– Demuéstrales quién eres, tío -dijo Sugar Boy-. Dales una lección a esos cabrones.
Aunque nadie sabía quiénes eran los cabrones.
En la tele, un viejo con un traje elegante hablaba de alguna que otra oportunidad de negocio y Theo pensó que si iba a ahorrar algo de dinero, le vendría bien alguna. Que era una pena que no supiese dibujar una mierda. Ni siquiera un monigote.
Pensó que, en lo que a crecimiento de negocio se refería, pintar murales para tipos como Mikey era una apuesta bastante segura.
El cuarto de baño de la casa de Sarah Ruston era igual de elegante que el resto del lugar: madera y metales cromados, botes de cristal esmerilado. Helen lo estudió todo mientras estaba sentada, el brillo y su dulce olor, y pensó en mudarse.
En tener que mudarse.
El piso de Tulse Hill todavía estaba repleto de Paul. No era que estuviese tratando de huir de él (al fin y al cabo, ya tenía bastante por lo que sentirse culpable), pero sentía que debía hacer lo que habían planeado. O, al menos, lo que ella había planeado para ellos.
Sabía que quedarse allí acabaría con ella, que las paredes se le echarían encima por la noche. No sería lo bastante fuerte para criar un niño. Se acunó la barriga con las manos, moviendo los dedos adelante y atrás.
– Tenemos que salir de allí -dijo suavemente. Levantó la vista y atisbó a Paul apartándose del espejo-. No te mosquees, Hopwood, tú también te vienes…
Tiró de la cadena y se lavó las manos, olisqueando las pastillas de jabón perfumado que había en un cuenco de madera sobre el estante. Se observó en el espejo mientras doblaba la toalla y volvió a colocarla cuidadosamente en el toallero con calefacción. Por Dios, estaba deseando volver a ponerse vaqueros. Dejar de quedarse sin aliento y de tener que mear cada diez minutos. Que la gente la mirase de otro modo al pasar.
Odiaba aquello. Odiaba ser la tipa regordeta del vestido absurdo.
– ¿Por qué no podías coger y tirarte a alguien tú también? Devolverme la jugada. No hubiera podido reprochártelo.
Si era sincera, Helen no tenía idea de cuáles habían sido los planes de Paul. No estaba segura hacía dos semanas y ahora parecía que Kevin Shepherd, Frank Linnell y Dios sabe quién más probablemente sabían más que ella. Sintió que la recorría un pequeño escalofrío al recordar la cara de Shepherd a la puerta de su casa. Y la voz de Linnell en el teléfono.
« S é qui é n eres… »
Ahora ella también sabía quién era él, o qué era, pero seguía sintiendo que necesitaba verle. La sospecha podía acabar con una con tanta facilidad, como la culpa y los malos recuerdos. Necesitaba saber la verdad.
Escupió en el lavabo y lo enjuagó antes de salir del cuarto de baño.
Sarah Ruston estaba esperando en la puerta principal mientras Helen bajaba por las escaleras, y Patrick bajó trotando unos segundos después para unirse a ellas. Para acompañar a Helen a la salida. Se había cambiado y parecía que acababa de salir de la ducha.
– Gracias -dijo Helen. Estaba claro por la mirada con que le respondió Ruston que no tenía más idea de por qué le daba las gracias que la propia Helen-. Y gracias por el té -unido a los dos grandes que se había tomado con Deering, sentía que estaba empapada en té.
– No hay problema -dijo Patrick-. Siento lo que dije antes. Es sólo que… con lo que Sarah ha pasado, ¿sabe?
– No ha sido precisamente un paseo para ella -dijo Ruston.
– Por supuesto que no. Yo sólo…
– No pasa nada -dijo Helen.
Patrick asintió, tratando de encontrar algo más que decir.
– ¿De verdad está investigando lo sucedido usted misma? Quiero decir, ¿está permitido?
– No estoy investigando nada.
– ¿Cree que lograrán encontrar a los chicos que iban en aquel coche? -preguntó Ruston.
– Yo no apostaría mi dinero por ello.
– ¿Han avanzado algo?
– No he oído nada -dijo Helen.
Ruston bajó la cabeza y abrió la puerta principal. Helen volvió a dar las gracias y salió rápidamente a la calle, desesperada por salir de allí antes de que hubiese más llantos. Patrick dio un paso hacia ella, levantando la mano como si se le acabase de ocurrir, pero incapaz de disimular el hecho de que se moría por decirlo desde que Helen había llegado.
– Si habla con los agentes que están… en el caso, me preguntaba si podría hacernos un favor.
– Haré lo que pueda.
– Es el BMW. Necesito saber si han terminado con él. Quiero decir, sé que está siniestro total, pero ya han pasado diez días o así y, ya sabe, hasta que nos lo devuelvan, no podemos arreglar lo del seguro.
Ocho días, pensó Helen. Habían pasado ocho días desde la muerte de Paul.
Dijo que vería qué podía hacer.
Había sido fácil entrar y quitarle el arma al chaval. ¿Pero qué clase de nombre era SnapZ?
En cuanto oyó girar el cerrojo, Clive salió de donde había estado esperando, fuera del campo visual de la mirilla y empujó al muchacho de vuelta al interior del piso. No le hizo falta más que estirar los brazos, estrellando sus enormes puños contra el pecho del chico y lanzándolo por el estrecho pasillo, como si le hubiese dado una descarga de varios miles de voltios.
El piso estaba al final de un rellano de la segunda planta. Billy había estado vigilando desde el otro extremo y, en cuanto Clive entró, se reunió con él rápidamente. Cogieron el arma de la chaqueta de cuero del chaval mientras todavía estaba retorciéndose de dolor en la moqueta.
– El material no está aquí, tío. Aquí no hay nada. Joder.
Clive y Billy auparon a SnapZ y le arrastraron hasta el pequeño salón. Se desplomó en el sofá y miró hacia arriba para encontrarse con la pistola de Billy en la cara. Vio a Clive acercarse hasta el equipo de música, pulsar PLAY y esperar a que la música empezase, luego subió el volumen.
– ¿Qué es este barullo? -preguntó Billy.
Clive se encogió de hombros.
– Puede que hagamos ruido.
– Tampoco hay dinero, lo juro -gritó SnapZ-. Sólo el que tengo encima.
– No necesitamos dinero -dijo Clive.
– Cógelo, tío -SnapZ se dio la vuelta, con los ojos fijos en la pistola mientras luchaba por sacar su cartera.
Billy se la tiró de la mano y le apretó el cañón de la pistola contra la frente.
– ¿Tienes problemas de oído?
SnapZ se estremeció y cerró los ojos. Esperando.
Clive recogió la cartera y la abrió. Sacó los billetes y se los metió en el bolsillo, luego volvió a arrojar la cartera vacía al suelo.
– Parece que el negocio va bastante bien -dijo. Se encogió de hombros cuando SnapZ no dijo nada y se sentó en la silla de en frente-. Sólo necesitamos tener unas palabritas. Un poco de información. Alguna que otra dirección. ¿Vale?
– Yo sólo reparto el material -dijo SnapZ. Se acurrucaba contra el respaldo del sofá, lo más lejos posible de la pistola de Billy-. No sé nada de lo que pasa más arriba. Nombres y todo eso.
– Ya tenemos nombres -dijo Clive-. En realidad sólo necesitamos confirmación. Una especie de comprobación.
Hizo sus preguntas y SnapZ dio las respuestas como si estuviese dando su último aliento, con el miedo subiéndole por el cuerpo, saliendo de su cuerpo conforme se iba dando cuenta de qué estaban hablando.
De su papel en ello…
Clive le dio las gracias y se puso de pie. Se acercó, se inclinó y lanzó su puño contra la cara de SnapZ.
– Eso es por hablarme como lo hiciste antes. Por nuestra conversación a través de la puerta.
Billy vio al chico intentando detener la sangre y se rio.
– Puto KFC…
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