Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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La anciana le recordaba.

– Un hombre agradable -había dicho-. Educado.

Helen había empezado temprano y justo después de las diez y media se metió por una calle secundaria cerca de Charlton Park y se detuvo junto a un pub a un par de kilómetros o así al sur del Támesis. Vio un Range Rover negro al lado y un contenedor en la entrada y recordó que Kelly también había dicho algo de que Linnell se dedicaba a la construcción residencial.

A la tercera va la vencida.

Cuando salió del coche, un hombre con un mono salpicado de pintura salió del pub y vació el contenido de un cubo de plástico de aspecto pesado en el contenedor.

– ¿Está el jefe? -preguntó Helen. Su placa seguía en el bolso. El hombre gruñó, podía haber sido un «sí» o un «no» y volvió a dentro.

Buscó una sombra y esperó.

Cinco minutos después, la puerta volvió a abrirse y apareció un hombre negro robusto. La sopesó con la mirada y luego le preguntó qué quería beber. Pilló a Helen un poco desprevenida, pero intentó no demostrarlo.

– Un poco de agua estaría bien -el hombre le sujetó la puerta para que entrase.

Atravesó el pub, donde media docena de hombres pintaban, daban martillazos y hacían agujeros. Oyó a dos de ellos hablar una lengua de Europa del este. Polaco, supuso. Había tantos polacos trabajando de fontaneros y albañiles en el Reino Unido que hacía poco su gobierno había emitido una petición oficial, preguntando si podían devolverles unos cuantos.

Frank Linnell estaba sentado en el jardín. Se puso de pie cuando ella entró en el patio y dijo:

– Helen, ¿verdad?

Tenía unos cincuenta y tantos, pero parecía bastante en forma con unos pantalones de deporte de color azul y un polo blanco. No había canas reseñables en un pelo que se rizaba en el cuello y llevaba untado hacia atrás con algo. Su cara era… más dulce de lo que Helen esperaba.

Se sentó frente a él en una pequeña mesa de listones y dio las gracias cuando el hombre corpulento le llevó su bebida.

– Simplemente eche un grito si quiere otra -dijo.

– Se está bien aquí afuera, ¿verdad? -dijo Linnell-. Estará fabuloso en un día o dos. Si te digo la verdad, ni siquiera estoy seguro de querer vender el local.

Habían colocado césped nuevo entre donde ellos estaban sentados y una valla nueva que había a unos diez metros, y un lado del patio estaba cubierto de filas de cestas colgantes y plantas en macetas, todavía envueltas en polietileno.

– Pondremos un par de columpios o un tobogán allí, en la hierba, va a ser la leche.

Helen tomó un largo sorbo y respiró hondo. Miró al hombre que, si una milésima de lo que había oído era cierto, estaba en la carta de Reyes de la mitad de los inspectores veteranos de la ciudad y seguía hablándole como si se conociesen desde hacía años.

– Ya no puede faltar mucho -señaló la barriga de Helen-. Parece que ya está hecho, creo yo.

– Intenta no hacer ruidos fuertes -dijo ella.

– ¿Vas a volver al trabajo inmediatamente o…?

– No de inmediato.

– Es lo mejor para el crío, en mi opinión.

– Ya veremos.

– ¿Y qué me dices de hoy? -Linnell dio un sorbo a su bebida. Parecía Coca-cola, pero no había forma de saber si llevaba algo más-. ¿Estás trabajando hoy?

– Sólo he venido para hablar de Paul -dijo Helen.

Linnell sonrió.

– Eso me gustaría.

Por segunda vez en otros tantos minutos, Helen había vuelto a quedarse de piedra. Se dijo que Linnell y quienes trabajaban para él, probablemente tenían bastante práctica en hacerlo; se conminó a relajarse y concentrarse. El bebé estaba provocando una tormenta de patadas y cambió de postura cuidadosamente para ponerse más cómoda. Se pasó una mano por la barriga por debajo de la mesa y empezó a acariciarla suavemente.

– ¿Cómo conociste a Paul? -preguntó.

– Nos conocimos hace seis años -dijo Linnell. Empezó a jugar con una cadena de oro que llevaba al cuello, moviendo los eslabones adelante y atrás entre los dedos mientras hablaba-. Era parte del equipo que investigaba un caso con el que yo estaba relacionado. El asesinato de alguien cercano a mí. Después… durante todo el tiempo, de hecho, Paul se portó estupendamente. Uno o dos compañeros suyos no eran tan… compasivos, no sé si comprendes lo que quiero decir. Cuando tienes cierta fama, alguna gente sólo puede ver las cosas de una manera. Paul siempre me trató como hubiera tratado a cualquier otra víctima.

– ¿Y después de eso?

– Mantuvimos el contacto.

– ¿Eso es todo?

– Nos hicimos amigos, supongo -se encogió de hombros, como si todo fuese muy sencillo-. Éramos amigos.

– ¿Le veías a menudo?

– Cada mes o dos, más o menos. Los dos estábamos muy ocupados. Bueno, ya sabes…

– ¿Entonces, almorzabais juntos, ibais al cine, qué?

– Almorzábamos, hablábamos de esto y lo otro, íbamos al pub. Una vez le llevé al Oval para ver un partido de cricket -rio-. Acabamos como cubas.

Helen asentía, como si no hubiese nada fuera de lo normal en lo que Linnell le estaba contando, pero se le revolvían las entrañas y no podía evitar que el bebé jugase al fútbol con sus riñones. Tenía que ponerse las pilas, hacer las preguntas más incómodas que había estado ensayando la noche anterior. Vio la calidez en el rostro de Linnell al hablar de Paul y se preguntó si realmente podía no haber más que la amistad que tanto parecía venerar. Se le pasó por la cabeza que podía ser gay, que tal vez hubiese estado enamorado de Pal. Bajó la vista y vio que no llevaba alianza.

Tal vez Paul supiese que Linnell se sentía atraído por él y lo utilizase en su propio beneficio de algún modo.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó Linnell.

Helen sacudió levemente la cabeza y dijo:

– ¿Hablabais del trabajo alguna vez? -Por la mirada que cruzó su cara, estaba claro que Linnell sabía a qué se refería. A su trabajo, si se podía llamar así, tanto como al de Paul.

– Las primeras veces que nos vimos, supongo, por dar conversación, en realidad, pero después no. Era una especie de norma no escrita. No queríamos que ese tipo de cosas se interpusiesen.

Helen observó que seguía manoseando su cadena. Pensó: «¿Que se interpusiesen en qué?»

– ¿Entonces, nunca te preguntaba por tus socios? ¿Nunca te preguntaba por lo que estabas haciendo?

– Como te decía, se hubiera interpuesto. Hubiera enrarecido las cosas -meneó el hielo medio derretido en su vaso-. ¿Tus amigas suelen hablarte de críos que han sufrido abusos?

La había vuelto a pillar desprevenida. Linnell le estaba dejando claro que sabía mucho de ella y de lo que hacía. Tal vez hubiese investigado; no dudaba que conociese a otros polis que habrían hecho averiguaciones de buena gana y le habrían pasado la información. O quizá simplemente se lo oyese a Paul durante una de sus charlas íntimas. Viendo el cricket, tal vez.

En cualquier caso, hizo que a Helen le apeteciese darse una larga ducha caliente.

– ¿Cuándo fue la última vez que le viste? -preguntó.

Él pensó en ello.

– Hace unas dos semanas. Algo así. De hecho, vino aquí.

– Lo sé -dijo Helen. Sólo para dejar claro que ella también había hecho sus averiguaciones.

– Me trajo algo de almorzar -Linnell disfrutó el recuerdo, pero la sonrisa se esfumó de su cara con bastante rapidez-. Me gustaría que nos hubiésemos despedido en mejores términos, si te digo la verdad.

– ¿Qué?

Parecía un poco incómodo, envolviéndose ahora la cadena alrededor de un dedo, pero luego se encogió de hombros, como si acabase de decidir que no tenía nada de malo contárselo. Como si hubiese llegado a la conclusión de que probablemente no fuese a sorprenderle demasiado.

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