Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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Pero entonces miraba el lado positivo. Llevaba ropa de calle en lugar de su uniforme, porque tenía que acudir a una comida de trabajo. No tenía llamadas de radio que contestar y había obtenido su paga extra del SLO. Además, disponía de tiempo para estudiar para el examen de sargento. Aun así, tenía un melancólico sentimiento cada vez que veía una patrulla blanco y negro respondiendo a una llamada de alarma con las luces encendidas y la sirena sonando.

Ahora Ronnie estaba segura de que Bix se había caído del tren y que se había dado fuerte contra el suelo. Con su mujer y los niños fuera de la ciudad y una serie de días libres, se imaginaba que estaría de borrachera. Tras enterarse de que Leonard Stilwell estaba en la cárcel, no tenía realmente una excusa para molestar a Bix con más llamadas de teléfono. Todavía le resultaba duro aceptar que fuese simplemente otro Hollywood Nate, un tipo que perseguía sabrosos y acaudalados bollitos de Mount Olympus. Esperaba mucho más de Bix Rumstead.

Entonces empezó a preguntarse por qué estaba tan preocupada. Se preguntó si estaba resentida porque Bix no le había lanzado jamás una indirecta sexual o una mirada sugerente. ¿Era eso lo que hería su orgullo? ¿Que Bix prefiriese una de esas Laurel Canyon lavadas a la piedra, adictas a Crate & Barrel, mujeres que dejaron de encajar en sus andares de fulana al cumplir los cuarenta y que viven con remordimientos a causa de los viejos tatuajes o de las cicatrices del láser? ¿O acaso prefería a una de esas conejitas de trofeo de Hollywood Hills, con toda su angustia mental y sus téjanos ajustados, casadas con tipos de mediana edad que aún vestían como estudiantes, pero sin renunciar a los tonos pastel que estaban de moda? La mayoría de ellas estaban mentalmente exhaustas por intentar pensar para sus bebés nombres más retorcidos aún que los de las estrellas de cine. «¿Es que acaso soy una puta celosa con el orgullo herido?», se preguntó Ronnie Sinclair.

Los detectives no habían encontrado nada en Mount Olympus que relacionase a Leonard Stilwell con un robo o un asalto por valor de mil dólares. Los patrulleros del turno diurno habían llegado con varios informes de arrestos que requerían una investigación extensa, así que a las tres de la tarde los detectives, saturados de trabajo, liberaron a Leonard Stilwell y le devolvieron su dinero y sus herramientas. El oficial administrativo de la comisaría Hollywood miró a Leonard como si estuviera loco cuando éste le preguntó si podría darle un billete de cien para llamar por teléfono porque se había dejado el móvil en el coche.

El oficial administrativo pidió un taxi para Leonard, el cual, conducido por un pakistaní, le llevó al aparcamiento de Hollywood Boulevard junto al Teatro Chino de Grauman. Tras una dura discusión con el encargado del parking, Leonard logró fijar la tarifa de aparcamiento en 85 dólares por haber dejado el Honda aparcado 26 horas, y dejó los 15 dólares restantes al taxista. Ya sólo le quedaban nueve billetes de cien.

Tratando de mantener toda su rabia y frustración bajo control llamó a la oficina de Alí pero le respondió su buzón de voz. Dejó un mensaje:

– Alí, soy Leonard. Necesito verte a las seis en punto. Estate ahí, tío.

Entonces Leonard se dirigió a IHOP y se llenó el estómago de pan, jamón, huevos fritos y chocolate, devorando todo tan rápido que la camarera lo miraba embobada. Después condujo hasta su apartamento, envolvió la barra tensora y el pico con un billete de cincuenta dólares, y lo pasó por debajo de la puerta de Júnior. Fue a su habitación, se desplomó en la cama y se quedó dormido.

Cuando Alí llegó a su oficina revisó el buzón de voz y lo escuchó tres veces. Nada bueno iba a salir de ahí. Podía intuir un claro desafío en la voz de Leonard. El «estate ahí» era particularmente inquietante. Estaba relacionado con el dinero.

Alí abrió el cajón de en medio de su mesa. Sólo por precaución. Esperaría hasta ver a Leonard para tomar cualquier determinación. Leonard era idiota y él no lo era. Podría aplacar al ladrón y probablemente razonar con él, pero quería tener otra opción.

Alí había contemplado la posibilidad de dar el frasco de somníferos a la primera de sus chicas que le hiciese una buena mamada, pero ahora podía darle un uso mejor. Alí cogió dos cápsulas magenta y turquesa del frasco y vació el contenido en la papelera. Pretendía rellenarlos con azúcar en polvo de la cocina. Colocó las mortíferas cápsulas en el tarro como si fueran balas en un revólver para jugar a la ruleta rusa. Puedes sacar una cápsula del frasco y sobrevivir. O quizá no. Antes de que llegase Leonard Stilwell, Alí decidió que dejaría el frasco sobre la mesa a plena vista.

Bix Rumstead tenía un violento dolor de cabeza, no era de extrañar, teniendo en cuenta la gran cantidad de alcohol que había consumido en las últimas treinta y seis horas. Se había dormido vestido, compartiendo el sofá de su salón con Annie , el perro que había rescatado hacía tanto tiempo. Annie le miró directamente a la cara, se quejó y se movió en cuanto él abrió los ojos.

– Hola, Annie -dijo, e hizo una mueca de dolor.

Se puso en pie, estiró los músculos de su espalda, y se dirigió a la cocina después de recoger el plato de Annie.

– ¿Quieres desayunar, cariño? -dijo, y Annie se sentó, mirándolo con la especial devoción que sienten los perros que han sido rescatados.

Se lanzó tres aspirinas a la boca y las tragó mientras mezclaba el mejunje de Annie compuesto de pollo hervido y huevos cocidos. Tuvo un instante de pánico cuando vio que no recordaba si la había alimentado la noche anterior, pero entonces vio la lata vacía de comida en el fregadero.

Mientras Annie comía felizmente se aseguró de que la puerta para perros que daba acceso al patio trasero estuviera abierta, y luego rellenó el cuenco del porche trasero con agua fresca. Entonces se preparó para sí mismo un cuenco de cereales y un vaso de zumo de naranja. Se bebió el zumo de naranja, pero no pudo con los cereales.

Bix juntó las dos botellas vacías de vodka y una docena de latas de cerveza y las puso en la bolsa de basura. Las recogerían el lunes por la mañana antes de que él fuese a buscar a su mujer y a los niños al aeropuerto. Tenía miedo de no poder ocultarle la borrachera a Darcey. Ella lo conocía demasiado bien y él le había prometido a ella demasiadas cosas. Recordó el último juramento que le había hecho:

– Aunque no creo que sea alcohólico, si alguna vez vuelvo a emborracharme iré a Alcohólicos Anónimos y pediré ayuda, lo juro.

Y ella había dicho:

– Te quiero mucho, pero me llevaré a los niños y te dejaré si no lo haces.

Se llevó la cuchara de cereales a la boca y se le escapó un sollozo. Dejó la cuchara e intentó controlarse.

El móvil sonó, no sabía dónde estaba. Por un momento olvidó que había solicitado dos días libres. El teléfono siguió pitando hasta que lo encontró en el sofá, donde había caído desde su bolsillo. Tenía tal resaca que no podía leer la pantalla sin gafas.

Logró articular un penoso «hola».

– ¡Bix! -dijo Margot-. ¡Gracias a Dios!

– Margot, ¿por qué me llamas? -dijo.

– ¡Tengo que verte! ¡Es urgente!

– Pensaba que lo habíamos aclarado -dijo.

– Debes venir. No sé a quién más recurrir.

– ¿Es sobre nosotros?

– No, lo juro. Es sobre Alí. Creo que está loco.

Ahora el dolor le estaba martilleando sobre el ojo derecho.

– Tienes un abogado. La ley está de tu parte.

– No podrán ayudarme si estoy muerta. Creo que tengo que comprar una pistola.

– ¡Jesús, Margot! -dijo Bix-. Tus miedos son exagerados.

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