Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– ¿Qué es qué? -dijo Leonard. Y entonces recordó ¡qué era qué!

– Esos objetos raros en la guantera -dijo Jetsam-. ¿Los usas para rascar la pintura seca de los bordes de las latas de pintura?

Leonard miró la guantera y dijo:

– Han estado aquí desde que compré el coche. No sé para qué sirven. ¿Son ilegales? ¿Como porno infantil o algo así?

– Sal del coche -dijo Jetsam-. Y dame las llaves. No creo que te moleste si busco más objetos raros, ¿verdad?

– ¿De qué serviría? -dijo Leonard-. Lo harás de todos modos.

Mientras Jetsam andaba buscando bajo los asientos delanteros y en el maletero, Flotsam cacheó de arriba abajo a Leonard Stilwell, sintió los billetes en su bolsillo y le preguntó:

– ¿Qué es esto?

– Pues mi dinero -dijo Leonard.

– ¿Cuánto? -dijo Flotsam.

– ¿Tengo que contestar a eso? -dijo Leonard.

– Si sabes cuánto tienes, supondremos que es tu dinero -dijo Flotsam-. Si no sabes cuánto tienes, supondremos que acabas de robarlo de un monedero frente al Kodak Center. Y buscaremos a la víctima. Aunque llevará un tiempo.

– Mil pavos -dijo Leonard-. Diez billetes de cien.

Los policías surfistas se miraron el uno al otro y Jetsam dijo:

– ¿Llevas mil pavos encima? ¿De dónde los sacaste?

– Jugando a póquer -dijo Leonard.

– Y tienes herramientas de cerrajero -dijo Jetsam-, pero resulta que están en tu coche desde que lo compraste.

– Sí, exacto.

– ¿Y no sabes hurgar en una cerradura?

– Tío, ¡apenas sé hurgarme la nariz! -dijo Leonard-. ¡Me estáis acosando! ¡Esto es acoso policial!

– Te diré una cosa, colega -dijo Flotsam-. Si sabes deletrear acoso, te dejaremos ir. Si no, te llevaremos a la comisaría Hollywood para que hables con un detective. ¿Qué te parece?

Leonard dijo:

– A-c-c…

Quince minutos después, Leonard Stilwell estaba sentado con Flotsam en una sala para interrogatorios en la comisaría Hollywood, y Jetsam estaba en la sala de detectives explicando lo que habían encontrado al Compasivo Charlie Gilford, que estaba irritado por haber sido interrumpido cuando estaba viendo Dancing with the stars.

– Lo único que tenemos son herramientas de cerrajero y mil pavos, y un tipo con un historial cuatro-cinco-nueve -dijo Charlie, que nunca estaba dispuesto a hacer ningún tipo de trabajo-. Eso no es mucho para encerrarlo. ¿Qué pasa con la nota con la dirección incorrecta? ¿Podríamos sacar una víctima de ahí?

– Quizá los agentes que se ocupan de los robos puedan hacer algo mañana -dijo Jetsam-. Ésa es la razón por la que lo encerraremos esta noche, ¿vale? Para darles cuarenta y ocho horas. Vamos, este tío está pringado. ¡Lo sé!

– Déjame pillar un café y pensar en el asunto -dijo Charlie.

Desde que el decreto federal de consentimiento entró en vigor seis años atrás el detective del turno nocturno no podía aprobar las encarcelaciones. Ahora sólo podía «aconsejar» que se encarcelara al sospechoso, pero era asunto del comandante de la patrulla de observación llevar a cabo un encierro «prescriptivo». Parecía que al gobierno federal y a su legión de auditores civiles con sueldos excesivos no les gustaban las frases asertivas ni los verbos que sonasen demasiado agresivos. Sus gustos daban lugar a un montón de papeleo, como sucedía con todo lo relacionado con el decreto de consentimiento. Pero al final todo terminaba en el mismo resultado. El sospechoso permanecía en la jaula durante cuarenta y ocho horas mientras los detectives intentaban montar el caso para enviarlo al fiscal del distrito.

Jetsam estaba disgustado. Cuando Charlie se marchó, el policía surfista sacó su bloc de notas, se sentó en una de las mesas y marcó el móvil de Hollywood Nate Weiss justo antes de que éste terminara su turno.

Jetsam explicó lo que estaba pasando y le dijo:

– ¿Tuviste ocasión de preguntar a tu amiga de Mount Olympus sobre el tipo este, Stilwell?

– No, no pude -admitió Nate-. Pero hablé con alguien que la conoce bastante mejor que yo y dijo que le preguntaría.

– Y ese alguien, ¿le preguntó?

– No lo sé -dijo Nate, incómodo.

– Mira, hermano, tienes que ayudarnos -dijo Jetsam-. Este tipo ya me puso la mosca detrás de la oreja la primera vez que lo vi. Es un ladrón. Sé que acaba de terminar un trabajito con el que ha sacado mil dólares, pero de momento, no tenemos ningún informe. Creo que pasó allá arriba, en la casa de Mount Olympus en la que estuviste tú, o en alguna de por ahí.

La línea quedó en silencio un momento y luego Nate dijo:

– Hago una llamada ahora mismo y te llamo.

– Gracias, hermano -dijo Jetsam-. La casa de allá arriba… Uf, da yuyu.

Nate llamó a casa de Margot Aziz, que acababa de acceder al garaje con su hijo Nicky dormido en el asiento trasero. Sacó a Nicky del coche y lo cargó hasta la puerta. Escuchó el primer timbrazo. Intentó abrirla, pero estaba cerrada.

– ¡Mierda! -dijo. La puerta nunca estaba cerrada. Lola lo había olvidado tantas veces que Margot ya no se lo recordaba. Debía de ser la primera vez que Lola la cerraba, y lo había hecho justo ese día, cuando Margot estaba esperando una llamada de Bix Rumstead al que ella llevaba dos días intentando localizar.

Margot buscó las llaves en su bolso mientras cargaba con su hijo de cinco años que estaba dormido y logró abrir la puerta en el preciso momento en que el teléfono dejó de sonar. Marcó su código de alarma para apagar el pitido electrónico y corrió hacia el teléfono de la cocina. Cuando lo descolgó estaba terminando el mensaje de voz.

Lo escuchó, pero era el policía equivocado. Oyó una voz que decía: «Margot, soy Nate Weiss. Por favor, llámame tan pronto como puedas. Se trata de un asunto policial que quizá tiene relación contigo».

¿Un asunto policial? Cogió la tarjeta que guardaba en su mesa del pequeño despacho junto a la cocina, pero la dejó de nuevo. Más bien un asunto de coñito. Después de aquella noche juntos no le había llamado como había prometido, y ahora él había decidido presionarla. Probablemente iba a decirle que quería ese trabajo de protector de su casa.

«Tuviste tu oportunidad, calzonazos», pensó. Lástima que no fuese un bebedor como Bix Rumstead. Le gustaba la pinta de Nate y sus modales le parecían muy seductores.

Hollywood Nate tomó una decisión. Iba a hacer un ejercicio de sinceridad con Bix Rumstead. Estaba seguro de que Bix debía tener algo entre manos con Margot Aziz, y sabía que Bix tenía esposa y dos niños. Eso no estaba bien. Nate no quería incomodar al tipo, pero ese Stilwell había ido demasiado lejos. Le iba a contar a Bix lo de su noche con Margot, y así podrían descubrir, él o Bix, si últimamente había pasado algo peculiar en los alrededores de la casa. Cualquier cosa que pudiera explicar por qué un ladrón de poca monta con una dirección anotada que quedaba muy cerca de la de Margot, tenía herramientas de cerrajero y mil dólares en su bolsillo. Nate sabía por experiencia que Margot era una mujer lista. Si el negocio de Stilwell tenía algún sentido, ella sería capaz de descubrirlo.

Por supuesto, Nate estaba al corriente del asesinato del somalí perpetrado la noche anterior y de que Bix había tenido una jornada dura, de modo que hoy no trabajaba. Llamó a casa de Bix y al móvil, pero en ambos casos le atendió el buzón de voz.

– Bix, soy Nate Weiss. Tengo que hablar contigo sobre Margot Aziz tan pronto como sea posible. Puede que sea muy importante. Llámame.

Echó un vistazo en el despacho y descubrió que Ronnie acababa de fichar. Fue al vestuario de mujeres, pegó la cara a la puerta y la llamó.

Se sintió aliviado cuando ella dijo:

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