– Parece que están trabajando bastante duro, aunque no sé si será sólo porque estoy aquí. Pero el tipo que está haciendo las molduras y esas cosas sabe lo que se hace. Están preciosas.
– ¿Quieres que me pase para que puedas irte a casa?
– Ven a verme a casa luego -dijo Frank-. Para ver cómo vamos.
El tono de su voz sólo cambió ligerísimamente, pero Clive comprendió que ya no estaban hablando de la reforma del pub. Así era como siempre lo hacían, como tenían que hacerlo. Frank no era tonto y sabía cómo funcionaba todo. Sistemas de seguimiento de alta tecnología, pinchazos telefónicos y todo eso. Si alguna vez aparecía algo, transcripciones o lo que fuese, no habría forma de que se sostuviese ante un tribunal. Las únicas personas que se beneficiarían con ese tipo de tonterías serían Frank y su abogado.
Ya les salía de forma instintiva, y ayudaba el hecho de que se conociesen tan bien el uno al otro, de que hubiesen desarrollado un código.
– Llamaré antes de ir -dijo Clive.
– Muy bien. Es sólo para organizar el resto del calendario.
Clive se enorgullecía de la forma en que llevaba las cosas, como con todos los encargos que hacía para Frank. Era eficiente y nunca se tomaba este tipo de trabajo a la ligera. Al final de un día como este, siempre se tomaba una copa o dos, por mucho tiempo que uno llevase haciéndolo. Tal vez un porro también, si había habido más de un encargo.
– Será mejor que te deje terminar, entonces -dijo Frank. El mismo ligero cambio en la voz, como una nube que aparecía durante un segundo-. ¿De acuerdo?
Clive cerró el teléfono, fue hasta el equipo de música y volvió a subir el volumen. Para cuando llegó al dormitorio, el chaval había empezado a gritar otra vez y Clive tuvo que sentársele sobre la espalda para evitar que se tirase de la cama.
– Tranquilo -dijo, cogiendo la almohada y presionándola contra la parte de atrás de la cabeza del chico. Apoyó todo su peso en ella y le hizo un gesto a Billy.
Billy se acercó con paso ágil y eligió su sitio.
Hubo un sonido sordo y una marca de abrasión, no mucho mayor que la quemadura de una colilla apagada, negra y de borde irregular. Clive había visto algo parecido alguna vez en las películas, cosas de gángsteres americanos y, por alguna razón, siempre había unas cuantas plumas revoloteando después.
A veces a cámara lenta, como la nieve de las burbujas. Los hombres que habían hecho el trabajo siempre carecían de expresión y salían lentamente de la habitación mientras empezaba a sonar algo de música y las plumas caían flotando como si hubiesen disparado a unas gallinas o algo.
Nunca había visto algo así en la vida real; siempre era así. Probablemente lo hacían así para darle un efecto bonito. O simplemente tal vez, pensó Clive, nunca había tenido que vérselas con alguien que tuviese almohadas de plumas.
Helen ayudó a su padre a recoger las cosas del almuerzo, luego se puso a secar mientras él lavaba los platos. Cuando ella y su hermana eran más jóvenes, les gustaba formar parte de una pequeña cadena de producción mientras su madre descansaba: Jenny guardaba los platos y las tres contaban chistes malos o cantaban al son de la radio. Hoy, Helen y su padre hacían sus tareas en relativo silencio.
Su padre había traído un gran bistec y pastel de riñones del Marks and Spencer y había abierto una lata de cerveza. Le contó sus actividades del día anterior (el marcado de programas de televisión en el Radio Times para ver luego la pinta del almuerzo con el tipo de dos puertas más allá y el café con la agradable señora del otro lado de la calle), mientras Helen asentía y vaciaba su plato, después de que la sesión de vomitonas del desayuno la dejase tan hambrienta como era habitual.
– ¿ Y cómo has pasado el domingo? -le preguntó. Ella dijo algo adecuadamente poco comprometedor, sin ganas de responder a las preguntas que seguirían si mencionaba el almuerzo con Roger Deering y la tarde que había pasado en casa de Sarah Ruston. Le dijo que había pasado una noche tranquila.
Mientras veía a su padre terminarse su almuerzo, aprovechó la ocasión para disculparse por la discusión que habían tenido hacía dos días, cuando él estaba montando la cuna. Había sido culpa suya, pero eso nunca había importado cuando se trataba de su padre. Se enfurruñaba, como Jenny.
Él la había mirado desde el otro extremo de la mesa, sonrojado.
– No seas boba, cariño. Soy yo el que tendría que disculparse. Ayer me sentí fatal todo el día.
– Oh…
– Soy un viejo desgraciado.
Aquello era toda una novedad. Sabía lo mucho que deseaba protegerla, y sintió una punzada de compasión por un hombre cuyas grandes manos no entraban fácilmente en guantes de seda.
Helen se había dado cuenta con bastante rapidez de que su estado era una especie de comodín para todo. En cualquier situación, desde una discusión en Correos a un pequeño hurto en una tienda, el embarazo te daba cierta libertad de acción. Al fin y al cabo, no era buena idea discutir con una mujer embarazada, dejar que la pobre se pusiese demasiado emotiva, revolver esas inestables hormonas. Si a eso se añadía la reciente pérdida de un ser querido, era obvio que podías salirte con la tuya incluso en caso de asesinato. Estar preñada y viuda significaba no tener que pedir perdón nunca.
Volvió a pedirlo de todas formas, porque su padre se hubiese sentido fatal, mientras hacía una nota mental para empezar a ser bastante más desagradable con la gente.
– Aunque tenía razón sobre esa cuna -dijo él.
En cuanto terminaron de lavar los platos, su padre se alejó del fregadero, secándose las manos con un paño.
– Todavía no has llorado como es debido, ¿verdad, cariño?
Helen se rio y frotó el último plato.
– ¿Estás de coña? Me harté de llorar con Los asesinatos de Midsomer anoche.
– Ya sabes a qué me refiero.
– Por cualquier tontería…
– Por Paul -dijo-. No has llorado por Paul.
Helen dejó el plato mientras su padre se acercaba a ella y empezó a llorar otra vez, pero por los motivos equivocados. Él la arrulló, le acarició la espalda y ella enterró la cara en su hombro, oliendo su aftershave y frotando su mejilla contra el suave tejido de su camisa.
– Ya te lo he dicho -sollozó-. Por cualquier tontería.
Cuando se separó y metió los platos en la alacena, hablaron del funeral. Seguía sin haber noticias sobre la fecha, pero Helen suponía que no tardarían mucho en entregar el cuerpo. Le dijo que la madre de Paul seguía estando rara. Helen no quería flores, sino donarlo todo a una organización benéfica de la policía, pero Caroline Hopwood era tan tradicional a ese respecto como en lo relativo a la selección musical.
– Es comprensible.
– ¿Sí? Yo voy a tener a su maldito nieto.
– Estoy seguro de que lo superará.
– Si te soy sincera, no sé si me importa demasiado -dijo Helen-. Simplemente no estoy dispuesta a pelear por eso.
– ¿Quieres que hable yo con ella? -preguntó su padre.
Helen recordó la incómoda situación de la fiesta del trigésimo cumpleaños de Paul, la conversación forzada en la única ocasión en que su padre había visto a los padres de Paul.
Recordó las bromas que ella y Paul habían hecho al respecto después.
– Yo lo arreglaré -dijo ella-. Gracias.
Su padre asintió y abrió la nevera. Sacó una tarta de frutas que había comprado con el pastel de riñones.
Helen sonrió.
– Sacando el barco a flote, ¿eh?
– Iba a preguntarte si podía ayudar a llevar a Paul -dijo su padre. Se aclaró la garganta-. A llevar el féretro. Probablemente lo harán sus compañeros, miembros de la familia, supongo…
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