Soltó un «¡uaaaag!» y se sentó sobre las pisadas de Steve McQueen, preservadas en cemento en las inmediaciones del teatro.
Entonces un Spiderman, uno de los personajes más importantes que había apoyado a ese Batman, puso la mano sobre la cara de Robin y lo empujó brutalmente contra el suelo cerca de la huella del puro de Groucho Marx.
Acto seguido Superman y su compañera, Wonder Woman, que era en realidad un flacucho travesti con una pierna falsa, llamaron a Spiderman «insecto vomitivo» y procedieron a golpearle de manera bestial mientras los turistas gritaban y los chicos corrían despavoridos.
Leonard Stilwell había aparcado su Honda en el parking más cercano al Kodak Center. Con todos esos billetes en el bolsillo, le importaban un pimiento las excesivas tarifas de aparcamiento. Pretendía quedar con Júnior al día siguiente para entregarle las herramientas y un billete de cincuenta pavos.
Para su sorpresa, había descubierto que por mucho dinero que uno tuviese, a veces había cosas que el dinero no podía comprar. Y, de momento, aquella noche no podía comprar cocaína en ningún sitio. Esperaba que alguno de los colgados del sur que rondaban por la estación de metro pudiera tener algo de cristal para él; si no, podía arriesgarse y preguntarle a alguno de los personajes callejeros, pero sólo como último recurso. Todavía recordaba lo que había pasado en el Kodak Center cuando Pluto guardaba la droga en su gran cabeza.
La oficial de la Sección de Relaciones Laborales había corrido hacia la pelea sosteniendo su placa y chillando: «¡Oficial de policía!»; pero Superman y Wonder Woman no parecían dispuestos a separarse y Spiderman se lamentaba de dolor. Y el problema no acababa más que de empezar.
Batman, tras recuperarse del trallazo en el estómago, sintió de repente un movimiento de tripas urgente. Vio que los piquetes sindicalistas tenían un largo camión aparcado en el bordillo junto con un váter portátil Andy Gump unido a él.
Apretándose la barriga herida corrió como un cangrejo hacia el Andy Gump, abrió la puerta y entró, aliviándose con una erupción que los sorprendidos manifestantes que vigilaban el camión pudieron oír con claridad.
Cuando Batman salió del Andy Gump, uno de los manifestantes, un diminuto negro de cincuenta y dos años que resultó ser el representante sindical local, dijo:
– Eh, macho, nadie dijo que tú podías soltar lastre en nuestro Gump.
– Batman giña donde le da la gana -dijo Batman.
– Batman, hasta donde yo sé, no es más que un culo de rata voladora con una mierda de traje de diez dólares que lleva capa -replicó el pequeño sindicalista.
– Tienes suerte de que no cagase en tu sombrero, feo enano negro -dijo Batman.
El sindicalista, que había sido un buen boxeador, peso pluma, treinta años atrás, dijo:
– Ningún puto vampiro me va a tocar las narices, ¡ni siquiera el Conde Drácula!
En las noticias de las once, el periodista que cubrió la pequeña revuelta mostró a su audiencia una viñeta de Batman, y dijo que lo que había pasado a continuación era idéntico a lo que sucedía en los tebeos: «¡Pum! ¡Paf! ¡Zas!».
– Sin embargo -añadió- fue el héroe con capa el que fue superado esta vez, y el que terminó besando el asfalto.
Batman se convirtió en el segundo superhéroe que ese día terminó en Urgencias aquejado de contusiones múltiples y abrasión.
La agente de Relaciones Laborales ya había solicitado refuerzos por radio y las unidades de vigilancia nocturna, justo después de haber fichado, iban de camino. Gert von Braun y Dan Applewhite llegaron primero y separaron a Superman y Wonder Woman de Spiderman. Gert agarró a Wonder Woman por el hombro, y se enganchó con su peluca que de pronto cayó en la mano de Gert.
– ¡Mamá! -gritó una chica-. ¡Wonder Woman es calva como papá!
Llegaron dos unidades nocturnas más y en poco tiempo había cientos de turistas sacando fotos como locos y la camioneta de las noticias de televisión causó un atasco en Hollywood Boulevard. Leonard Stilwell decidió que ése no era un buen lugar para él. Apretó el paso entre los turistas que abarrotaban el Paseo de la Fama y se dirigió hacia el parking, pero en ese instante se dio de bruces con la unidad 6-X-46 de la vigilancia nocturna.
– ¡Eh, tío! -dijo Flotsam-. ¡Es él!
Jetsam agarró el brazo de Leonard en el momento en que éste los rebasaba a paso ligero, y le hizo girarse.
– He estado pensando en ti, hermano.
Leonard los reconoció a la primera, aquellos polis bronceados y sin corazón, con el pelo decolorado.
– No tengo nada que ver con ese cristo que se ha formado -dijo Leonard.
– Vamos a ver el papelito de tu coche -dijo Flotsam-. El que tiene la dirección escrita.
– ¿Qué papelito? -dijo Leonard.
– No nos jodas -dijo Jetsam.
– ¡No os jodo! -se lamentó Leonard-. ¡No sé de qué estás hablando, tío!
– El papel con la dirección de Mount Olympus -dijo Flotsam-. ¿Te acuerdas ahora? Y será mejor que nos des la respuesta correcta.
– Ah, ese papel -dijo Leonard.
– Sí, vamos a tu coche y así le echo otro vistazo -dijo Jetsam.
– Ya no lo tengo -dijo Leonard.
– ¿Por qué lo tenías antes? -dijo Jetsam.
– ¿Tener el qué? -dijo Leonard.
– Que te jodan, hermano -dijo Jetsam, y agarró las esposas.
– ¡Espera un minuto! -dijo Leonard-. ¡Déjame pensar un momento!
– Piensa rápido, macho -dijo Flotsam-. Mi compañero está quedándose sin paciencia.
– Escribí una dirección que saqué de un periódico -dijo Leonard-. Era sobre un trabajo. Alguien que necesitaba un pintor para su casa.
– ¿Eres pintor? -dijo Flotsam.
– Sí, pero estoy sin trabajo en este momento.
– He estado pensando en pintar mi dormitorio -dijo Flotsam-. ¿Debería usar esmalte brillante en las paredes de la habitación, o mejor de látex?
A Leonard se le estaba secando la boca. El único látex que conocía era el de los guantes que usaba en sus trabajitos.
– Depende de lo que quieras.
– ¿Qué usa la mayoría de la gente para las paredes de su dormitorio? ¿Esmalte con una base de aceite, o látex rebajado con agua? -dijo Jestam.
– ¿Esmalte?
– Vamos a ver tu coche, colega -dijo Flotsam-. Quizás ese pedazo de papel siga todavía ahí.
Cuando llegaron al aparcamiento Leonard los condujo hacia su coche, que estaba aparcado en la esquina más lejana.
– No tenéis derecho a buscar en mi coche, y lo sabéis -dijo.
– ¿Quién dice que vamos a buscar nada en tu coche? -dijo Jetsam-. Simplemente queremos ver ese papelito otra vez.
– ¿Y entonces dejaréis de acosarme? -dijo Leonard.
Jetsam miró a Flotsam y dijo:
– Dice que le estamos acosando.
– Estoy impresionado. ¡Impresionado! -dijo Flotsam.
Leonard abrió la puerta del coche, entró y alcanzó la guantera.
– Espera un minuto, colega -dijo Flotsam.
– Voy a ver si lo puse en la guantera -dijo Leonard.
– Espera que mi compañero dé la vuelta y podamos ver qué hay ahí dentro -dijo Flotsam-. Así es como hieren a los policías.
– ¿Yo heriros? -dijo Leonard con disgusto-. ¿Vuestros sentimientos o qué?
Jetsam abrió la puerta del copiloto con la mano sobre la culata del revólver.
– Ahora ábrela -dijo Jetsam.
El crepúsculo lanzaba largas sombras y Jetsam utilizó su linterna para iluminar la guantera.
Leonard recordaba dónde había dejado la nota. Agarró la visera y dijo:
– Aquí está.
Pero Leonard no recordaba que había metido la barra de tensión y el pico en la guantera.
– ¿Qué es esto? -dijo Jetsam, iluminando con su linterna las herramientas de cerrajero.
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