Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– T, ¿me estás escuchando, tío?

– No vale la pena oírte, tío.

– Tengo hambre. ¿Tú tienes hambre?

Pararon en el McDonald's que había dentro de Lewisham Centre.

– También tengo que mear -dijo Easy-. Dos pájaros de un tiro, tío. Coser y cantar -le pasó la correa a Theo y le pidió que cuidase del perro mientras iba dentro y compraba McFlurries para los dos.

Theo esperó mientras Easy hacía sus cosas, intentando controlar al perro cuando arremetía contra los transeúntes, reprimiendo la tentación de soltar al chucho y ver cómo se las apañaba en una calle llena de tráfico.

Easy salió y le dio a Theo su helado.

– Lo de antes -dijo-, todo eso de meterse en territorio ajeno. ¿Crees que fue culpa mía que matasen a Mikey?

– Yo no he dicho eso.

– Parecía que eso era lo que estabas diciendo.

– Es jodido, nada más -dijo Theo-. No debería estar pasando.

Easy se encogió de hombros. Comió rápido y cuando hubo terminado lanzó el envase de plástico hacia una papelera. Se volvió hacia Theo, abrió los brazos, con el perro persiguiendo su propia cola a sus pies.

– Así son las cosas, tío. ¿Me entiendes? Se supone que tiene que ser así.

– ¿Cómo? ¿Andar cagado de miedo?

Easy entornó los ojos, se enrolló la correa del perro alrededor de la muñeca y tiró del animal hacía sí.

– ¿Quién tiene miedo?

Theo miró fijamente el tráfico.

– ¿Te vas a terminar eso?

Theo le dio su McFlurry sin empezar, luego cerró los ojos e intentó recordar el sabor de la cebada en un balcón al viento, disfrutando del sol sobre la cara durante medio minuto, mientras esperaba a que Easy terminase.

Ella y Paul nunca se habían metido el uno en las cosas del otro. Habían mantenido su propio espacio, se lo habían concedido mutuamente y estaban bastante contentos con ello. Cada uno veía a sus amigos y nunca habían sentido la necesidad de rendir cuentas de cada conversación, de preguntar al otro con quién había hablado después de colgar el teléfono. Raras veces se habían visto obligados a coordinar sus agendas y tenían cuentas bancadas separadas; una independencia que había sido fácil, aunque luego se había visto forzada, especialmente por Paul, a consecuencia de la aventura de Helen.

Se decía estas cosas en un esfuerzo por explicarse la existencia del ordenador que había recogido en Kennington de vuelta a casa. Para quitarle importancia a su presencia, estilizada y gris, sobre la mesa, delante de ella. Para sentir un poco menos de aprensión al encenderlo.

Había abierto todas las ventanas del piso, pero el ambiente seguía siendo bochornoso; cerrado, habría dicho su padre. Llevaba unos pantalones cortos sueltos y una de las viejas camisetas de Paul y estaba sudando. Una copa de vino frío o, mejor aún, una cerveza, habría sido más que bienvenida.

Bescott la había esperado en el aparcamiento.

La había llevado a su despacho y le había entregado el portátil envuelto en una bolsa de plástico. Le había parecido bastante agradable, pero, como siempre, resultaba difícil decidir hasta qué punto su amabilidad se debía a su estado. A sus… circunstancias. Pero había algo en su cara, como si se estuviese esforzando demasiado, y Helen no pudo evitar preguntarse si él y otros por encima de él albergaban las mismas sospechas que ella acerca de las actividades de Paul. ¿Cuánto tiempo tardaría en llamar a su puerta algún severo funcionario de Asuntos Internos?

Los Chupatintas.

La pantalla del Mac se volvió azul mientras se iniciaba el sistema.

¿Con cuánta insistencia procedería Asuntos Internos en una investigación si el agente en cuestión estaba muerto? ¿Había algún peligro de verse implicada ella misma? Sabía cómo trabajaba aquella gente y que era posible que presumiesen que, como compañera de Paul, su integridad se había visto comprometida.

Pinchó en el icono que había encima del nombre de Paul y se dijo que estaba siendo ridícula. En el peor de los casos, probablemente querrían examinar las cosas de Paul y echar un vistazo a lo que hubiese en aquel ordenador. Rebuscar en busca de basura.

Igual que ella.

Apareció el escritorio y Helen sintió como si la hubiesen dejado sin aliento de un puñetazo: una foto granulosa de Paul y ella, sonriendo a la cámara en una taberna griega hacía tres veranos. Paul llevaba el pelo muy corto y tenía la cara roja. A ella prácticamente se le salían las tetas de un bikini que nunca debería haberse puesto.

– Serás capullo -susurró Helen, aporreando el teclado-. ¿Por qué no me haces sentir aún peor?

Abrió la carpeta de inicio de Paul y echó un vistazo. Todos los archivos por defecto del sistema estaban donde debían. No había absolutamente nada en «Imágenes» ni en «Vídeos» y la carpeta «Documentos» contenía únicamente los datos de usuario que eran de esperar.

El Mac apenas había sido utilizado, o al menos no por mucho tiempo.

Compartían el IBM de casa, utilizando usuarios distintos en el mismo sistema. El escritorio de Paul siempre estaba lleno de documentos y recortes aleatorios, diversas carpetas repletas de canciones descargadas y vídeos ligeramente ofensivos cortesía de Gary Kelly y otros colegas del trabajo. Ella era la de las carpetas bien ordenaditas con nombres como «facturas de servicios», «bebé» e «impuestos municipales».

En el portátil le resultó bastante fácil detectar la carpeta que estaba buscando. Contenía un único documento, llamado «Victoria». Helen pinchó dos veces para abrir el archivo y el sistema le pidió una contraseña.

Miró fijamente el formulario vacío de la pantalla durante un minuto, el cursor parpadeando en su interior, luego introdujo el apellido de Paul y su fecha de nacimiento. Como la mayoría de la gente, utilizaba su fecha de nacimiento como PIN de su cuenta bancaria.

No funcionó.

Probó con el nombre de su madre, el de casada y el de soltera. El de su padre. Luego probó con su propio nombre, preguntándose mientras tecleaba por qué no era lo primero que había pensado.

La contrase ñ a introducida es incorrecta.

¿Por el amor de Dios, cuánta complicación podía tener aquello? Paul no era… nunca había sido precisamente un lince en lo que a esas cosas respectaba.

Victoria…

Tal vez se hubiese tomado la revancha, después de todo. Dios, ¿podía ser tan sencillo como una pequeña aventura? Un tanto pija, además, por como sonaba. Era una idea dolorosa, pero tal vez menos dolorosa que la otra opción.

Pero todavía quedaba lo de Kevin Shepherd por explicar. Y lo de Frank Linnell.

Empezó a teclear rápidamente, gritándose cada vez que se confundía y cuando pulsaba accidentalmente Bloq Mayus, probando con palabras conforme iban surgiendo en su cabeza y aporreando la tecla Intro. Cualquier cosa que pudiese haber significado algo para Paul: el nombre de su mejor amigo de la escuela, el perro que tenía de niño, Queens Park Rangers, La gran evasi ó n, el puto Freddie Mercury…

La contrase ñ a introducida…

Cerró el portátil con tanta fuerza como se atrevió y se quedó allí sentada hasta que recuperó el aliento. Hasta que el sudor empezó a enfriársele sobre el cuello y los hombros.

Recordó que al marido de Jenny, Tim, se le daban bien los ordenadores, lo plasta que se había puesto varias veces hablando de redes y cortafuegos. Pensó en pedirle ayuda, luego se lo pensó mejor enseguida. Sabía que Jenny saldría de caza en cuanto se enterase, que la interrogaría sin descanso. A lo mejor podía pedirle a Tim que lo hiciese a hurtadillas y se lo callase. Tal vez pudiese convencerlo con una mamada; sabía que siempre la había mirado con buenos ojos.

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