Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– Lo harán los polis -dijo Helen-. Una guardia de honor, con uniforme de gala. La madre de Paul quiere toda la ceremonia. Veintiséis salvas, trompetas, el paquete completo.

Su padre asintió, impresionado.

– Es broma.

– No hay problema, de verdad. Sólo había pensado ofrecerme.

– Probablemente tendrás que cargar conmigo.

– No sé si estoy preparado para eso.

Se quedó de pie a su lado observando mientras su padre servía una gran ración de tarta.

– Probablemente debería volver -dijo-. ¿Por qué no le llevas eso a tu amiga? Claro que tendrás que vigilar la línea si quieres llegar a algo con ella.

– ¿Quién dice que no lo he hecho ya?

Le dio un pequeño puñetazo en el hombro y miró a su alrededor en busca de su bolso.

– Llámame cuando llegues a casa -dijo-. O luego. No importa.

Helen asintió.

– Si estoy en condiciones. Dan Los asesinatos de Midsomer en UK Gold todas las santas noches…

El coche de Helen estaba aparcado más o menos frente a la puerta de la casa de su padre. Al cruzar la calle, se quedó inmóvil al oír el chirrido de unos neumáticos y vio un Jeep negro acelerando para incorporarse a unos cincuenta metros a su derecha. Cuando pasó junto a ella, pudo ver que había dos hombres dentro, mirando al frente, y se preguntó si había visto un coche parecido, tal vez el mismo coche, delante de su bloque un par de días antes.

Se estaba diciendo que era ridículo, que había un montón de Jeeps negros por ahí, cuando le sonó el móvil. Era Martin Bescott, el inspector de Paul en Kennington.

– Tenemos algunas cosas más de Paul -dijo.

– ¿Ah? Creía que me lo había llevado todo.

Se hizo una pausa.

– Encontramos otra taquilla. Al sustituto de Paul no le apetecía demasiado quedarse con la suya, así que…

Helen dijo que lo comprendía. Los polis eran más supersticiosos que la mayoría de la gente.

– Al final tuvimos que forzarla.

– ¿No pueden dárselo a la beneficencia? -preguntó-. Ya sabe, ahorrarme…

– Bueno, sí, había unas deportivas viejas, y algunas prendas más. Pero pensé que probablemente querría el portátil.

Ahora era el turno de Helen para hacer una pausa.

– ¿Helen?

– Me pasaré a recogerlo -dijo.

Theo había pasado casi toda la mañana en el piso franco, encerrado hablando de chorradas con Sugar Boy, a quien Wave había enviado al no aparecer SnapZ. Theo tenía la esperanza de que el primer día de una nueva semana fuese bueno. De que empezase a entrar dinero un poco más rápido y poder empezar a sentirse menos inquieto, un poco menos como alguien esperando a que suceda algo malo.

Había tenido bastante mala suerte en ambos aspectos, y en cuanto empezó a acercarse la hora del almuerzo, volvió corriendo a casa para compartir un bocadillo con Javine.

Apenas se había sentado cuando Easy se presentó con su gordo y feo pit-bull tirando de la correa, en la puerta de Theo. Se lo había comprado en cuanto Wave se compró el suyo; le había soltado setenta y cinco libras a un listillo de Essex que se dedicaba a darles palmaditas en la espalda en el Dirty South y se las había apañado para comprar el bicho más tonto de la urbanización. Wave decía que alguien debía de haberle pegado una patada en la cabeza cuando era un cachorro. A Easy parecía gustarle. Parecía pensar que él y su perro tarado estaban hechos el uno para el otro o algo.

Javine empezó a dar voces en cuanto oyó los ladridos. No podía soportar al perro y no lo quería cerca del niño. Theo intentó tirar de la puerta tras él en cuanto a ella empezó a írsele la olla, gritando que no quería animales estúpidos en su casa, tanto si tenían cuatro patas como dos.

Easy se encogió de hombros.

– Vamos a dar un paseo -dijo.

Dieron una vuelta a la urbanización primero; a Easy le agradaba la atención de los chavales de los garajes, las miradas aviesas de algunas de las mujeres mayores (madres y hermanas) mientras observaba a su perro haciendo sus cosas en el raído cuadrado de hierba, pavoneándose por lo que pasaba por campo de juegos antes de meterse hacia Lewisham High Street.

Estaban a veintitantos grados y subiendo. Easy llevaba una camisa de seda abierta sobre una camiseta color teja, al igual que sus pantalones militares y sus deportivas. Theo había elegido unos vaqueros de tiro bajo y una camiseta de Marley, las Timberland que se había comprado después de los robos que había hecho con Easy tres semanas antes.

Con el poco dinero que no había ahorrado.

– ¿Cómo van las cosas, Estrella?

Theo le dijo a Easy que las cosas iban bien, que no le había visto demasiado el pelo los últimos días. Desde lo de Mikey.

– He estado ocupado, T.

Theo movió la cabeza en dirección al piso franco, donde había dejado a Sugar Boy cuidando del fuerte.

– Hay más bien poco movimiento.

– Exacto. Hay que sacar negocio nuevo de donde se puede, ¿me entiendes?

– ¿De dónde lo has estado sacando, entonces?

– De aquí y de allá, tío.

– ¿De algún sitio de dónde no debes?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Como cuando fuimos a robar, cuando desplumamos a aquellas putas. Tal vez nos metiésemos en el terreno de otros, es lo único que digo.

Easy miró con dureza a Theo y estuvo a punto de tirar a una chica que empujaba un carrito. Ella le insultó y él la ignoró.

– ¿En el terreno de quién? ¿De qué cojones hablas, tío?

– Da igual de quién. Todo lo que no sea nuestro es terreno de otros.

– Siempre te has preocupado demasiado, T.

– Sí, puede que sí.

– Desde que éramos críos, tío.

Un poli uniformado y dos agentes de proximidad (maderos de juguete) venían tranquilamente hacia ellos. El poli le echó una buena ojeada a Easy y a Theo, mientras que los agentes de proximidad parecían bastante más preocupados por el pit-bull.

Easy les regaló una sonrisa de oreja a oreja a todos, y tiró del perro para alejarlo. Doblaron la esquina hacia Lee Bridge.

– Todos estos cerdos de refuerzo van a largarse pronto -dijo-. Las cosas pueden volver a la normalidad, ¿no?

– ¿Tú crees?

– Esto es el Salvaje Oeste, tío. Se les ve en la cara, no les mola.

Se detuvieron unos metros más adelante, cuando el Mercedes de Wave pasó junto a ellos y se paró sobre las líneas amarillas. Así iba al volante e indicó tranquilamente al coche de atrás que pasase cuando su conductor tocó el claxon. Theo se quedó mirando mientras Easy se acercaba y se agachaba para hablar con Wave a través de la ventanilla. Hablaron durante unos minutos y Theo vio los ojos de Wave dirigirse rápidamente a él; le vio saludarle con la cabeza y reírse con algo que Easy había dicho. Theo le devolvió el saludo. Sabía que estaban hablando de él e intentó no pensar en ello.

Podía ser cualquier cosa. La ropa que llevaba, cualquier cosa.

Cuando Wave se fue, siguieron caminando. Easy dijo que seguía pensando en darle una buena bofetada a Así en cuanto se le presentase la oportunidad, luego habló de los diversos líos que tenía con varias mujeres. Se tiraba a bastantes, o eso decía, y había por lo menos dos críos por ahí sueltos.

– Me gusta mantener mis opciones abiertas -dijo-. Tener algo de variedad, ¿sabes a qué me refiero? Nunca he sido de los que sientan la cabeza -siguieron caminando-. Te lo digo yo, tío -se rio-, esa mujer tuya es cosa fina.

– Ya.

– Cosa fina…

Theo sonrió y pisó con cuidado para evitar una plasta marrón de la acera. Pensó: «Sí, y es mi cosa fina».

Hablaron de tonterías durante unos minutos, Easy poniendo a caldo a un DJ de la zona que había oído en la emisora del barrio y alardeando de cómo le había metido el miedo en el cuerpo a un pringado que le había rayado el coche en Shooters Hill. Theo hacía todo lo que podía para parecer relajado. Seguía pensando en aquellos tres uniformes a la vuelta de la esquina; en la cara de aquel policía al mirarle a los ojos. Luchaba por escuchar los desbarres de Easy por encima del quejido de su cerebro a toda velocidad y su imaginación intentaba escaparse de oscuras esquinas.

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