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Mark Billingham: En la oscuridad

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Mark Billingham En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía. La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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Cuando cayó en la cuenta de que la mujer le hablaba a ella, Helen sonrió e intentó aparentar que había estado escuchando todo el tiempo.

– …apuesto a que te estás muriendo de ganas por echarlo, ¿no? -dijo señalando con la cabeza la barriga de Helen-. Por lo menos, el verano no está siendo demasiado caluroso, ¿verdad? Es una auténtica pesadilla cuando estás de tantos meses.

– Creo que puede haber una ola de calor en las próximas semanas -dijo Jenny.

– La Ley de Murphy -dijo Helen.

Sí, por supuesto, estaba desesperada por dar a luz, estaba más que harta de andar por ahí con una pelota hinchable, harta de todo el interés y los consejos. Por no hablar del peso de la expectación…

Quería un hijo que marcase un antes y un después. Deseaba la novedad.

Pero en aquel momento, más que ninguna otra cosa, deseaba su compañía.

Paul dejó el coche en un aparcamiento público del Soho, luego esperó cinco o diez minutos bajo la lluvia hasta que llegó el taxi. La luz del coche negro estaba apagada cuando dobló la esquina y paró a recogerle. Dentro ya había otro pasajero.

El ocupante del taxi tenía el gesto serio mientras mantenía la puerta abierta para que Paul entrase, pero resultaba evidente que, por el momento, el tiempo era lo único que estaba cabreando a Kevin Shepherd.

– Es la puta hostia, ¿no?

Paul se dejó caer en uno de los asientos abatibles. Se pasó la mano por su pelo corto, sacudiéndose el agua.

– Creía que el calentamiento global iba a acabar con esta mierda -dijo Shepherd.

Paul sonrió y rebotó hacia delante cuando el taxi arrancó dando bandazos y giró a la izquierda para meterse por Wardour Street.

– Tengo una casita en Francia -dijo Shepherd-. En el Languedoc. ¿Has estado?

– No últimamente -dijo Paul.

– En días como este, me acuerdo de por qué la compré.

– Una buena inversión, diría yo.

– Aparte de eso. -Shepherd miró por la ventana y meneó la cabeza con gesto triste-. Si te digo la verdad, la única razón por la que no voy más a menudo es la comida. La mayoría es terrible. Y no lo digo sólo porque no me gusten los franceses. Es decir, claro que no me gustan -rio-, pero te juro que está sobreestimada. Los italianos, los españoles, hasta los alemanes, por el amor de Dios, hoy en día todos se mean en los franceses en lo que a comida se refiere.

Su acento era prácticamente neutro, pero seguía teniendo cierto deje de chico de barrio que no había pulido del todo.

– Hay un restaurante francés al lado de mi casa -dijo Paul-. Le echan salsa a todo.

Shepherd le señaló con el dedo, encantado.

– Eso es. Y patatas blancas. Blancas del todo, ¿sabes? Tiradas ahí en el plato como los huevos de un bulldog, cocidas hasta que no saben a nada.

Shepherd tenía el pelo rubio, por los hombros; se parecía un poco a aquel actor de la película de Starsky y Hutch, pensó Paul. Aunque su sonrisa no tenía tanto encanto. Llevaba una camisa de color rosa pálido con uno de esos cuellos enormes que estaban tan de moda y una corbata malva. El traje debía de tener un precio de cuatro cifras y los zapatos costaban más que todo lo que Paul llevaba encima.

El taxi se dirigió al oeste por Oxford Street. Shepherd no había dicho nada, pero el conductor parecía saber adónde iba. Era un taxi de los nuevos, con un lujoso sistema de altavoces en la parte de atrás y una pantalla que exhibía trailers de próximos estrenos, anuncios de perfume y teléfonos móviles.

– ¿Puedo ver tu placa? -preguntó Shepherd. Le observó mientras Paul rebuscaba en el bolsillo-. Quiero estar completamente seguro de quién se está dando una vuelta gratis. -Se acercó, cogió la pequeña billetera de cuero donde Paul también guardaba su abono y sus cupones de transporte y examinó su identificación-. Por teléfono me dijiste que eras de Inteligencia -Paul asintió-. Supongo que ya habrás oído todos los chistes.

– Todos.

El taxista tocó el claxon y maldijo a un conductor de autobús que se había incorporado cuando estaba rebasándolo.

– Y bien, cuéntame lo inteligente que eres -dijo Shepherd.

Paul se recostó en el asiento y se tomó unos segundos.

– Sé que a mediados de febrero de este año tuviste contacto con un hombre de negocios rumano llamado Radu Eliade. -Observó que Shepherd parpadeaba, se ajustaba la corbata-. Acudió a ti con trescientas mil libras que había obtenido mediante una serie de estafas con tarjetas de crédito y débito; necesitaba que se las «limpiases». Que se «las colocases», se las «distribuyeses» y se las «integrases» en el sistema. Creo que esos son los términos técnicos. -Shepherd sonrió. Desde luego, su sonrisa no tenía el encanto de la de su doble del cine-. Sé que tú y varios socios alquilasteis un terreno y un almacén en el norte de Gales y os pasasteis las semanas siguientes de subasta en subasta, comprando equipamiento industrial en efectivo para venderlo una o dos semanas después. Sé que el señor Eliade recuperó su dinero, en perfecto estado y limpio como una patena, y que tú ni siquiera tuviste que cobrarle comisión porque sacaste buenos beneficios vendiendo tus excavadoras y demás maquinaria a pequeñas empresas de Nigeria y Chad -hizo otra pausa-. ¿Qué tal voy?

Paul había visto cómo cambiaba la expresión de Shepherd mientras hablaba. Se había endurecido de inmediato, mientras el hombre se quedaba allí sentado, intentando decidir si habían pillado a Eliade y este le había echado la mierda encima o si había sido uno de los socios que Paul había mencionado el que le había vendido. Luego cambió: la dulce oleada de curiosidad mientras Shepherd se preguntaba por qué, si de verdad uno de los subinspectores de inteligencia de la policía metropolitana sabía todo aquello, seguía libre.

Por qué todavía no había dado con su trajeado culo en la cárcel.

Siguieron en silencio durante un rato, mientras el taxi rugía en dirección norte por Edgware Road hacia Kilburn.

Los escaparates de las tiendas se iban volviendo un poco más destartalados, el velocímetro del Mercedes iba disminuyendo.

– Parece que se está despejando -dijo Shepherd.

– Eso es bueno.

– Ya, ¿pero qué me dices de las previsiones a largo plazo? -Shepherd intentó mirar a Paul a los ojos para asegurarse de que había captado su insinuación-. Tal vez debería pensar en pasar un poco más de tiempo en el Languedoc. ¿Tú qué opinas, Paul? Tú eres el que sabe.

– Depende -dijo Paul.

El taxi se arrimó a un lado, de repente, y se detuvo junto a unas galerías comerciales de Willesden Lane para recoger a dos hombres.

– Este es Nigel -dijo Shepherd indicando con la cabeza al hombre que ocupó el asiento abatible al lado de Paul. Era un tipo grande, de unos cincuenta, con el pelo cano engominado hacia atrás, y una expresión que parecía haber sido esculpida a patadas. Paul gruñó un saludo. Nigel, que prácticamente desbordaba el asiento, no dijo nada. Shepherd dio unas palmaditas sobre el asiento que había a su lado-. Y este -llamó por señas al segundo hombre, un individuo bastante menos seguro de sí mismo, con una gabardina color mierda- es el señor Anderson. Es un poco más amigable que Nigel.

Anderson miró a Paul con los ojos entornados tras sus gruesas gafas.

– ¿Quién es este? -tenía un ligero acento irlandés. No era mucho más amigable.

Shepherd se echó hacia delante y le gritó al conductor:

– Vamos, Ray.

La charla comenzó al arrancar el taxi. Shepherd y Anderson hablaron de una fiesta de gala a la que ambos habían asistido unas noches antes, un triste cómico que solía salir por la tele, pero ya no estaba en su mejor momento.

– Una porquería, ¿sabes? -dijo Shepherd con una mueca. Sin duda los chistes verdes estaban a la altura de la comida francesa-. Lo peor de lo peor.

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