la habitación sin comprender lo que pasaba, pero molestos, y dejaban en los hombres esa sensación de «y-bueno-al-fin-de-cuentas-todo-es-experiencia» que en general es el único resultado discernible de la promiscuidad sexual. En el teatro seguían tolerándola porque esa clase de compañía, gracias a sus especiales y tornadizos métodos de trabajo y precedencia, existe emocionalmente en un plano muy complejo y excitable, que la menor conmoción puede inclinar; con el resultado de que sus miembros más sensibles se abstenían de toda expresión abierta de desagrado, sabiendo como sabían que a menos que mantuvieran relaciones amistosas entre sí, aunque sólo fuera en apariencia, la tortilla se da la vuelta de una vez y para siempre, se forman camarillas hostiles, y entonces vienen los cambios al por mayor.

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