Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Ydijo el conductor Queste é el número quince Sabe a dove va Sé lo - фото 11

– ¿Y?-dijo el conductor-. Queste é el número quince. ¿Sabe a dove va?

– Sé lo que quiero, pero no sé cómo preguntarlo.

– ¿Y qué cosa quiere?

– Busco a un norteamericano llamado Tolliver que vive aquí.

– Viene -dijo el conductor, abriendo su portezuela-. Nosotros encontramo.

Llevó a Peter al interior del edificio, ascendió los escalones que conducían a la puerta del poniere y golpeó con fuerza. Le abrió una mujer gorda, de pelo entrecano sujeto en un rodete y una sonrisa en la que se alternaban las mellas con los dientes torcidos.

El conductor y la mujer cruzaron frases en italiano con la velocidad de una ametralladora, y la mujer señaló la entrada que decía Scala I.

Descendieron los peldaños, cruzaron en dirección a la Scala I y Peter comenzó a buscar chapas con nombres; pero no había.

– Dos pisos arriba -dijo el conductor y encabezó la marcha.

Al llegar al segundo piso encontraron dos puertas que daban al pallier. El taxista se detuvo indeciso, luego golpeó en ambas puertas. La primera no se abrió, y una señora se asomó en la otra. Era baja y fornida y olía levemente a ajo; pero estaba bien vestida y parecía una mujer cuidada.

Hubo un breve intercambio de frases y ella señaló la puerta opuesta y se encogió de hombros.

– Ahí habita -dijo el taxista-. Pero non está.

– ¿Y no sabe dónde está?

El conductor tradujo la pregunta y ella hizo un gesto de ignorancia. Su esposo, un hombre de pelo gris, en mangas de camisa, salió e intervino en la conversación. Apoyado en la baranda llamó a gritos a alguien del piso de abajo. Se abrió una puerta y se oyeron otras voces.

Por fin el conductor tradujo:

– Salió con algunos amigos.

– ¿Y saben cuándo?

Siguió una larga discusión cuya traducción fue:

– A diez y media u once.

– ¿Saben quiénes eran sus amigos o adonde iban?

Transcurrió un minuto de animada conversación antes de que el taxista volviera a traducir:

– Non conocen a lo amigo. Eran tre hombres. Llegó con elli a la casa y volvió a salir con elli más tarde.

Peter trató de obtener una descripción, pero fue inútil. Agradeció a la pareja, volvió a bajar las escaleras y agradeció en inglés a los otros, al pasar. Ellos le agradecieron en italiano y todavía hablaban entre ellos cuando Peter y el taxista abandonaron el edificio y volvieron a entrar en el automóvil.

– ¡lo bueno para ayudare!, ¿eh? -comentó el chófer con orgullo, cuando el automóvil se puso en marcha-, ¿Y ora dove?

– Creo que a la pensione San Giovanni en la Via Emilia.

Fue un viaje de diez minutos y el control de rutina convenció a Peter de que nadie los había seguido. El taxista se dedicó a monologar en su especie de inglés… Que los norteamericanos eran grandes; que Mussolini había sido terrible para el país… Buscaba una propina suculenta y Peter se la dio, por la ayuda que le había prestado y porque era sedante sentir que la charla resbalaba sobre él sin interrumpir sus pensamientos.

El encargado de turno le abrió la puerta y le entregó la llave. Peter preguntó si no había habido llamadas telefónicas. Por supuesto, no había ninguna.

Subió en el ascensor, trepó el último tramo de escaleras y abrió la puerta con su llave. No sabía cuál sería su próximo paso; pero pensó que lo mejor sería dormir. Cerró la puerta y se volvió para buscar el interruptor de la luz, pero no llegó a tocarlo.

Al volverse sintió como si el techo se le desplomara sobre la parte posterior de la cabeza. Vio un relámpago deslumbrante y las rodillas se le doblaron. Por un instante pensó que el armario se le había caído encima, pero luego comprendió que había alguien detrás del armario y que había caído en una emboscada. Pero no tuvo conciencia del instante en que tocó el suelo.

Miércoles 0.55-1.10 horas

El timbre del teléfono atravesó las tinieblas de la conciencia de Peter Congdon. No era un sonido fuerte, pero era penetrante y doloroso para sus sentidos hipersensibilizados. Su breve pero vibrante intensidad resultaba casi insoportable. Peter quería permanecer en la oscura tierra de nunca jamás y aquel ruido le devolvía al amargo mundo del dolor.

En el silencio que siguió al ruido volvió a hundirse a medias en las tinieblas que lo habían albergado, pero no pudo ir más allá. Otras cosas herían sus sentidos, la sensación de aspereza contra su rostro, los ruidos del tránsito, el ronco sonido de una música distante.

El teléfono volvió a zumbar durante tres insoportables segundos y Peter levantó la cabeza, apretando los ojos, como para defender su cerebro del ruido. Cuando el timbre se extinguió abrió los párpados; comenzaba a comprender. Estaba tendido sobre una alfombrilla en una habitación oscura, pero por la ventana penetraba un resplandor. Arriba estaba la extensión gris del cielo raso. Muy cerca de él se elevaba la forma oscura de un gran armario.

Trató de pensar, luchando contra el dolor lacerante, que ahora parecía haberse localizado en su cabeza. Los recuerdos comenzaron a volver. Aquélla era una habitación de hotel… su habitación. Se había caído. ¡Cuernos, caído! No, lo habían golpeado. Había entrado en la habitación, había comenzado a volverse y fue golpeado por detrás. Eso era. Alguien había estado detrás de ese mismo armario. Ahora lo recordaba.

Se incorporó apoyándose sobre un codo. El dolor de cabeza seguía en aumento, pero se hizo más tolerable al erguirse. Se aferró al pie de la cama y logró ponerse de rodillas. Trató de ponerse en pie, pero cayó sobre la cama y resbaló nuevamente al suelo, contra el armario. Luchó por ponerse otra vez de rodillas al oír el timbre del teléfono, que zumbaba por tercera vez.

Alguien le estaba llamando. Ahora recordaba. El teléfono había estado sonando. Tenía que responder. Era importante responder. Para eso estaban los teléfonos.

Se apoyó en el colchón. ¿Dónde estaba el teléfono? Ahí estaba, en las sombras, sobre el velador, a una cama de distancia. Se arrastró con manos y rodillas y alcanzó el teléfono. Se sentó en el suelo, con un codo apoyado en la cama y se llevó el auricular al oído.

Una voz excitada, casi histérica, chilló:

– ¿Oiga, oiga? ¿Es usted, Congdon?

Peter gruñó y luego pudo emitir un pesado:

– Sée.

Le parecía que la cabeza le iba a estallar.

– Soy Tolliver. Herndon Tolliver. ¿Me oye?

El nombre fue como un timbrazo. Sí, recordaba a Tolliver. Ahora recordaba casi todo. Trató de dar coherencia a sus respuestas.

– Sí, Tolliver -dijo respirando pesadamente a causa del esfuerzo-. ¿Dónde está?

– ¡Me agarraron! ¡Me agarraron delante de mi apartamento! ¡Justo cuando bajaba del automóvil!

– ¿Quiénes le agarraron?

Peter sacudió la cabeza tratando de librarse de su embotamiento.

– La mafia. Tiene que haber sido la mafia. Gorman está mezclado con ellos. Y usted ha venido por eso, ¿no? Me raptaron. ¡Ellos me raptaron!

– Mm -gruñó Peter, respirando pesadamente-. ¿Qué ocurrió?

– Querían el sobre. Me amenazaron. Sabían que lo tenía. ¡Me obligaron a entregárselo!

– ¿El sobre?

Peter sabía que había algo respecto a un sobre, vinculado con su viaje a Roma.

– El sobre que tenía que entregarle en II Pipistrello. Pero, ¿me entiende? ¡Me raptaron! Me obligaron a entregarles el sobre. ¡Me habrían matado!

– Sí, comprendo -dijo Peter.

– ¿Comprende?-chilló Tolliver-. ¡He estado a punto de perder la vida y todo lo que se le ocurre decir es «comprendo»!

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