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Mark Billingham: En la oscuridad

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Mark Billingham En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía. La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– Así es como lo hacemos -dice el conductor.

Nota el asiento del copiloto caliente bajo él al girarse, como si todo le pareciese bien. Como si respirase con facilidad y no sintiese que la vejiga le va a explotar.

Puta imbécil.¿Por quéno puede meterse en sus asuntos?

Abandonan el carril bus y rebasan a una moto. El motorista se gira para mirarles al pasar, lleva casco y visor negros. El hombre del asiento del copiloto le mira a su vez, pero no puede mantener la mirada. Vuelve a dirigir los ojos hacia la calzada.

Hacia el coche de delante.

– No la pierdas -dice alguien con urgencia en el asiento de atrás.

Luego su amigo:

– Sí, dale caña a esta mierda, tío.

El conductor dirige los ojos al retrovisor:

– ¿Me estáis mangoneando, vosotros dos?

– No.

– ¿Me estáis mangoneando o qué cojones?

Levantan las manos.

– Relájate, tío. Sólo te digo…

Los ojos se desvían otra vez, pisa el acelerador y el Cavalier se acerca rápidamente hasta apenas unos metros del BMW plateado. El conductor se gira hacia el hombre del asiento del copiloto y sonríe. Le dice:

– ¿Listo?

La lluvia cae con más fuerza ahora.

Su corazón late más rápido que los chirriantes limpiaparabrisas.

– Vamos a hacerlo -dice el conductor.

– Sí…

El Cavalier se echa a la izquierda, a sólo unos centímetros ahora, obligando al BMW a meterse en el carril bus. Los tres del asiento de atrás silban, sueltan tacos y resoplan.

– Vamos a hacerlo en cualquier momento, joder.

El del asiento del copiloto asiente y su mano sudorosa aprieta con fuerza la culata de la pistola contra la rodilla.

– Levántala, tío, levanta ese chisme bien alto. Enséñale lo que tienes.

Contiene el aliento y aprieta los dientes, luchando contra las ganas de mearse allí mismo, en el coche.

– Lo que le vas a dar.

Al girarse ve que la mujer del BMW ya está bastante asustada. A apenas unos metros. Mueve los ojos como loca, la boca se le retuerce en un gesto de pánico.

Levanta la pistola.

– Hazlo.

Esto era lo que quería, ¿no?

Los del asiento de atrás le mandan besitos para azuzarle.

– Hazlo, tío.

Se echa hacia el lado y dispara.

– Otra vez.

El Cavalier se aleja con el segundo disparo y él se esfuerza para mantener el coche plateado en su campo visual, se asoma más, siente la lluvia en el cuello, ignorando los gritos que le rodean y las gordas manos que le dan palmadas en la espalda.

Se queda mirando mientras el BMW da un bandazo hacia la izquierda, choca y se sube a la acera; ve a la gente de la parada de autobús, los cuerpos volando.

Lo que quería…

A más de treinta metros, puede oír el crujido del capó al abollarse. Y algo más: un golpe sordo, pesado y húmedo, y luego el chillido del metal y el bailoteo del cristal, que se desvanece cuando aceleran y se alejan.

Tres semanas antes

Primera parte. Mentir como quien respira

Uno

Helen Weeks estaba acostumbrada a despertarse con náuseas, con la sensación de apenas haber dormido y de estar sola, tanto si Paul estaba a su lado como si no.

Se había levantado antes que ella esa mañana, y ya estaba en la ducha cuando ella entró silenciosamente en el cuarto de baño y se agachó para vomitar en el lavabo. No era gran cosa. Apenas unos escupitajos, unos hilitos marrones y amargos.

Se enjuagó la boca y pegó la cara a la mampara de cristal al salir del cuarto de baño para preparar el desayuno:

– Bonito culo -dijo.

Paul sonrió y volvió a girarse hacia el agua.

Cuando entró en el salón diez minutos después, Helen ya iba por su tercera tostada. Lo había dispuesto todo en su pequeña mesa de comedor: la cafetera, tazas, fuentes y platos que habían comprado en The Pier cuando se habían mudado; había llevado la mermelada y la mantequilla de cacahuete del frigorífico en una bandeja, pero Paul fue directamente a coger los cereales, como siempre.

Esa era una de las cosas que le encantaban de él: era un niño grande que nunca había perdido el gusto por los Coco Pops.

Le observó mientras se echaba la leche y limpiaba las gotitas que había derramado con un dedo.

– Deja que te planche esa camisa.

– Está bien así.

– No te has planchado las mangas. -Nunca planchaba las mangas.

– No hace falta. Llevaré la chaqueta puesta todo el día.

– Me llevará cinco minutos. Puede que haga calor más tarde.

– Llueve a cántaros.

Comieron en silencio durante un rato. Helen pensó que quizá debía ir a encender la pequeña tele de la esquina, pero supuso que uno de los dos tendría algo que decir en un momento dado. De todas formas, desde el piso de arriba caía un chorro de música. Una caja de ritmos y un bajo.

– ¿Qué tienes que hacer hoy?

Paul se encogió de hombros y tragó.

– Sabe Dios. Me enteraré al llegar, supongo. Ya veré lo que me tiene preparado el jefe.

– ¿Terminarás sobre las seis?

– Venga, ya lo sabes. Si surge algo, puedo terminar a cualquier hora. Ya te llamaré.

Ella asintió, recordando una época en que lo habría hecho.

– ¿Y el fin de semana?

Paul la miró y gruñó un «¿qué?» o un «¿por qué?».

– Deberíamos intentar ver algunas casas -dijo Helen-. Iba a hacer unas llamadas hoy, fijar un par de citas.

Paul la miró con fastidio.

– Ya te lo he dicho, todavía no sé lo que voy a hacer. Lo que surja.

– Nos quedan seis semanas. Seis semanas, como mucho.

Él volvió a encoger los hombros.

Ella se aupó y cruzó la cocina para meter un par de rebanadas más en la tostadora. Tulse Hill no estaba mal, estaba más que bien si querías comprar un kebab o un coche de segunda mano. Brockwell Park y Lido estaban a un paseo y había bastante movimiento a cinco minutos colina abajo, en el centro de Brixton.

El piso en sí era bastante agradable, seguro, un segundo con un ascensor que casi siempre funcionaba. Pero no podían quedarse. Dormitorio y medio (el de matrimonio y en el que no cabía una aguja), una cocina y un salón pequeños, y un pequeño cuarto de baño. Todo empezaría a parecer muchísimo más pequeño en mes y medio, con una silla de bebé en el recibidor y un parque delante de la tele.

– A lo mejor voy a ver a Jenny más tarde.

– Muy bien.

Helen sonrió, asintió, pero sabía que no le parecía bien en absoluto. Paul nunca se había entendido bien con su hermana. Tampoco había ayudado mucho que Jenny se hubiese enterado de lo del niño antes que él.

También se había enterado de unas cuantas cosas más.

Llevó sus tostadas a la mesa.

– ¿Has tenido ya ocasión de hablar con el representante de la Federación?

– ¿De qué?

– Por Dios, Paul.

– ¿Qué?

Helen estuvo a punto de dejar caer el cuchillo al verle la cara.

La Policía Metropolitana concedía trece semanas a las agentes después del parto, pero eran bastante más picajosos cuando se trataba de las bajas de paternidad. Paul había solicitado (se suponía que había solicitado) una ampliación sobre los cinco días de baja remunerada que le habían concedido.

– Dijiste que lo harías. Que querías hacerlo.

Él soltó una carcajada hueca.

– ¿Cuándo dije eso?

– Por favor…

Él meneó la cabeza, rebañó los cereales del cuenco con el dorso de la cuchara como si hubiese un juguete de plástico que no había encontrado.

– Tiene cosas más importantes de las que preocuparse.

– Vale.

– Yo tengo cosas más importantes de las que ocuparme.

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