Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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Dios, necesitaba más galletas. Probablemente debería llevarse las que le gustaban a Paul, las de chocolate normal, puesto que había sido un poli honrado y trabajador y ella era una puta de mente perversa.

La gente también era agradable, dando vueltas y haciendo sus cosas; hombres y mujeres normales que no la conocían, y cada pequeño encuentro le levantaba el ánimo. Una sonrisa de un anciano mientras ambos movían sus carritos en la misma dirección para evitar una colisión. Los ofrecimientos de ayuda cuando se agachaba para coger botellas de agua o se estiraba para alcanzar algo en un estante alto.

– Allá vamos.

– Ahí tiene.

– Con calma, bonita, no vayas a tenerlo aquí.

Y algunas miradas curiosas también, por supuesto. Y los codazos a hurtadillas cuando otros compradores intentaban no mirar descaradamente a la mujer en avanzado estado de gestación que avanzaba a paso de caracol y hablaba sola.

– Tienes razón, Hopwood, soy buena pieza, pero siempre lo supiste.

Queso, leche semidesnatada, yogur natural…

– Pues ven y aparécete, pues. ¿Por qué no? Paséate con tus putos grilletes ante mí en la oscuridad.

Lej í a, pasta de dientes, papel higi é nico…

– ¿Qué se suponía que debía pensar, por el amor de Dios? A lo mejor si hubieras estado aquí…

Entonces vio al niño: corriendo por el pasillo hacia ella, esquivando un carrito en su carrera para llegar junto a su madre, blandiendo el paquete de cereales que tanto deseaba. La misma marca…

Lo vio y se quedó paralizada. Oyó el repiqueteo de los cereales al pasar el niño, y mientras Paul se los echaba en el cuenco. Luego todo empezó a desaparecer.

Ya estaba cayéndose hacia adelante cuando lo sintió subir como leche hirviendo, mientras le subía por la garganta. Buscó el freno del carrito con el pie pero no lo encontró. Estaba ardiendo. Ordenó a sus manos que soltasen la barra, pero no le escucharon. Su cabeza estaba inundada por la gente que se había parado a mirar, los colores que vestían, mientras el carrito la arrastraba, tirándola sobre las rodillas al tiempo que el gemido empezaba a escapársele, y el primer gran sollozo le pegaba una patada en el pecho mientras caía al suelo.

Una mujer, la madre del niño, le preguntó si se encontraba bien. Helen intentó hablar, pero la mujer se alejó a toda prisa para ir a buscar a alguien, y cuando Helen volvió a levantar la vista lo único que vio fue al niñito mirándola fijamente. Él empezó a llorar a su vez mientras ella veía a un guardia de seguridad doblar la esquina. Se inclinó por detrás de ella y metió los brazos por debajo de los suyos, le preguntó si quería que la ayudase a levantarse. Pero ella lloraba con tanta fuerza que no pudo responder, así que él volvió a levantarse. Le dijo que se tomase todo el tiempo que quisiese.

Helen podía oírle diciendo a los demás clientes que la señora se encontraba bien. Luego dijo algo por el walkie-talkie y, en la pausa entre un sollozo y otro, mientras hipaba como un bebé, oyó el graznido de respuesta del aparato.

El guardia de seguridad se había negado a dejar conducir a Helen, la había metido en un taxi, se había quedado sus llaves y le había prometido que le llevaría el coche a casa cuando terminase su turno. Era la segunda persona en pocos días cuyo nombre había preguntado y le había dicho que tal vez se lo pusiese a su hijo. Él había dicho que se llamaba Stuart y se había mostrado mucho más emocionado con la idea que el chico que había conocido en Lewisham.

Pensó en aquel chico, en su mirada cuando ella salía del aparcamiento, mientras veía cómo se alejaba el taxi y recorría los escasos metros que había hasta su puerta. Tenía la llave del portal en la mano cuando oyó una voz detrás de ella.

– ¿Helen?

Se dio la vuelta, medio esperando ver a Adam Perrin, y sintió alivio al ver a un hombre de mediana edad, con entradas, que levantaba las manos fingiendo rendirse y parecía preocupado. Era evidente que había reconocido la tensión en su cara.

– Perdone -dijo ella. Se sentía como un trapo de todas formas y recordó lo mucho que se había asustado cuando Kevin Shepherd había aparecido acechándola en la oscuridad, cuando prácticamente la había amenazado allí mismo.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó el hombre.

Supuso que era uno de sus vecinos. Ella y Paul habían hablado a menudo de intentar conocerlos mejor, quizá dar una fiesta para todo el bloque, pero nunca habían llegado a hacerlo.

– Estaré mejor en un par de semanas. En cuanto me deshaga de esto.

El hombre sonrió.

– Eso es bueno. Sólo nos preguntábamos cómo estarías, ya sabes.

– Estoy bien. Gracias.

– El funeral es pasado mañana, ¿no?

– ¿Perdón? -Se fijó en que llevaba una pequeña grabadora-. ¿«Nosotros» quién?

– Sólo el periódico local -tendió una mano, que Helen ignoró.

– Y los locales venden a los nacionales. Sé cómo funciona.

– Obviamente es una gran historia para nosotros. Una tragedia local.

Helen volvió a girarse hacia la puerta e intentó colocar la llave en la posición correcta. Oyó al reportero acercándose.

– Sería bueno informar a la gente de cómo te sientes realmente -dijo-. De lo que has pasado. Cómo crees que será tener al bebé después de…

Ella se dio media vuelta rápidamente y vio a otro hombre saliendo de un coche aparcado donde se había detenido el taxi. Le vio preparar una cámara y levantarla. Vio el flash empezando a disparar.

– Venga, Helen, sólo unas palabras…

Ella pasó junto a él y avanzó todo lo rápido que pudo hacia el fotógrafo.

– Vuelva a meterse en ese coche -dijo-. Ahora.

El reportero estaba detrás de ella, todavía haciéndole preguntas, pero ella siguió andando; disfrutando la mirada del fotógrafo cuando finalmente dejó de hacer fotos y retrocedió rápidamente.

– Lárgate antes de que coja esa cámara y te la meta por el culo.

No había ningún DJ tocando en el Dirty South esa noche. Un letrero pegado con cinta adhesiva a la puerta decía: La actuaci ó n de esta noche se ha pospuesto como muestra de respeto por las familias de Michael Williamson, James Dosunmo, Errol Anderson y Andr é Betts.

Mikey, SnapZ, Wave y Sugar Boy.

Alguien había garabateado «vivirán X siempre» justo encima de las palabras que prometían que las entradas compradas serían válidas para la nueva fecha.

El bar también estaba un poco más tranquilo de lo normal para ser sábado. No salía música de los altavoces, y habían bajado el volumen de la gran pantalla de televisión. Aunque el personal tenía bastante trabajo y había muchas monedas alineadas en los bordes de la mesa de billar.

Theo estaba de pie en la barra, esperando su whiskey con cola. Al mirar a su alrededor, pudo ver a la mayor parte de la pandilla reunida cerca del arco que daba a la parte de atrás, varios de ellos jugando ya al billar y otros apiñados en pequeños grupos. No había rastro de Easy.

Cuando le trajeron su copa, Theo se acercó y habló con algunos de los chicos. La mayoría parecían alegrarse de verle y hablaron fluidamente de esto y de lo otro, aunque varios de los más jóvenes estaban alterados, con los ojos mirando a cualquier parte menos a él mientras hablaban. Aunque se había preparado para ello, nadie le preguntó por lo que se había encontrado en el piso franco.

Le alivió que Easy no hubiese corrido la voz.

Era sabido en la urbanización, solo era cuestión de tiempo hasta que alguien quisiese repasarlo todo con él en una sala de interrogatorios, y a Theo no le agradaba la idea. Sin duda, la policía estaba al límite de sus recursos ahora, pero sabía que no habían dejado de buscar a los que iban en aquel coche la noche que murió el poli. Aunque ya se les hubiese adelantado alguien.

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