Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Los chillidos de Tolliver aumentaron el dolor de cabeza de Peter.

– Sí, sí, cálmese -dijo, procurando que el hombre dejara de gritar-. Comprendo perfectamente. ¿Dónde está?

– En el infierno y fuera de Roma. Debo de estar como a veinte millas de Roma. Me hicieron entrar en mi apartamento para que les entregara el sobre y después me llevaron con ellos. Anduvimos millas y millas. ¡Ese chiflado obeso de Gorman podía haberme matado! ¡Cómo se le ocurre enredarme con la mafia! Yo nunca le hice nada a nadie. Sólo pretendí hacerle un favor a un tipo. ¿Cómo puede exigir que una persona ajena a todo, como yo, meta la cabeza en semejante trampa? ¡Ni siquiera me dijo lo que contenía ese sobre! ¡Es un degenerado! No se lo voy a perdonar nunca. He tenido suerte de salir con vida de esto.

El cerebro de Peter había comenzado a funcionar mejor cuando Tolliver se detuvo para respirar. Si el dolor no hubiera sido tan intenso, podría haber pensado casi con claridad.

– O.K., O.K. -dijo-. De modo que lo raptaron. Cuénteme todo.

– Eso estoy tratando de hacer. Pero ¿acaso es sordo? ¡Estoy tratando de prevenirlo!

– ¿Prevenirme de qué?

– De esos tipos. Eran tres. Dos delincuentes jóvenes y un tipo mayor. Y todos estaban armados. Me llevaron al campo y abrieron el sobre y miraron lo que había dentro. Después me golpearon y me dieron de puntapiés y me exigieron que les dijera todo lo que supiera sobre el asunto y yo les dije que lo único que sabía era que el senador Gorman me había pedido que entregara ese sobre a alguien. Me obligaron a cantar a quién. Yo no quería decírselo, pero esos dos asesinos jovencitos me habrían matado. Y lo sabían, de todas maneras; porque cuando les solté su nombre el tipo mayor dijo que estaba diciendo la verdad. Me exigieron que les aclarara dónde se hospedaba. Yo no quería decírselo, pero amena zaron con matarme, así que tuve que hacerlo. Les dije que en la pensión San Giovanni y entonces ellos fueron a un sitio donde había teléfono y creo que llamaron a la pensión. No sé. De alguna manera se convencieron de que les había dicho la verdad y me soltaron en una carretera desierta a millas de cualquier lugar habitado.

»Dios sabe cuánto anduve hasta que encontré el primer teléfono para prevenirle. Ellos saben quién es usted, Congdon. Cuídese. Son muy peligrosos. Le matarán si no se cuida. ¡Le juro que creí que me mataban!

Peter estaba totalmente alerta ya y aquel dolor palpitante en su cabeza se había desplazado al fondo de la conciencia. Ahora había cosas más importantes en la vida que el dolor.

– Ese hombre mayor del que habla, ¿era el jefe?

– Sí. El hacía las preguntas. Los otros se encargaban del trabajo. ¡Qué trabajo! ¡Con mis costillas!

– ¿Llevaba un clavel?

– Sí, sí. ¿Lo conoce?

– ¿Qué me puede decir de los otros dos? ¿Cómo eran?

– Jóvenes, morenos. De aspecto desagradable.

– Eso no me aclara una mierda. ¿Cómo iban vestidos? ¿Qué rasgos tenían?

– Vestían ropa oscura, los dos. Parecían gángsters. Pelo negro. Ojos negros.

– Eso sigue sin aclararme el panorama.

– ¡Ah, Dios mío!-chilló Tolliver-. ¿Qué pretende de mí? He visto la muerte cara a cara y espera que recuerde detalles mínimos. Por lo menos podría tener la cortesía de agradecerme que le haya prevenido. Cierre su puerta con llave. Pueden llegar en cualquier momento. Si estuviera en su pellejo saldría volando de esa pensión. Y no me llame más, ¿eh? No tengo el sobre y no sé nada de nada. Tampoco tendré nada que ver con esto en el futuro. Me quejaré a mis superiores. Presentaré una protesta oficial. Voy a…

– Escuche -interrumpió Peter-, dé gracias a Dios por haber salvado el pellejo y por haber escapado sin mayores daños.

– ¿Sin mayores daños? Me hicieron sangrar la nariz y me lastimaron el labio y me molieron las costillas. Tengo un ojo negro y un tremendo hematoma en la mejilla. ¿Cómo me voy a presentar mañana en la embajada? Me da vergüenza.

– Claro -dijo Peter-. Y gracias por prevenirme. Gracias por tratar de defenderme.

– Hice lo que pude. Me habrían matado si no les hubiera dicho dónde estaba usted. Quizá me maten si se enteran de que le llamé. Siga mi consejo: salga de la ciudad.

– Sí. Gracias.

Peter colgó el teléfono y encendió la luz del velador. Parpadeó dolorido ante la brusca claridad, que le deslumbró. Se levantó con esfuerzo y se sentó en la cama, manteniendo la cabeza erguida. Recorrió cautelosamente con los dedos el cuero cabelludo hasta que sintió la sangre, en parte seca, en parte aún pegajosa. Se lo merecía por haber dado a Tolliver su dirección. Había vacilado en hacerlo. Sabía que era peligroso. Lo había hecho de mala gana, como un riesgo calculado y le había salido mal.

Se palpó la chaqueta. Sí, le faltaba la cartera. Y también el revólver.

Se puso de pie, vacilante aún, y revisó los bolsillos. Se habían llevado todo: el pasaporte, el certificado de salud, los cheques, sus anotaciones. Sobre la otra cama estaba el abrigo desgarrado, y el maletín abierto y roto. Le habían dejado la muda de ropa, pero faltaba la caja de cartuchos y el equipo para obtener las impresiones digitales. Hasta se habían llevado los sobres especiales para enviar los informes a Brandt.

Peter se volvió a sentar y trató de pensar. En la cartera estaba la clave del código. Eso era lo que buscaban, por supuesto. Ya tenían el sobre de Tolliver, que contenía el nombre y el paradero de la chica; pero no podían descifrar la información sin una clave. Ahora tenían eso también y Peter no tenía nada. Ni siquiera le habían dejado el reloj de pulsera. Y cuando regresara ni siquiera tendría su puesto en la agencia Brandt.

El tiempo volaba. El grado de lucidez que había alcanzado Peter le permitía apreciar ese hecho. Tomó el teléfono, lo dejó sobre la cama, junto a él, y lo descolgó. Por un instante pensó que el conserje podía pertenecer a las huestes enemigas, pero luego desechó la idea. Tenían que haber engañado al «viejo» de alguna manera. Si hubiera estado enterado de la emboscada, Peter habría detectado algo en su actitud. En cualquier caso el problema era puramente académico. Puesto que no tenía siquiera las monedas necesarias para llamar desde un teléfono público, no tenía más remedio que hacer sus llamadas a través del conserje, mafioso o no. Le dio un número y esperó.

Una voz de hombre respondió a la tercera llamada y Peter dijo:

– Sin usar nombres le diré que la Agencia Brandt tiene una red muy amplia.

– Y recoge muchos peces -replicó el otro-. ¿Acaso se escapó alguno?

– Así es. Estoy en mi pensión. ¿Cuánto tardará en llegar?

– ¿Le parecen bien diez minutos?

– Me parece que va a tardar más porque necesito unas cuantas cosas.

– Deme la lista.

– Un automóvil, veinticinco mil liras como mínimo, un pasaporte, un arma y una caja de balas, un reloj de pulsera… si no le hace perder demasiado tiempo… y creo que eso es todo. ¡Ah! Y una caja de aspirinas.

– Una buena lista. ¿Qué tipo de pasaporte necesita?

– Cualquiera con tal que lo consiga inmediatamente.

– ¿Es para usted?

– Así es.

– Parece ser que han surgido problemas.

– Ya lo creo. Y bien, ¿cuánto cree que tardará?

El otro hombre hizo una pausa.

– Quizá media hora.

– Trataré de estar fuera del hotel. Tenga cuidado de que no le vean. Me gustaría que se mantuviera sano.

– Lo que me pide ya es suficiente aviso -dijo el hombre sin contemplaciones-. Me basta para saber con quién hay que habérselas. Iré por allí.

Peter colgó y volvió a descolgar.

– Quiero hacer una llamada a Estados Unidos de América -dijo cuándo el conserje lo atendió-. ¿Cuánto tardará?

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