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Mark Billingham: En la oscuridad

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Mark Billingham En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía. La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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Le preguntó a Paul si tenía familia. Paul dijo que no era asunto suyo y Shepherd le respondió que muy bien.

– De todas formas, no dan más que problemas -dijo Anderson.

El taxi se movía con destreza entre el abundante tráfico mientras Kilburn daba paso a las calles más concurridas de Brondesbury. Luego, un poco más lejos, las casas empezaron a encoger y a juntarse al entrar en Cricklewood.

– ¿De qué os conocéis? -preguntó Anderson.

Antes de que Paul pudiese responder, el taxi abandonó bruscamente la calle principal y, tras unos minutos zigzagueando por calles secundarias, se metió traqueteando por un camino lleno de baches y aminoró. Paul estiró el cuello y vio que se acercaban a un enorme complejo de edificios antiguos, oscuro contra un cielo que apenas empezaba a mostrar los primeros vestigios desvaídos de azul. Podía ver los grafitis y el entramado de grietas y agujeros de todas las ventanas.

Las depuradoras abandonadas de Dollis Hill.

El taxi se acercó a las cancelas sujetas por una pesada cadena y un candado. Ray apagó el motor y cogió un periódico del asiento del copiloto. Nigel se movió con la misma despreocupación, y Paul vio caer la cabeza de Anderson al ver aparecer el cúter en la cabeza del tipo.

El irlandés sonó más cansado que otra cosa. Dijo:

– Por Dios, Kevin. ¿Tenemos que hacerlo?

Nigel ya se estaba agachando para sacar una pequeña tabla de madera, de unos 30 centímetros cuadrados, de debajo del asiento de Shepherd. Shepherd se hizo a un lado para hacer sitio mientras Nigel agarraba a Anderson y le arrastraba al suelo del taxi, tirándole del brazo y cargando todo su peso sobre el dorso de la mano del irlandés para mantener sus dedos separados sobre la tabla.

– Me cago en la puta, Kevin, alguien te ha comido la cabeza -dijo Anderson.

Nigel presionó la cara de Anderson con más fuerza y levantó la vista, preparado.

– Con un par de centímetros debería bastar -dijo Shepherd.

No hubo demasiada sangre, y el ruido quedó muy amortiguado por la alfombrilla. Después, Shepherd se echó hacia atrás y le pasó un pañuelo a Anderson, que lo presionó sobre su mano y, lentamente, se llevó las rodillas al pecho.

– Ahí va un dedo que no volverás a meter en la caja por un tiempo -dijo Shepherd. Retiró los pies para evitar tener contacto alguno con el hombre que estaba tirado en el suelo y miró a Paul-. Como si no le fuese lo bastante bien. Se ha comprado tres coches nuevos en los últimos dieciocho meses. Puto imbécil.

– La mayoría de la gente quiere un poco más -dijo Paul-. Es natural.

Shepherd pensó en ello unos segundos, luego miró su reloj.

– No te importa buscarte la vida para volver desde aquí, ¿verdad? Tenemos que seguir. No quiero que este le llene la tapicería de sangre a Ray.

Paul supuso que podía llegar andando hasta Willesden Junction en unos veinte minutos. Al menos si no llovía. Esperó.

– Mira, te voy a ser sincero, Hopwood -dijo Shepherd-. Todavía hay muchas que no acabo de ver. Sobre ti.

Pero hay una o dos cosas que tengo un poco más claras. Lo que sabes, o lo que crees que sabes, por ejemplo.

– Es comprensible.

– Pero esta es la cuestión. Conozco bastante bien a unos cuantos polis y observarte mientras Nigel hacía su trabajo ha sido bastante interesante. Verás, algunos polis, hagan lo que hagan, o lo que se suponga que hagan, no habrían sido capaces de quedarse cruzados de brazos y dejar que sucediera. Se habrían puesto a dar brincos, a gritar como locos, a arrestarnos y todo eso. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– ¿Y si lo hubiese hecho?

Shepherd se encogió de hombros.

– Sería una jodienda, pero no un problema. No creo que el señor Anderson fuese a presentar cargos. Nigel es un tipo reservado y a Ray se la sopla todo. -Se echó hacia delante-. ¿Verdad, Ray?

Ray dijo que se la soplaba todo.

– Un par de horas perdidas en alguna comisaría y un par de días de papeleo para algún imbécil que podía dedicarse a pillar a terroristas suicidas. Poco más.

Paul no podía discutírselo.

– Luego está el poli que tiene que aparentar que pasa de todo porque va de listo, trata de quedar bien o lo que sea. En cualquier caso, algo así provoca una reacción, ¿no? Uno no se queda ahí sentado como si estuviese viendo a Jamie Oliver cortando chirivías. -Dos veces pareció que Shepherd estaba a punto de sonreír, y dos veces la sonrisa se extinguió en las comisuras de sus labios. Como si intentase encontrarle la gracia pero no acabase de lograrlo.

A un gesto de Shepherd, Nigel se incorporó, salió con dificultad del taxi y sujetó la puerta para que Paul se bajase.

– Deberíamos volver a hablar -dijo Shepherd.

– Si quieres…

– Por supuesto, porque no acabo de pillarlo. Lo haré, pero todavía no. -Se colocó el nudo de la corbata, se sacó algo de la solapa-. Eres un tipo completamente distinto, Paul. Te quedaste ahí sentado viendo… eso, y ni te inmutaste.

Cuatro

Javine le estaba dando el biberón al niño cuando Theo llegó a casa. Con él apoyado en su brazo izquierdo, estiraba la mano para mantener el biberón en su lugar y hojeaba una revista con la mano que le quedaba libre.

Theo se quedó de pie en la puerta, levantando la comida para llevar que había comprado de camino.

– Deja que termine con el niño primero -dijo Javine.

Theo llevó la bolsa a la cocina, luego volvió y se sentó junto a su novia. Rebuscó entre los cojines del sofá en busca del mando de la tele.

– ¿Qué tal el día?

Recorrió los canales.

– Ha hecho buen tiempo. Ya es algo.

Algo, cuando te pasas ocho horas de pie en una esquina u otra. Vigilando. Corriendo de un lado para otro.

– Sí, ha sido agradable. -Javine acarició la mejilla de su hijo con el dorso de la mano-. Le he llevado al parque, hemos visto a Gemma.

Theo asintió, miró tragar al niño un minuto.

– Sí que tiene hambre, tía.

– La leche en polvo no es cara -dijo Javine.

– Ya lo sé.

– Te la dan a granel, como los pañales.

– No lo digo por eso. -Theo volvió a mirar la tele-. Es bueno, ¿sabes? Es buena señal.

Vieron gran parte de EastEnders mientras el niño terminaba el biberón y, cuando Javine se lo llevó al dormitorio, Theo metió la comida en el microondas y sacó platos y cubiertos. Gambas y setas para ella, ternera picante para él. Arroz tres delicias y pan de gambas, latas de cerveza y Coca-Cola Light. Otro culebrón mientras comían con los platos en el regazo, el de los granjeros del norte y todo el rollo. Theo no lo seguía.

– Gemma habló de salir alguna noche de la semana que viene -dijo Javine-. Hay un club nuevo en Peckham. Dice que su hermano nos puede meter.

– Vale.

– ¿Seguro?

– Te he dicho que sí.

– Voy a meter los biberones en la nevera.

Theo revolvió el arroz en el plato.

– A lo mejor le puedo pedir a Mamá que se quede con él.

Javine resopló y dijo «estupendo», lo que significaba que no lo era.

– Sólo si surge algo, ya sabes.

– Como quieras. -Javine dejó caer el tenedor en el plato-. Pero no creo que una noche vaya a hacerte daño, y creo que sería buena idea recurrir un poco menos a tu madre, reservarla para cuando realmente la necesitemos, ¿vale? -Se levantó y empezó a recoger los platos-. Por si algún día salimos los dos juntos, por ejemplo.

– Está bien, ya lo pillo, ¿vale? -Se terminó la cerveza-. No hace falta que te alteres, tía. -No, no estaba bien en realidad, pero ¿qué otra cosa iba a decir? Hacía casi seis meses que había nacido el niño y sabía que a lo más emocionante que llegaba la vida de Javine eran el parque y el centro de juegos. Gemiría era la única amiga que había hecho desde que la había traído de vuelta aquí, y sabía que había dejado muchas otras cosas atrás.

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