Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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Más allá había otro pequeño salón, con más mesas minúsculas, todas ellas vacías. La pareja que bailaba parecía constituir el único público presente.
Había una segunda arcada, que se abría sobre un pequeño espacio, de paredes rocosas, en el otro extremo del bar.
Allí había otro mostrador y una serie de taburetes. Era el mejor sitio para vigilar la entrada. Peter se dirigió a aquel mostrador y una chica vestida de negro le saludó. Estaba sentada en uno de los taburetes y la oscuridad le había impedido verla antes; pero a Peter no le sorprendió encontrarla allí. Era una «copera». Debería de habérselo imaginado.
– Hola -dijo Peter, y pasó por detrás de ella para sentarse en el último taburete, contra la pared, a tres asientos de distancia.
– ¿Habla inglés? -preguntó la chica.
– Sí.
– Yo hablo un poco.
– Ya veo.
Peter se volvió hacia el barman , un tipo grandote al que apenas alcanzaba a distinguir, y le pidió una cerveza. Bajo la barra había una lucecita, aparte del reflector que enfocaba al cantante y de las escasas y mortecinas lámparas distribuidas por el salón, que casi no tenían efecto sobre las tinieblas. La decoración estaba basada en rojo y negro; pero el efecto era exclusivamente negro.
– No es muy cordial.
La chica dio unas palmaditas sobre el taburete vecino al suyo.
– Siéntese aquí.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Venga y siéntese aquí -propuso señalando el taburete vecino.
Ella no puso inconvenientes y se cambió.
– Mi nombre es Eddie.
– Hola, Eddie. El mío es Bill.
– Es un bonito nombre, Bill.
– ¿Cómo se llama este sitio? Es decir, ¿cómo se llama en inglés?
– ¿Esto? -la muchacha se detuvo a pensar-. Es un pájaro. No sé el nombre. Es pequeño, con alas grandes y se cuelga cabeza abajo.
– ¿Un murciélago?
– Eso es. Murciélago.
La cerveza estaba helada y parecía danesa. Peter bebió, encendió un cigarrillo y escuchó el constante ruido del ululante. El cantor entonó una pieza norteamericana en rock lento, luego pasó a una canción francesa. Peter aproximó la cabeza a la de la muchacha, para contrarrestar el estridente sonido amplificado, y se enzarzó en una charla insustancial con ella. Era una chica agradable. No le pidió nada de beber.
Otras dos parejas descendieron los escalones y atravesaron la arcada; pero todavía era muy temprano para que la sala se llenara. Otra chica vestida de negro se acercó al extremo de la barra donde estaba Peter y cruzó unas palabras en italiano con Eddie. Esta se la presentó a su compañero. Se llamaba Angie.
Angie se instaló en el taburete siguiente y, poco después, se le acercó un tipo maduro, calvo y rechoncho.
Peter ofreció una copa a Eddie a las veintidós y cuarenta y ella pidió algo que burbujeaba como un ginger ale. Peter no se molestó en preguntar qué bebía. A las veintidós y cuarenta y cinco la invitó a bailar y se unieron a las cuatro parejas que se movían en la pista. Eddie era esbelta y le seguía bien. Bailaba próxima a él, pero sin adherírsele. No se insinuaba, pero tampoco se mostraba esquiva. Actuaba como si le gustara más el hombre que su cartera. Su actitud despertó simpatía en Peter.
Pero Peter estaba de servicio. A las veintitrés pidió otra copa para los dos y comenzó a consultar su reloj.
– ¿Vienen muchos norteamericanos a este sitio? -preguntó acercándose a la chica para hacerse oír por encima del _ fragor de los ululantes.
– Bastantes.
Peter encendió un cigarrillo a su compañera y también fumó uno.
– ¿Espera a alguien? -preguntó ella.
– Sí.
– ¿Es más guapa que yo?
Peter estaba sentado sobre alfileres y no tenía ganas de flirtear.
– Es un hombre -dijo, y descendió de su taburete-. Escuche: espéreme aquí un minuto y preste atención por si entra un hombre con un sobre grande de papel manila en la mano. ¿Entendido? Si entra, llámelo. Voy a hablar por teléfono.
Marcó el número de Tolliver, que ya sabía de memoria; pero no hubo respuesta. Regresó a donde estaban Eddie y la cerveza. El señor del sobre manila no había aparecido. Encendió cigarrillos para los dos y lanzó un juramento entre dientes. Eran más de las veintitrés y treinta.
– Va a empezar la orquesta buena -decía Eddie en ese momento-. Este es un conjunto nuevo… está empezando. Tocan para aprender.
Peter hizo un gesto de asentimiento y se dijo que Tollivér tenía que estar de camino. Pudo repetírselo y seguir creyéndolo hasta la medianoche. A partir de ese momento supo que algo andaba mal.
Volvieron a bailar, pero las cosas habían cambiado. Ella seguía arrimándose, pero él ni siquiera advertía su presencia. Eddie intuyó el cambio y su razón.
– Ese hombre al que espera… ¿se trata de un negocio importante?
Peter miró el rostro joven y frágil, apenas iluminado.
– ¿Hummm? ¿Qué le hace pensar eso?
– Usted. La forma en que se comporta. Lo estoy sintiendo.
No trató de engañarla.
– Temo que haya cambiado de opinión y no venga.
– ¿Quiere sentarse?
Regresaron a su sitio y Peter pagó la cuenta. El barman le anunció que eran 6.000 liras y Peter gruñó al sacar su cartera. La chica era parte de los servicios del bar, pero valía la pena. Y bien, eran los fondos del senador; que los contribuyentes se quejaran ante el senador. Con todo se imaginó a Brandt echando sapos y culebras. Brandt no iba a creer que hubiera tenido que gastar un centavo en un lugar como aquél. Siéntese, no hable y no pida nada. Que traten de echarlo. Ese era el sistema de Brandt. A Brandt no lo iban a echar, eso era seguro. Nadie se atrevía a acercarse a ese hijo de puta.
Cuando su reloj marcó las veinticuatro, Peter se puso en pie.
– ¿Se va? -preguntó Eddie.
– Me voy.
– Espero que lo encuentre.
– Gracias, Eddie.
La besó en la mejilla y le dio una palmadita en la cadera. Saludó a Angie con la mano al pasar y ella extendió la suya para tocarle y le sonrió. Peter agradeció el gesto, pero al salir pensó que se necesitaría algo más que sonrisas para ayudarle a enfrentar las próximas horas.
La Via Emilia estaba tranquila. Los bordes de la calzada estaban llenos de automóviles; pero no se veía ningún vehículo en movimiento, ni gente en las estrechas aceras. Peter dobló la esquina y consiguió un taxi en la Via Veneto, frente a las puertas enrejadas de la Embajada de los Estados Unidos.
– Via Cimarosa, número quince -ordenó al conductor y acompañó sus palabras con' un gesto que indicaba el número quince.
El conductor 'rió y bajó la bandera.
– Usté non parla el italiano, ¿eh? ¿Usté parla el inglese?
– Así es.
– lo también. Non mucho condutore parlan el inglese, lo sé dove va usté.
– Me alegro mucho -dijo Peter, y se acomodó en el amplio asiento trasero, mientras encendía un cigarrillo.
En realidad no le interesaban demasiado las habilidades lingüísticas del taxista. En aquel momento su preocupación era el paradero de Herndon Tolliver. Tenía que encontrar una manera de localizarlo.
El taxista se confundió con el tránsito de la Via Veneto.
– Usté de Londre.
– De Norteamérica.
– ¡Ah! Norteamérica. ¿Qué tal el mío inglese?
– Mucho mejor que mi italiano. ¿Queda lejos el lugar adónde voy?
– Cerca.
Pasaron por la vieja muralla, bordearon el parque de la Via Pinciana, pasaron por la Galería Borghese, doblaron un par de veces, y por fin se detuvieron ante un portón de rejas que se abrían sobre el patio de entrada de una casa de apartamentos de siete pisos. El edificio -una sólida sucesión de oscuras ventanas cerradas- ocupaba la manzana y aquella entrada que parecía tan amplia era sólo uno de los accesos laterales. Al trasponer la puerta se veían entradas sobre las que se leía Scala I y Scala II. A la derecha, ascendiendo cuatro peldaños, estaba la puerta del departamento del poniere. Dentro se veían otras entradas, senderos embaldosados y un estanque circular.
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